En un escrito de 1961 estaban ya trazadas las líneas esenciales de una pedagogía en el valor de la misión. A partir de ella han florecido numerosas actividades y la difusión internacional del movimiento de CL
Al comenzar nuestro movimiento, del mismo modo que tratamos de introducir la Comunión semanal, o la Comunión diaria, o un hábito de lectura que desarrollase la cultura cristiana de todos y de cada uno, también difundimos revistas misioneras, apoyamos colectas para las misiones, etc. con la intención de educar con ello en el espíritu misionero. Pero muy pronto caímos en la cuenta de lo inadecuado que era semejante método. La actividad misionera o el interés por las misiones no son más que un aspecto de la vida cristiana, solamente un aspecto. Pues bien, la provocación aislada de un aspecto de la vida podía convertirse fácilmente en una exaltación de actitudes, disposiciones o temperamentos particulares, sin llegar a ser una verdadera educación. Reclamar el ejercicio de un valor o de una actividad expresiva de la vida es algo que, si no nace de un planteamiento adecuado de educación de la vida misma, toda por entero, tiene una eficacia muy limitada, cuantitativamente hablando, y fácilmente imprecisa desde el punto de vista cualitativo: ciertamente no puede lograr hacer del compromiso misionero una preocupación de cualquier vida cristiana y de toda una vida cristiana.
Entonces comprendimos que la manera fundamental de desarrollar un compromiso misionero auténtico, tenía que consistir en poner continuamente el acento en la necesidad de una vida cristiana integral. Es necesario poner por encima de todo, la preocupación de educar a los jóvenes en un interés vivo por la experiencia cristiana con todas sus dimensiones y toda su intensidad.
Se necesita una comunidad fresca
Por otra parte, toda educación cristiana coincide con una profundización en la vida comunitaria de la Iglesia. Unicamente una educación integral y decidida para la vida, como vida de comunidad nueva entre los hombres, como mundo humano nuevo, como Reino de Dios en la tierra, como Iglesia, únicamente una educación así puede dar un resultado intenso y sólido también en el campo misionero. Estamos profundamente persuadidos de que directamente de la vida de comunidad cristiana, cuando ésta se vive, nacen irresistiblemente y en variadísima gama, auténticos intereses por la misión: desde la contribución económica ofrecida cordialmente, la entrega de algunos años de trabajo o la inmolación de toda la vida como misioneros seglares o sacerdotes. El problema de la formación misionera, a mi juicio, se reduce a la existencia de una vida de comunidad cristiana fresca, sincera y auténtica en la que zambullir a los jóvenes.
La técnica no basta
La adhesión sincera y decidida a la vida de la Iglesia, deja sentir como consecuencia, la necesidad de una preparación técnica adecuada a la complejidad de los problemas actuales. Conviene subrayar en todo caso que, sin la experiencia profunda de una vida de comunidad cristiana, tampoco esta preparación «competente» podrá hacer que se eviten los unilateralismos, la tendencia a la abstracción, la mezquindad o las flaquezas. Reducir la preocupación de una educación misionera a esa preparación técnica o incluso simplemente prestar a ésta una atención preponderante e insistente sería afirmar la primacía de la astucia racional («humanae sapientiae verba») en un acontecimiento que consiste en la difusión del misterio de Dios en el mundo.
Y nosotros sentimos siempre una profunda alarma ante estas posturas tan empapadas de naturalismo intelectualista, porque las vemos demasiado a menudo presentes, con más o menos gravedad, incluso allí donde menos se podría esperar.
Los factores fundamentales
Son tres los factores fundamentales de la vida de la comunidad cristiana que tratamos de subrayar, precisamente en función de la educación misionera:
a) La cultura cristiana, en su sentido original. Cristo es la clave que explica cada cosa. Esta es nuestra sabiduría, incluso si los demás pueden considerarla una insensatez o un escándalo. Cristo es el centro de todo: por eso es bueno que los jóvenes realicen habitualmente un esfuerzo de interpretación cristiana frente a cada página de los libros de texto, cada noticia del mundo y cada experiencia de la vida; que confronten el acontecer diario y contingente con la realidad experimental de Cristo, esto es, la realidad de la vida de comunidad eclesial que experimentan; porque Cristo sería sólo una palabra para mí si no me alcanzara y me retuviera en la realidad de su Cuerpo Místico. Por consiguiente: adquirir el hábito de comparar todo con Cristo, es decir, con la comunidad viviente de la Iglesia.
b) La caridad, en su verdadero valor. Cristo ha venido para hacernos felices y lo que ha hecho, como hombre, ha sido compartir nuestra infelicidad, incluso la muerte. La caridad es compartir, antes aún que dar. El dar, como tal, puede dejar una profunda distancia entre mí y los demás, y de algún modo puede favorecer una satisfacción que aisla. En cambio, el compartir es una norma de pureza sin fin, una regla de dedicación sin límites. Mediante diversas iniciativas llamamos a los jóvenes para que profundicen su sensibilidad y caridad, hasta que se convierta en mentalidad permanente la concepción de la vida como un «compartir» sin límites ni fronteras; y así eliminamos con cuidado la idea de la «caridad» como un activismo de ayuda o servicio a los demás.
c) La disponibilidad económica. El dinero, esta expresión concreta de nuestra posesión del mundo, no es «nuestro». Por eso difundimos entre los jóvenes la costumbre de, ante todo, apartar algo de dinero cada vez que lo reciban (propinas, regalos, sueldos) y entregarlo para las misiones, es decir, para las necesidades de la Iglesia en el mundo. Tratamos así de revalorizar, de que reviva y vuelva a resultar normal, el antiguo concepto del «diezmo». Es necesario que los jóvenes lleguen a sentir como algo obvio que no pueden decidir gastar el dinero en sus cosas, sin tener presente que una parte de ellos mismos, los misioneros, viven arriesgando mucho. Y así, cuando lleguen a ser autosuficientes porque tengan una profesión o un trabajo, mirarán a su sueldo no como algo de ellos, sino en función de la gran comunidad del Reino de Dios; y el presupuesto familiar contemplará naturalmente esta función.
Disponibilidad para irse
Cuando se vive verdaderamente la realidad de la Iglesia en ese pedazo de ella que está constituido por la comunidad en la que se participa, es imposible dejar de sentir la necesidad profunda de que la propia comunidad se mueva hasta las fronteras del campo de la Iglesia, que una parte de ella «se vaya», que «sea enviada» a contribuir a esa «plantario Ecclesiae» en la que se encama la difusión del Reino de Dios en el mundo. Por eso nosotros siempre recordamos a nuestros jóvenes que, así como los antiguos romanos partían para fundar «otra Roma», también las primeras comunidades cristianas partían para fundar en otro lugar la Iglesia. Así pues, esto debe ser el horizonte último de la vida de nuestra comunidad: el renunciar a parte de sí misma para alimentar establemente a otra comunidad cristiana que tenga necesidad de ello, bien por carencias internas o por su posición de «primera línea» en el combate por el Reino de Dios.
Cualquier asociación o grupo que quiera educar a los jóvenes en un auténtico espíritu cristiano tiene que crear, a nuestro parecer, una perspectiva así e intentar una realización de este tipo. Esto debería hacerlo cada diócesis y cada parroquia. Esta es, siempre a nuestro parecer, la prueba de la entereza y de la integralidad de nuestro planteamiento cristiano. Y, ante todo, es la prueba de una educación en esa disponibilidad para el Reino de Dios que el Señor nos hace expresar en su oración, el Padrenuestro.
Una dimensión que nace por sí sola
Concluyamos. Hacer vivir a los jóvenes una genuina comunidad cristiana: éste es el fundamento de la educación. Si viven esta comunidad cristiana, sentirán ciertamente brotar dentro de sí todas las dimensiones cristianas con su fascinación, con su atractivo, y tratarán de hacer lo que puedan, de acuerdo con lo que les permitan su libertad y la gracia de Dios.
La dimensión misionera constituirá automáticamente la culminación de este desarrollo «desde dentro», y se realizará en el corazón y en la acción de los jóvenes, con una convicción, un coraje y una sagacidad impresionantes; y con estabilidad.
Después de 4 o 5 años de experiencia podemos decir que, a partir de una educación de los jóvenes basada en una vida de comunidad cristiana, el espíritu misionero nace, y nace por sí solo, con fuerza y con genio. Y ésta es la seguridad mayor, el signo más evidente de su carácter genuino: el que nazca precisamente como consecuencia obvia de una vida, como consecuencia de la vida como tal. Porque la vida no se puede desarrollar jamás en un solo sector, autónomamente, sin producir una monstruosidad o un artificio, aunque para percibir esa monstruosidad o ese artificio haga falta tener la atención de un psicólogo avispado o de un sabio amante de Dios y de la Iglesia.
Intervención realizada en la Segunda Semana de Estudios Misioneros, Milán, 4-8 de Septiembre, 1961. Este texto fue publicado en la revista de la Universidad Católica de Milán, Vita e Pensiero, dedicada a «El laicado católico en los países de misión» (1962).
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