La vida de don Francesco Ricci ha sido una ofrenda de sí mismo. Para los hermanos que sufren persecuciones por causa de su fe. Para la educación de los jóvenes. Para los desheredados y para la evangelización de América latina. Para el diálogo ecuménico. Y cuando la enfermedad lo ha reducido a la impotencia: «No logro hacer otra cosa más que decir: ofrezco»
«¿Es acaso vivir el objeto de la vida? ¡No vivir, sino morir, y dar lo que tenemos sonriendo!... ¿Y de qué sirve la vida, sino para darla?». Las palabras de Anne Vercors en El anuncio a María de Claudel -que parecen paradójicas, imposibles- desvelan sin embargo con exactitud el corazón, la normalidad cotidiana de la existencia de los hombres verdaderamente grandes. De aquellos a los cuales la pasión gratuita e indomable por Cristo y por la vida del mundo, los hace ser precursores y profetas.
Hace treinta años, no todos los sacerdotes de Forlí entendían a aquel hermano suyo que dejaba regularmente -en tren- su Romagna, «donde había tanto que hacer...» para atravesar el telón de acero volviendo a Eslovenia, Croacia, Polonia, Checoslovaquia, Hungría... Don Francesco Ricci, sacerdote de Forlí, se había puesto en camino para recorrer todo el Este europeo y visitar a los católicos perseguidos y escondidos y llevarles una ayuda de pensamiento y de amistad. La pasión por la fe como fuente de cultura le producía curiosidad por todo, amigo de los sencillos y de los intelectuales, compañero de camino de los personajes más significativos y marginados de los regímenes comunistas. ¿Algún nombre? Zverina, quizás el teólogo checoslovaco más grande, desaparecido hace poco. Y Karol Wojtyla, con todo el grupo de los intelectuales católicos de Cracovia. Pero la lista no tendría fin.
Sacerdote no común
Con los años, aquel sacerdote no común -incluso en estatura: tal vez medía dos metros- estableció en todo d Este europeo una paciente y rica trama de relaciones entre los hombres más vivos. Teólogos, obispos, hombres de cultura, artistas, sacerdotes y laicos. Un torrente que la revolución del 89 hubiera llevado a la luz en sus consecuencias más fecundas. En aquella época, Occidente prefería acallar a los cristianos perseguidos para no entorpecer el diálogo con el marxismo. Pero ciertamente aquel valiente sacerdote no se conformaba fácilmente. «No os adecuéis al esquema del poder mundano», reprendía su gran amigo Zverina con las palabras del apóstol Pablo. Don Ricci dio voz en Italia y en Europa a los hombres como Zverina y Wojtyla, a la Iglesia que no se conformaba. O a los hombres como Havel, que afirmaban las razones de la vida contra las del poder. Hizo de la vida auténtica y de la libertad de la Iglesia el criterio mismo con el que juzgar ideologías y sistemas. Para esto creó a mediados de los años sesenta la revista del Centro de Estudios de Europa Oriental (CSEO), única fuente de conocimiento de la vida y de la producción de pensamiento de los cristianos y de los disidentes en el Este.
«Id por todo el mundo»
La primera vez que don Giussani pidió a la gente de CL que rezase por don Francesco, en grave peligro de muerte a causa de una enfermedad incurable, fue en el 71, durante los ejercicios de Pascua de los universitarios celebrados en San Leo (Italia). Milagrosamente, no se fue entonces don Ricci; el sufrimiento le acompañaría veinte años más. Acompañándole, pero no frenándole. A los viajes al Este euro-peo se añadieron otros a África (Uganda), más tarde a América Latina. Allí donde friese, don Ricci entablaba diálogo y amistades. Venía de Varsovia o de Praga y lo encontrabas al día siguiente diciendo misa a los aldeanos del Chaco argentino, o sosteniendo la presencia cristiana en las favelas de Belo Horizonte, o anunciando a Cristo y la experiencia de CL a los jóvenes universitarios del Perú, o discurriendo con intelectuales, políticos y sindicalistas. No, no era una ilusión que cada uno le oyese hablar en su propia lengua. Las lenguas de medio mundo le iban siendo familiares con una rapidez increíble. Aprendía por pasión y por genialidad: el amor le hacía discípulo.
E incluso en la escritura -fluida, armónica, muy lejana de cierta superficialidad periodística o de ciertas abstracciones académicas- expresaba con gusto su genialidad comunicativa.
Dan testimonio de ello los innumerables ensayos y artículos. Escritos con mano segura, quizás en el avión, durante la travesía del océano Atlántico: como aquella vez que desembarcamos en Sao Paulo y dejó a todos asombrados presentando veinte carteles bien redactados sobre Cristóbal Colón y la evangelización de América Latina, que había preparado durante el vuelo.
Pasión misionera
Había conocido a don Giussani a finales de los años 50. El encuentro entre el sacerdote de Forlí y el sacerdote de Desio sucedió en una reunión nacional de los consiliarios de Acción católica (don Ricci era consiliario diocesano, don Giussani consiliario de la rama de los estudiantes de Milán). Nació una amistad profunda y comenzó enseguida una colaboración -libre y creativa- para el desarrollo del movimiento de GS (y después de CL), duradera hasta el final. A don Ricci se le debe el surgimiento de comunidades de CL en Yugoslavia, Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Argentina y Perú. Y, finalmente, en Japón. Allí ha entablado diálogo con grupos de cristianos y con las experiencias budistas más significativas.
La pasión ecuménica y misionera, que le dio por casa el mundo y por bienes una maleta, parecía haber vuelto imparable al humilde pionero de la nueva evangelización y del renacimiento de los oprimidos. Los años y el dolor habían inclinado su larga figura hacia un lado. Caminaba como si ondeara. Giovanni Testori lo comparó a una encina antigua, doblada por los vientos impetuosos y azotada por los huracanes, pero jamás derribada.
Sólo la muerte hubiera podido frenarlo. Pero ni siquiera a ella le ha resultado fácil. Le buscó durante toda una vida y cuando lo encontró y aferró para siempre, su espíritu ya estaba en los confines del mundo. En los umbrales de China, donde soñaba entrar para llevar el movimiento. Como Moisés, a la vista de la Tierra Prometida. Cuando todo había sido dado. Ofrecido. Cuando todo se había cumplido.
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