A mediados del siglo IX gran parte de España está bajo la dominación árabe. Muchos cristianos se habían adaptado a esconder su fe y relativizar la figura de Cristo. Pero algunos no lo soportan y nace un verdadero movimiento. Un movimiento de mártires.
Desde el 711, año de la derrota del reino visigodo de Toledo, los árabes toman posesión de la región centro-meridional española; la dominación durará hasta el 1085. Al igual que los romanos en épocas precedentes, los árabes, en un principio, no parecen querer abusar de sus conquistas; buscan integrar las diversas etnias en su sistema político-administrativo. Tienen cierta estima por las comunidades cristianas presentes en aquellos lugares. Efectivamente, el Corán recita: «ningún temor y ninguna tristeza tendréis ante los cristianos aquellos que creen en Dios y en el día del juicio y que realizan obras piadosas» (Corán, sura 5, verso 73). Son una civilización rica y moderna, tolerante, con un tenor de vida enormemente superior al de las sociedades que han conquistado; el nuevo bienestar introducido por ellos, comparado a la «barbarie» visigoda, es un factor eficaz del mantenimiento del status quo.
140 años después, cuando tienen lugar los hechos a los que se refiere nuestro relato, encontramos cristianos totalmente insertos en la vida pública de Córdoba, la capital; incluso algunos forman parte del gobierno; también la jerarquía eclesiástica es respetada y el obispo a menudo es consultado por el califa, bajo cuya tutela se desarrollan varios concilios, continuando así la tradición de los emperadores romanos y los reyes visigodos. Pero la fe se debilita a causa de los lujos materiales de la civilización andaluza; sobre todo los jóvenes adoptan costumbres árabes costosas y refinadas y se preocupan principalmente de enriquecerse; se comienza a dudar de la divinidad de Cristo y a equipararlo a Mahoma; un poco como hoy; un poco como siempre.
Pero precisamente a partir del 850, mientras la mentalidad secularizada parece obtener los mayores frutos con numerosas «conversiones» del cristianismo a la religión islámica, ocurre algo que enciende poderosamente los ánimos al reconocimiento de Cristo como única salvación y significado del vivir. Aquel año, bajo el califato de Abd-el-Rahman II tienen lugar provocaciones a los cristianos por parte de los árabes. Aparentemente son injustificadas: son interrogados dos cristianos respecto a su opinión sobre Mahoma y, tras ser denunciada la evidente inmoralidad, son ajusticiados.
Perfectos y Juan
Una investigación mínimamente más profunda muestra, sin embargo, que los dos cristianos no han sido elegidos al azar. El primero es el sacerdote Perfectus, conocidísimo en la capital, maestro de doctrina, seguido por muchos y gran conocedor del árabe, que incansablemente se desenvolvía ante la población islámica conquistando no pocas almas para la causa de Cristo. La segunda figura es todavía más emblemática. Se trata de Juan el mercader, uno de los hombres más conocidos de toda Córdoba. Genio de los negocios, controlaba el comercio con el Oriente. Estos elementos llevan a pensar que más que una persecución religiosa se trataba de una ocasión para eliminar a personas incómodas, una especie de aviso a los cristianos para «poner en claro quién manda». La narración del martirio de Juan el mercader parece confirmarlo. Acusado de habérsele oído blasfemar contra el profeta, responde: « ... no lo he hecho jamás, pero en vista de que me acusáis os diré más, soy cristiano y maldito quien ponga su salvación en Mahoma». Inmediatamente fue apaleado y paseado por todas las iglesias cristianas con un cartel al cuello que rezaba: «mira lo que le ocurre a quien blasfema contra el nombre de Mahoma». No contentos con la demostración, sus verdugos lo encadenan a un asno y le hacen dar vueltas a la ciudad, acabando por decapitarlo.
Precisamente su martirio es la chispa que enciende un verdadero movimiento por el que renace la fe vivida. Este movimiento se expresará en el martirio voluntario de una cincuentena de cristianos. En efecto, todos los mártires que siguen a estos dos primeros no serán ya «provocados» por los árabes. Se trata de fieles que espontáneamente se presentan al «cadí» (el juez del tribunal musulmán) confesando su fe y declarando la falsedad de la fe islámica.
Los cristianos tibios
El primero de ellos fue el monje Isaac. Es un ex-oficial administrativo que tres años antes se había retirado a un monasterio en respuesta a la tibieza con la que veía que se vivía la fe. También él es un personaje notable y, probablemente, discutido. Se presenta ante el cadí y le tacha de injusto por las dos ejecuciones que se acaban de realizar, afirmando que «la justicia es la verdad de Cristo». Es abofeteado por el mismo cadí, inmediatamente es encarcelado y pocos días después martirizado. Los cristianos, al enterarse de su muerte, salen a la calle y se dirigen hacia el foro; como grito de protesta repiten juntos la frase pronunciada por el monje Isaac. En los días posteriores se multiplican las confesiones públicas y, consiguientemente, los martirios. No son sólo los monjes, los ascetas u otras personas ya totalmente dedicadas a Dios, los que abrazan este testimonio extremo, sino también parejas de esposos, como en el caso conmovedor y emblemático de Aurelio y Sabigoto, del que hablamos aparte. La reacción del gobierno es inmediata: hace encarcelar al obispo Saulo y a todos los altos prelados de la ciudad, destruye algunos lugares de culto y prohíbe la celebración de la misa.
También la comunidad cristiana se divide: una minoría (afortunadamente) se disocia de este movimiento, al que tacha de soberbio. Hoy dirían integrista. Son los cristianos que forman parte del gobierno o que tienen otros cargos públicos. Alguno incluso llega a teorizar (fijaos) que frente a los musulmanes es ofensivo incluso hacerse el signo de la cruz y que por tanto abstenerse es el mayor y más claro gesto de caridad. Cuando, pocos años más tarde, la persecución se haga más feroz y sistemática, muchos de ellos no dudarán en abjurar de la fe en Cristo y abrazar el Islam con tal de no perder el poder que detentaban. Abd-el-Rahman intenta utilizar esta situación de división en su favor; llama al obispo Rocafredo de Sevilla (obispo de Córdoba en el decenio precedente), amigo suyo y conocido adversario de Saulo, y convoca un concilio en los primeros meses del 852 en el que se condena el culto a los mártires, se prohíben las confesiones públicas, se facilitan dispensas a quienes esconden la propia fe y se desaconseja a los cristianos la condena, incluso en privado, de Mahoma. La comunidad parece desorientada, el movimiento comienza a apagarse, pero muy pronto las numerosas y ardientes conversiones de jóvenes musulmanes a la verdadera religión reencienden la esperanza y con ella la decisión por el testimonio. En consecuencia se reemprende, y más ferozmente, la persecución.
Alvaro y Eulogio
En este momento dos figuras de primera línea comienzan a ser la cabeza del movimiento de mártires: Pedro Alvaro y Eulogio. Compañeros de escuela, serán recordados como los grandes literatos de la época. La casi totalidad de la poesía de entonces es obra de Alvaro. Se debe a Eulogio el conocimiento en aquellos lugares de obras como la Eneida de Virgilio y las Confesiones de Agustín.
Alvaro es un laico, impetuoso y polémico, líder cultural de la época. Se lanza con todas sus fuerzas contra la apostasía de los cristianos defendiendo la divinidad de Cristo y condenando decididamente el concilio del año 852. Eulogio es de familia noble, prelado, y pronto llegará a ser, por su cultura y su inteligencia, maestro de las comunidades cristianas. Tras el alzamiento causado por la muerte del monje Isaac es encarcelado junto al obispo Saulo; allí encuentra a Flora y a María, dos vírgenes que pronto serán martirizadas, las cuales le predicen la importancia de su misión por la causa de los mártires y le prometen interceder desde el cielo por su excarcelación. Apenas cinco días después de su muerte vemos a Eulogio liberado; desde entonces se dedica a confortar a los mártires y a discernir si las razones de quienes desean el martirio son una afirmación de sí o bien una verdadera vocación. Pero la situación de dificultad, miedo y división en que queda la comunidad cristiana tras el concilio del 852 le impulsan a escribir una apología del movimiento de los mártires en la que les defiende e incita a seguir su ejemplo: el Memorial de los santos. Una obra fundamental, sin la cual hoy no podríamos contaros esta historia.
Eulogio mismo padece el martirio en el 859, como cuenta Alvaro en su Vida de Eulogio. Estaba ayudando a Leocricia, una joven hija de musulmanes convertida al cristianismo y perseguida por sus progenitores. Hábilmente consigue hacerla huir de casa y hace que la acojan en una comunidad. Los padres de Leocricia saben de su amistad con Eulogio y hacen que sean controladas su casa y la de sus parientes. Así la primera vez que Leocricia va a casa de la hermana del santo es arrestada. También Eulogio es arrestado, como responsable de su conversión. El cadí, ante el cual comparece, intenta salvarlo. Su personalidad es demasiado famosa y le piden «simplemente» que se retracte de sus afirmaciones. Eulogio se niega y es martirizado. Leocricia morirá pocos días después. Es el 11 de Marzo del 859. Tras su muerte cunde el pánico entre los cristianos, que se sienten privados de guía y, si bien otros mueren por la fe en los años siguientes, el movimiento de los mártires cesa, pero no como movimiento de testimonio. Son los más los que siguen a Alvaro, que afirmaba que la única alternativa al martirio era partir a evangelizar otros lugares nuevos donde la situación fuese menos dramática. Se trasladan al Norte, hacia el reino carolingio, fundando monasterios y comunidades cristianas que resistirán hasta el 1085.
De estos monasterios nos llega la memoria del testimonio de 50 personas que han experimentado en la propia carne lo que dice san Pablo: «para mí vivir es Cristo y morir una ganancia».
El martirio de Aurelio y Sabigoto
Historia de un matrimonio, martirizados juntos, del Memorial de Eulogio.
Aurelio y Sabigoto son musulmanes de origen, pero se convierten antes de su matrimonio. Desde su boda viven cristianamente en secreto. Aurelio asiste al martirio de Juan el mercader. Queda profundamente turbado y, al volver a casa, se dirige a su mujer: «tú siempre me decías que debíamos desear ardientemente la santidad; yo, quizás por ser poco consciente de la acción de la Gracia Divina o porque en el designio de Dios todavía no había llegado el momento de mi santificación, posponía y no seguía con obras la voluntad de Dios. Ahora han llegado los días de la salvación, preocupémonos de la generación de bienes espirituales para hacernos dignos del premio del martirio.» Y Sabigoto responde: «Estos son los signos de nuestra vocación, esto es lo que deseaba ... lo que has dicho no deriva del hombre, sino que te ha sido sugerido por el Padre Celeste que te ha elegido para la milicia eterna y que quiere que yo me dé prisa en responder a su llamada.».
Juntos van a ver a Eulogio, quien les aconseja que confíen sus hijos a la comunidad que puede hacerlos crecer, que se deshagan de sus bienes y se dediquen a obras de caridad con los hermanos que ya están en la cárcel esperando a comparecer ante el cadí.
Tras algún tiempo Aurelio vuelve a buscar al Santo porque desea un signo que indique la inminencia de su martirio, encuentra también a Pedro Alvaro, quien le dice: «revístete de humildad, ya que lo que cuenta no es el martirio sino estar prontos y grande es la gloria que nos procuran las acciones que un día nos harán merecer». Pero el día llega pronto. Tras ser interrogados y azotados durante un día entero por parte del cadí y de sus esbirros, son encadenados a la espera de la ejecución. Pero, apenas se cierran los cepos, las cadenas se rompen. A pesar de que toda la guardia huye aterrada Aurelio, Sabigoto y otros compañeros suyos no se aprovechan. El cadí quiere volver a verlos y busca seducirlos presentándolos un futuro de grandes placeres y honores si aceptan abjurar de la fe.
Pero ellos, casi al unísono, responden: «¡Oh, juez! Ninguna sobreabundancia en el tiempo puede ser comparada a las recompensas eternas; para nosotros no cuentan las cosas que pasan y no duran mucho. Mientras que las cosas que Cristo ha prometido a quien le ama, si bien son inefables, duran para siempre.»
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