Consejera de Obispos, Papas y Emperadores.
Curó a los enfermos de su ciudad. Compuso canciones y libros de medicina. Fue amiga de San Bernardo de Claraval. Un triste episodio oscureció las últimas semanas de su vida. Hildegarda lo superó como lo había hecho en todos los momentos de su existencia: poniendo su confianza en Cristo.
Entró en su celda, estaba llorando, tenía ochenta años y todavía lloraba. Estaba triste, se encontraba cansada. Sus hermanas, al verla entrar en el convento en ese estado se retiraron, como intimidadas. No debía ser cosa habitual ver a la madre abadesa llorando. Sin embargo ella nunca había inspirado ese tipo de respeto, ella no era así. No era una princesa, nunca lo había sido; nadie le había obligado a entrar en el convento. Sus padres pertenecían a la nobleza rural y ella había decidido convertirse en «esposa de Cristo» porque cuando era niña «Él» la había llamado y desde aquel momento nunca había dejado de escuchar Su voz, desde hacía ya setenta y tres años la escuchaba, Le veía.
Ante este pensamiento se conmovió de nuevo, pero la tristeza se había transformado en gratitud. En el fondo, todos aquellos años, que eran ya tantos, no habían sido más que obra Suya, ella no había tenido que hacer más que seguir aquella voz, aquella continua presencia.
Y esto no era cosa de nada en aquellos tiempos. Poco antes de que ella naciera había tenido lugar la primera cruzada; Jerusalén se había liberado cuando ella tenía tan sólo un año. Hildegarda se acordaba mucho mejor de la segunda, aunque ya habían pasado treinta años, y el trágico final que tuvo; la turbación que había provocado entre los fieles; el profundo dolor de su amigo Bernardo, su maestro, que tanto había creído en esta cruzada.
Pero había habido una desgracia todavía mayor. Era la segunda vez en sus ochenta años que dos Papas se disputaban la cristiandad entera. Y el Emperador parecía avivar el fuego.
Era distinto, era más triste que lo que había sucedido en otros momentos de la historia de la Iglesia. Porque había sucedido otras veces, había sucedido siempre, desde el principio. Pedro y Pablo habían litigado... y muchas otras veces, pero por lo menos en aquellas ocasiones la mirada no se apartaba de Cristo; no es que no fueran casos graves, es más, a menudo el contenido de las disputas había resultado herético, pero por lo menos la mirada se volvía hacia Cristo.
Por el contrario, en aquel tiempo, entre el papa Alejandro y Calixto, y antes de ellos entre el papa Inocencio y Anacleto, no había ninguna disputa teológica sino asuntos terrenales: territorios e influencias de poder.
En una Iglesia dividida
Esto se reflejaba en el clero y en los fieles que poco a poco parecían cada vez más dispuestos a combatir antes que a rogar, a conspirar antes que a compartir. Y la diócesis de Hildegarda, Maguncia, era una de las más calientes. Ante todo esto ¿qué había hecho ella? No había tomado partido abiertamente, no porque no supiera de qué parte estar, porque la verdad sólo tiene un bando, no hay alternativa, sino porque estaba convencida de que para servir a la verdad más que combatir al lado de uno de ellos debía seguir aquella voz, aquella Presencia. Todos veían en ella esta diferencia y probablemente era por esto por lo que todos tenían algo que consultarle: los Obispos, el Emperador, también el Papa. Y ella había respondido siempre con humildad pero con decisión.
Se preguntaba todavía dónde había encontrado el valor necesario para responder al papa Anastasio que le pedía consejo sobre la situación de la Iglesia, ya que le había solicitado que no transgrediera más la justicia y que arrancara rápidamente las raíces del mal que crecían en sus colaboradores y que sofocaban las hierbas buenas y útiles; también le había predicho que en poco tiempo el mundo se encontraría inmerso en la tristeza y el terror, tanto que los hombres se sentirían abandonados por la eternidad, y le había exhortado a poner remedio inmediatamente para que no fuera acusado de no haberse ocupado de su grey. Lo que le estaba sucediendo a su sucesor Alejandro y al antagonista Calixto no era sino la confirmación de aquella nefasta profecía.
Con el emperador Federico había sido aún más dura; le había invitado a su palacio en Ingelheim, aunque temblorosa, no había podido dejar de reprenderle porque con su comportamiento estaba favoreciendo el cisma que se verificó más tarde, y le había puesto en guardia con estas palabras: «¡Ten cuidado de que el Rey eterno no reniegue de ti por causa de la ceguera de tus ojos!».
Los Obispos alemanes, preocupados por la pérdida de moralidad que se difundía cada vez más entre la población, le pidieron ayuda; ella respondió que predicar la castidad y la pureza, e incluso practicarla para demostrar la perfección y convencer así al pueblo para que siga, no sirve de nada si no se hace por amor a Cristo y puede llevar a la condenación tanto como la lujuria o el asesinato; entonces los Obispos le rogaron que hablara al pueblo y ella obedeció, durante dos años habló en las plazas de Würzburg, Bamberg, Treveris, Metz y Colonia.
Médico y músico
Pero Hildegarda sabía que el valor de la vida es otro bien distinto de estos aspectos «públicos»; la respuesta más convincente a la confusión de aquellos tiempos eran las relaciones cristianas que había construido en su Bingen, con sus santas hermanas, con sus enfermos. Desde pequeña había sido enfermiza y por la enfermedad de su cuerpo había aprendido muchos remedios, había llegado a recoger algunos en un libro y los utilizaba para aliviar los sufrimientos de los demás. Muchísima gente subía a Rupertsberg, la colina en la que se erguía el convento, para que la madre Hildegarda les curara y para escuchar sus canciones, su música. De esta manera aprendía a rezar junto a las santas monjas. Aquella música era el modo con el que le parecía acercarse más a la Voz que le hablaba dentro, el modo que más se parecía a aquel en el que un día -ya muy cercano- estaría definitivamente ante Él.
Esta era su vida: un deseo indómito de amor a Cristo, en cada instante, en cada relación, hasta poder decir con san Pablo: «Soy todo para todos para conquistarlo todo».
Entonces, ¿por qué esta ulterior prueba?
El joven excomulgado
Poco tiempo antes había muerto un joven al que Hildegarda había seguido la última fase de su enfermedad. Un joven noble, quizá un poco disoluto, pero que había pedido perdón a Dios antes de morir, es más, al final frecuentaba asiduamente el convento y era tan devoto de aquel santo lugar que pidió que le sepultaran en su cementerio. El Obispo de Maguncia, enterado de ello, pretendía que fuese desenterrado ya que decía haberle excomulgado años atrás. De nada valieron las razones y testimonios de Hildegarda y de las otras monjas, incluso parecían haberle inquietado más aún. Aquella misma tarde el Obispo había convocado a la abadesa y había pronunciado un entredicho sobre el monasterio de modo que hasta que no se acatara su voluntad no se podrían celebrar oficios litúrgicos. Hildegarda no llegaba a explicarse qué había pasado; aquel hombre tan cercano al papa Alejandro que era considerado su mano derecha, se mostraba tan poco disponible en una cuestión de caridad. Por su parte no había podido más que aceptar el castigo injusto. ¿Qué otra cosa podía hacer? Miró a su alrededor con los ojos aún empañados por las lágrimas; su mirada se fijó en el reclinatorio: era lo único que podía hacer, el Señor le ayudaría también en aquella circunstancia. Se arrodilló y pidió ayuda. Una profunda alegría se abrió camino en su corazón porque en aquel instante supo, aunque quizá siempre lo había sabido, que su ruego, el acto de arrodillarse, el ponerse de nuevo en manos de Cristo era ya la respuesta.
P.S. Algunos días más tarde, el Obispo de Colonia intervino en la cuestión con su testimonio de la conversión del joven en sus manos y anulando el entredicho.
Una canción de Hildegarda
HIMNO DE SANTA MARIA
Ave, generosa, gloriosa et intacta puella, tu pupilla castitatis, tu materia sanctitatis, que Deo placuit.
Nam hec superna infusio in te fuit, quod supemum verbum in te camem induit.
Tu candidum lilium, quod Deus ante omnem crealuram inspexit.
O pulcherrima et dulcissima; quam valde Oeus in Te delectabatur!
cum amplexione caloris sui in te posuit ita quod filius eius de te lactatus est.
Venter enim tuus gaudium habuit, cum omnis celestis symphonia
de te sonuit quia, virgo, filium Dei portasti ubi castitas tua in Dec claruit.
Viscera tua gaudium habuerunt, sicut gramen super quod ros cadit
cum ei viriditatem infudit, ut et in te factum est, o mater omnis gaudii.
Nunc omnis Ecclesia in gaudio rutilet ac in symphonia sonet
propter dulcissimam virginem et ludabilem Mariam Dei genitricem. Amen.
Ave, generosa,/ gloriosa/ e intacta doncella,/ tú, pupila de la castidad/ tú, materia de la santidad/ que a Dios plugo./ Puesto que en ti aconteció/ aquella celeste infusión/ por la que el verbo eterno/ se revistió de carne en ti./ Tú, cándido lirio,/ a quien Dios dirigió la mirada/ antes que a ninguna criatura./ ¡Oh bellísima/ y dulcísima;/ cuánto se ha deleitado Dios en tí!/ en el abrazo de su fuego/ ha hecho germinar en ti a Su hijo/ para que fuera amamantado por ti./ Así tu vientre/ exultó de gozo/ cuando toda la sinfonía celeste/ brotó de ti/ porque tú, oh virgen, llevaste al hijo de Dios/ por lo que tu virginidad brilló en Dios./ Tus entrañas probaron el gozo,/ como la hierba sobre la que cae el rocío/ infundiéndole frescura;/ así ha sucedido en ti,/ oh madre de todos los gozos./ Ahora toda la Iglesia/ resplandece de gozo/ y resuena en la armonía/ por la dulcísima Virgen María/ digna de alabanza/ Madre de Dios. Amén.
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