«La misión de Cristo Redentor (Redemptoris missio), confiada a la Iglesia, está todavía muy lejos de su cumplimiento». Este es el comienzo de la reciente encíclica promulgada por Juan Pablo II. En él se pueden ver sintetizados el espíritu y el sentido de responsabilidad que animan todo el documento y toda la acción pastoral del Papa. El punto de partida es la misión misma de Cristo. En efecto, Él es el «enviado» del Padre: «Aquel que me ha enviado está conmigo y no me ha dejado solo, porque yo hago siempre las cosas que le agradan» (Jn 8,29).
La salvación del hombre, es decir, la posibilidad de una vida finalmente llena de significado y de alegría en modo tal que dé gloria a Dios, es el objetivo final de la misión de Cristo. Una misión que, en la historia, está «confiada» a la Iglesia. En ella permanece la pretensión y el fin último de la acción de Cristo, que, a través de su Espíritu, la sostiene y acompaña.
Por tanto, todo cristiano tiene esta tarea: anunciar la buena noticia de Dios hecho hombre.
Esta consigna «está todavía muy lejos de su cumplimiento». No sólo porque en Occidente, que durante siglos había acogido el anuncio cristiano, avanza la secularización, sino porque todavía son muchos los hombres que no han recibido adecuadamente el anuncio mismo. Esta específica misión ad gentes, a la gente que no conoce a Cristo, es el contenido fundamental de la Encíclica de Juan Pablo II.
Después de una breve introducción se divide en ocho capítulos.
Se puede captar su estructura recorriendo sólo los títulos (y enviando a una lectura integral del texto, disponible en librerías). Los tres primeros capítulos describen el planteamiento trinitario típico de los textos de Juan Pablo II, según el orden que caracteriza a las grandes encíclicas trinitarias: Redemptor Hominis, Dives in Misericordia, Dominum et Vivificantem. En la presente encíclica: «Jesucristo único Salvador» (cap.l), «El Reino de Dios» (cap.JI), «El Espíritu Santo, protagonista de la misión» (cap.III).
Después se entra a detallar la urgencia misionera actual, analizando «los inmensos horizontes de la misión» (cap.IV), «los caminos de la misión» (cap. V), «los responsables y los agentes de la pastoral misionera» (cap. VI) y «la cooperación a la actividad misionera» (cap. VI). El último capítulo está dedicado a la «espiritualidad misionera».
A la luz de la Redemptoris missio presentamos las distintas aportaciones; la primera es un diálogo con don Filippo Santoro, responsable de Cl en Brasil; la segunda es una relato de Joseph Vendrisse, vaticanista de Le Fígaro y al mismo tiempo misionero. «¿Puedo empezar por un relato?» Claro que si. «Nada más llegar a la comunidad de Comunión y Liberación de Mérida, en los Andes venezolanos, supe por amigos que había un pequeño grupo del movimiento en Cabimas, cerca de la zona petrolífera de Maracaibo. Hasta entonces no lo sabía. Este grupo había nacido, quien sabe cómo, de un encuentro con la comunidad de Mérida. Decidí ir a verles. No importa si son dos o tres, lo que cuenta es que reconozcan entre ellos la presencia de Cristo. Nadie había programado difundir CL cerca de Maracaibo, como tampoco se había decidido en Mérida: sucede por gracia. Decía que no importa si un grupo es mínimo. Y de hecho eran tres. Siempre recordaría la alegría de estos tres chicos. Decían: «¿Cómo, cómo?, ¿El responsable de CL de América Latina viene a vernos? Pero si nosotros no somos nadie». Y sin embargo, prevaleció ante todo la alegría. Que bueno es el Señor que viene entre nosotros y nos hace ser un trocito de vida nueva en Venezuela. Estuvimos juntos como suelen estar los amigos, sin ningún miedo, porque éramos pocos, pobres y sin cualidades frente al gran mundo. Ante todo prevalecía la alegría del hecho de que Jesu cristo estaba y está entre nosotros, y nos daba pruebas de su amor gratuito a ellos y a mi. Uno de ellos me dijo: «Ven a mi casa». Estaba en una favela, el suelo era de tierra. La madre me dio la única habitación decente, arreglándome la cama. El calor era insoportable, pero había un ventilador para permitirme respirar. Me sirvieron el café por la mañana; para ducharme, el tubo de la cañería. Allí partían de lo que había, que es todo: el Reino magnífico que ofrecer porque ya es don del amor de Dios. Lo que falta no cuenta tanto. Una experiencia de alegría y de paz así es lo que da ímpetu misionero. Aunque fuésemos dos o tres, allí está todo el misterio de la Iglesia. Creo encontrar todo esto en la encíclica del Papa sobre la misión: esta certeza del Reino (una palabra que se usa mucho más en América Latina que en Italia) no es una proyección en el futuro, sino que coincide con Cristo entre nosotros. La misión, el partir para tierras lejanas es como la explosión alegre de esta consciencia».
Continua: «Hay un punto que me ha hecho vibrar en la Redemptoris missio: la acción misionera, dice el Papa, está acompañada por la alegría del anuncio. Sí, es ésta la experiencia cotidiana mía y de mis amigos de América Latina: la alegría».
Quien habla así es D. Filippo Santoro. Barese, desde hace algunos años en Brasil, es un teólogo reconocido, pero, según las enseñanzas de Santo Tomás, sabe que vale más la visión de la fe que la ciencia de la teología. Le hemos preguntado, a la luz de la Redemptoris missio, qué ha visto en las misiones de Comunión y Liberación de América Latina. D. Filippo, que enseña teología dogmática en la Universidad católica de Río de Janeiro, es -como se habrá entendido- el responsable del movimiento en el «Cono Sur», es decir: desde Méjico hacia abajo.
Cuenta D. Filippo: «América Latina es una mezcla de gentes bastante distintas. Se va desde los indios de Bolivia que a veces no han ni oído el anuncio, a las mujeres mejicanas que se encomiendan totalmente a la Virgen de Guadalupe; desde los paganos post-cristianos del Amazonas, a las masas de Copacabana, donde yo vivo, que están inmersas en el sincretismo de las más disparatadas creencias y, al mismo tiempo, en una desacralización radical de cada una de ellas. Existe una difundida religiosidad popular que recoge a millones de personas en las grandes procesiones de Lima, de Buenos Aires y de cualquier lugar. Pero es como si no se pudiese contar, es una bomba desactivada respecto a la mentalidad pagana dominante y respecto al poder. Hay madres maravillosas que rigen la familia con el don silencioso de sí mismas a la Virgen: pero están abandonadas por todos. Quizá su sacrificio escondido sea el que obtiene el milagro del nacimiento imprevisto de experiencias cristianas que surgen, aparentemente de la nada, con el acento de Comunión y Liberación».
«No quiero teorizar cómo se puede ser misionero hoy» continúa D. Filippo: «Sólo puedo dar testimonio de aquello que acontece aquí y a mí. Normalmente, cuando termino mi trabajo docente -el jueves por la tarde o el viernes por la mañana- parto. Voy a cualquier lugar en que haya un respiro del camino del movimiento. Me doy cuenta de que lo que me envía es la experiencia de alegría y paz plena que me da la unidad con el centro del movimiento; esta unidad se gusta inmediatamente en Brasil en la amistad que existe entre los que somos sacerdotes del movimiento: desde Río hacia abajo hasta San Pablo y Bello Horizonte, y hacia arriba hasta Manao. Esta amistad no es el cruce de preocupaciones sobre el hacer o no hacer, sino que es una mirada recíproca sobre nuestra vocación, sobre el hecho de haber sido llamados, y llamados cada instante. Nos reclamamos a la memoria del Acontecimiento cristiano que incluso tímidamente, en la medida frágil de nuestra libertad, da forma a nuestra vida; nos edificamos recíprocamente a la luz del Hecho en que existe todo. Esto determina para mí un modo de partir hacia las distintas comunidades, no preocupado por «arreglar», sino abierto a la espera, decidido a hacer memoria común, es decir: parto para ir a encontrar a amigos». Por ejemplo, ¿qué les has dicho a los chiquillos de Maracaibo? «Ellos me dijeron: "¿Cómo podemos crecer?, hacemos tan poco... " Y yo les dije: "Trabajad juntos sobre la Escuela de Comunidad, allí está la fuente"». «Quisiera decir» explica D.Santoro «que existen prioridades dictadas por la historia del movimiento. La primera es el desarrollo de Comunión y Liberación universitario, es decir, el CLU. Hay un vínculo estable con Italia, hay una amistad no extemporánea. Y los frutos están en La Paz (Bolivia), en el encuentro de los universitarios de esta localidad, había tres estudiantes de Santa Cruz de la Sierra. Una chica se levanta y dice: «No sé explicar cuánto estoy agradecida al Señor que me ha elegido, que nos ha elegido, nos ha dado estos amigos con los que experimentar la gracia del encuentro». He ido a Santa Cruz, esta increíble ciudad llena de iglesias barrocas, más o menos destruidas. Hay una universidad protestante: los nuestros, que son paupérrimos, ¡van a ella! Sacan carteles, manifiestos, proponen la oración de Laúdes, ¡toda la Escuela de Comunidad!».
Don Filippo precisa que no está defendiendo lo pequeño. El problema es que los frutos están en manos del Señor, el hecho decisivo y suficiente es que, de cualquier modo Él está. «La otra prioridad son las obras. Estas no son una coartada para decir que también nosotros funcionamos, sino que brotan de la gratuidad que nos hace estar juntos y nos hace apasionarnos por las necesidades del hombre. No nos pone al rededor de una mesa para decir: ¿qué obra hacemos? Pero el hecho de que nazcan y crezcan es un hecho innegable». Innegable: se nota el temple del teólogo. ¿Qué es innegable? Lo que nuestros amigos han levantado en las favelas de Belo Horizonte es impresionante, es un testimonio evidente, como dice el Papa, de que «abrirse al amor de Cristo es la verdadera liberación». Pero en Santiago de Chile tenemos una escuela. En Arequipa, en Perú, es como si renaciese una civilización cristiana. En la Amazonia nunca habíamos programado una «escuela agrícola»; damos gracias a Dios por ello. Y así por doquier; desde pequeños asilos a la presencia incipiente en las fa velas de Río. Pero hacer obras no es un problema. Sin en un lugar determinado no están, bueno... si Dios lo quiere y nosotros colaboramos con Él, se harán. Me impresionaba esta frase de la encíclica: «el misionero no se desalienta ni desiste del testimonio». Algunos compañeros míos se sorprenden de que yo haga un montón de kilómetros para encontrarme con cinco personas. ¿Un fracaso?, mi preocupación es que sea un encuentro verdadero, que se reconozca el don de Dios. Podrán multiplicarse, es el Padre quien lo sabe».
Renato Farina
Aquel 23 de marzo de 1951 era Viernes Santo y yo llegaba a las 6 de la tarde al seminario greco-melquita de Rayak en el Líbano, cuando los alumnos estaban reunidos en la capilla bizantina, para celebrar los «Funerales de Cristo», uno de los oficios más hermosos de la liturgia de esta Iglesia y de la Iglesia ortodoxa. Hacía ocho días que había dejado Marsella a bordo de un viejo petrolero, el Rhéa, desembarcando en Saida, en la costa libanesa. Inmerso en el silencio del mar preparaba mi curso y releía algunos textos de Paul Claudel, poeta «misionero» que jugó un importante papel entre los jóvenes católicos franceses de mi generación. «Mi deseo es ser el unificador de la Tierra de Dios, como Cristóbal Colón cuando izó las velas, y alcanzar el horizonte eterno». Había sido ordenado sacerdote el año anterior en Lille por la Sociedad de Misioneros de Africa , los Padres Blancos. Soñar con partir para la misión significaba entonces, pensar en un gran esfuerzo de expansión de la Iglesia, estar obstinado en la «salvación de los infieles». San Pablo era nuestro guía: «¡Ay de mí si no evangelizo!». Por aquel entonces para una familia, tener un hijo misionero, era un honor.
Había realizado mis estudios de teología en Túnez en la época en la que la misiología (la ciencia de las misiones), incluso en un Instituto misionero, no estaba totalmente integrada en la teología. Tengo un recuerdo que como el primer encuentro con Cristo para los Apóstoles, especialmente para Juan, tiene una fecha («Era casi la hora décima» Jn 1,39). Para mí fue el 1 de Noviembre de 1949, era martes y eran las siete de la tarde en el «escolástico» (Seminario) de Cartago. Mi amigo Jean Courbon, que poco después se convertiría y todavía lo es hoy en Beirut en uno de los mejores especialistas de ecumenismo y de «Iglesia de los Arabes», había sido invitado a «hacer» la lectura espiritual. Escogió el capítulo V del Apocalipsis, aquel sobre el Cordero de Dios que ofrece al mundo el libro sellado de la vida y la muerte. « Yo lloraba mucho» dice S.Juan «porque no había nadie digno de abrir el libro y de leerlo». Pero Cristo lo abrió «para los hombres de toda tribu, lengua, pueblo y nación». La «misión» se me planteó de improviso en su sentido más profundo: revelar el Libro, no un libro muerto sino la Palabra misma, el Cristo de la Gloria, el «Pantocrátor». Amo de todo 'Soberano Señor, de quien más tarde encontraría iconos o frescos en las iglesias bizantinas del Líbano o de Grecia. La «misión» era esto: como la aurora no tiene más vivacidad que su transparencia, así la Iglesia no tiene más luz que la del Resucitado. No sé por qué, al leer la encíclica «Redemptoris missio», me vino este recuerdo nuevamente a mi memoria. En todo caso, la visión del Resucitado ilumina todo el texto. La misión de la Iglesia en este mundo continúa la de su Señor.
Rayak, situada en al luminosa llanura de Békaa, hoy, ¡qué pena!, bajo la dominación sirio-palestina, era lo contrario en el sentido clásico de aquella misión en la que los Padres Blancos eran entonces protagonistas y que me había guiado a Africa. Con razón pensaban en los «catecúmenos» para conducir a la conversión y al bautismo, a la Iglesia que necesitaba «establecerse» abriendo sus brazos cada vez más lejos, sobre todo geográficamente hablando. Nosotros sin embargo, nos encontramos en el seminario melquita, al servicio de una Iglesia dos veces milenaria, «La Iglesia de la aurora» nacida en Jerusalén y en Antioquía. Tenía su propio rito, sus costumbres y derechos y obispos propios. Estábamos en el Líbano para «aprender» esta Iglesia-madre, descubrir Oriente, comprender el peso de la historia y de las difíciles relaciones con el Islam. Más tarde, de 1958 a 1963, pude profundizar en esto siguiendo cursos universitarios. Pero desde el principio empecé a comprender que era necesario... entender si se quería ser misionero en cualquier contexto (ambiente).
Las circunstancias me llevaron a París en 1964 donde permanecí 6 años, pero me trasladaba a Beirut en primavera y verano donde daba cursos y donde estaba encargado, como «cooperador», de seguir a los jóvenes que cumplían el servicio nacional enseñando en el extranjero. Me sorprendió constatar en París cómo se había debilitado en esencia e ímpetu en 15 años la idea misionera, («Id. Haced discípulos de todas las nacionalidades»). Formé parte, entonces, del Centro nacional de vocaciones, organismo episcopal francés, donde logré crear una sección misionera. En Julio de 1965 hablé de este tema durante un congreso en Lion. Dije: «La forma de ver la misión, por las viejas cristiandades occidentales provoca hoy una auténtica inflación del vocabulario misionero y conduce a su devaluación». El padre Congar asistía al congreso. Tuvo la amabilidad de retomar mi valoración ante los participantes y expresó sus temores para el futuro.
Cuando leía la «Redemptoris missio» volvía a pensar esto y grande fue mi alegría al ver lo en serio que Juan Pablo II se tomaba este problema. Sí, porque desde 1965, en veinte años, menudo retraso se había acumulado de congreso en congreso, de homilía en homilía. Por bien que fuese se minimizaba la «misión exterior» y a los «pobres» misioneros que volvían a casa se les consideraba como «últimos de Filipinas». Creo que la presente encíclica es un grito lanzado en nombre de la fe (¿qué sería de la fe si ya no se donase? ¿qué sería de una Iglesia acurrucada bajo su propia tienda?), un grito lanzado en nombre de la libertad; ésta es la batalla que nuestro Papa (al que quiero) ha emprendido desde hace 13 años provocando el hundimiento del totalitarismo y de los muros de la indiferencia que nos habíamos construido para ponernos a cubierto, tras los bastiones de nuestros «valores», incapaces de discernir lo que en ellos conducía a la muerte.
En Beirut, primero por un año y luego a tiempo completo desde 1971 a 1974, me volví a encontrar en este problema bajo una perspectiva diferente. Había que ayudar a los laicos a comprender cuál era su tarea en una sociedad multiconfesional, iniciar el diálogo y cuando se trataba de jóvenes extranjeros (los «coopérants») ayudarles a descubrir la «estructura psicológica» de los hombres, mujeres y jóvenes a los que venían a servir. La encíclica nos hace ver la importancia de este aspecto de las cosas que yo ahora entiendo mejor que cuando me hice informador religioso y periodista profesional. Ya casi no escuchamos a los misioneros que regresan, después de pasar muchos años en Asia, África, etc. Ya no escuchamos a los sacerdotes de estos países que viven entre nosotros, a sus compatriotas cristianos o no cristianos que piden el derecho de ciudadanía. Haciéndolo, habríamos podido evitar las toneladas de estupideces que han invadido, desde el 17 de Enero estallido de las hostilidades en el Golfo las pantallas de la televisión. La historia conservará de este tremendo suceso, para rendirle homenaje, el papel jugado por Juan Pablo II. Desde el principio comprendió que se abriría una fosa irreparable entre dos mundos, imposibilitando, como ya se ve, totalmente la comunicación. Ha comprendido que el problema no era discutir, con largos artículos con teólogos auxiliares, si «la» guerra no suscitaría en el futuro muros de incomprensión y la práctica imposibilidad de anunciar. La misión del Redentor, muerto para derrumbar los muros del odio y de la separación, misión continuada por su Santa Iglesia donde está presente, es ahora de establecer la paz entre los hombres. «Christus pax nostra» (Efesios 2,14): esta fórmula paulina dice todo lo que, en Junio de 1950, quise grabar sobre el cáliz de mi ordenación que mis padres me regalaron.
La encíclica sale en el momento más inoportuno, se decía en las redacciones el 22 de Enero cuando su publicó. Yo pienso exactamente lo contrario. Viene para abrirnos el Libro que nosotros sellamos, este río de vida «limpio como el cristal» (Apocalipsis) y que da «a aquellos que lo desean» la posibilidad de «convertirse en hijos de Dios» con una novedad de vida inconcebible que tiene sus raíces en el misterio de la encarnación: el Hijo de Dios se hace hombre para que el hombre se convierta en hijo de Dios (Atanasio, Ireneo). Por lo tanto, los cristianos no sólo tienen el derecho (y el deber) de anunciar la conversión y el bautismo, sino que los pueblos que esperan «sentados en las tinieblas» tienen el derecho de recibir, de una forma u otra, el anuncio de esta vida nueva. Hay una frase sobre la libertad religiosa que desde hace 13 años está en la línea del pensamiento del Papa Wojtyla: «Nada puede eliminar a Cristo de la Historia», (Varsovia, Pentecostés 1979).
La encíclica se convierte entonces en «apología e ilustración» de los viajes de este Papa misionero, que se ha hecho peregrino del mundo, ¡condenado al principio a no ser entendido por la propia Curia romana! Como periodista que soy he podido seguir la mayor parte de estos viajes entre las multitudes de Asia, Africa y de las lejanas Fidji. Estas multitudes presentían en Juan Pablo II un profeta, aquel que proclamaba lo que estaba en ellas mismas totalmente «sellado» y que no podían reconocer. Sublime imagen la de este Papa colgado de su cruz, bastón de peregrino durante el canto del Evangelio en todas las lenguas del mundo. Y la siguiente imagen: el mismo Pontífice (literalmente: constructor de puentes) que abraza el libro de la vida y bendice con él a la multitud para dárselo o para pedirles abrir las puertas a Cristo. Estos viajes me han dado un «corazón católico» y he vuelto a sentir la misma emoción que cuando, al llegar la Pascua, el viejo petrolero me llevaba a mi amado Líbano.
Joseph Vandrisse
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