El gran desorden comenzó la noche del 17 de Enero. En los días siguientes nadie pensaba ni hablaba de otra cosa: empieza una guerra, peor que las anteriores; sus consecuencias son imprevisibles...
En la universidad las reacciones no se hacen esperar. Unos justifican «el conflicto» con las consabidas razones: «hay que acabar con este desgraciado que puede arruinar la economía mundial», «si no paramos a este loco mañana le tenemos en casa», «ha prostituido el derecho internacional»...
La izquierda proclama un pacifismo ingenuo: no a la guerra provocada por Bush, no a la mili, no a la OTAN, no a la destrucción de la naturaleza, de la mujer y de los planes de estudios... En definitiva, utilizan el Golfo para una guerra particular: demostrar que su ideología merece la pena; que, a pesar de los pesares, siguen existiendo.
A nosotros nos ha sorprendido un dato: en lo que hacíamos no nos movía una repulsión sentimental por lo que pasaba en el Medio Oriente; tampoco nos movía el intento reactivo de restablecer una justicia angelical y etérea, un orden universal ajeno, en última instancia, al dolor de cada hombre concreto.
Para nosotros la guerra es un hecho injusto. La muerte de mujeres, niños, ancianos y hombres no se justifica con las razones que los poderosos han utilizado para provocar la guerra. Nos sentimos profundamente unidos con los que están siendo más afectados por esta guerra.
Estas palabras, repetidas multitud de veces estos días, no buscan sacudir los cimientos de nuestra sensibilidad y llenarnos la cabeza de una rabia impotente. Ambas cosas se pierden en cuanto se acaba de leer el texto o de escuchar este «bonito» discurso y uno se entristece más.
Si podemos pedir que se haga justicia con cada hombre, si nos condolemos por el sufrimiento de tantas personas, si reclamamos una paz real que invada la vida y no sea un valor que pueda justificar la guerra, es porque hemos encontrado a Uno en el que se puede abrazar el dolor y la contradicción de la muerte. Ha habido Uno que nos ha amado con gratuidad, nos ha perdonado hasta el fondo, nos ha cambiado y nos ha descubierto que todo está hecho para existir eterna y verdaderamente y que «la justicia es inmortal» (Sab. 1). Ha sido Él quien nos ha juntado y nos ha descubierto que estas palabras no son una mentira humillante.
Nuestras palabras no nacen de una ideología política o religiosa. Nacen de haber encontrado el lugar en el que todo el mundo desearía vivir y en el que la promesa de la vida se cumple.
Estos días nuestro trabajo en la universidad, los carteles, las asambleas, los debates que sostenemos para entender más lo que está aconteciendo, nos enseñan que el juicio más verdadero que se puede dar al mundo con su violencia y su dolor, es el dilatarse de esta posibilidad real de paz, el comunicarse de esta compañía, de este lugar; todo el esfuerzo que hacemos es para que el impacto de Cristo crezca en nosotros y, a través nuestro, llegue a todos y así se transfigure el mundo.
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