El 29 de abril Juan Pablo II estuvo en Trento recordando el Concilio que puso sobre el tapete la Iglesia como realidad salvífica, objetiva y anclada en el papado. Proponemos una breve reconstrucción del acontecimiento sacada de la Historia de la Iglesia de Lortz.
La exigencia de un concilio universal no se había acallado desde la época de Constanza y Basilea (escritos de reforma, dietas imperiales, gravamina, apelaciones particulares, los husitas). La razón de esta exigencia estribaba en que el problema de la reforma seguía sin resolverse. En lo fundamental, las cosas habían empeorado más. Había abundantes conatos de reforma interna, mas no disponían de suficiente energía creadora y transformadora. El Concilio Lateranense de 1512 a 1517 tampoco había conseguido realizar nada trascendental, lo cual no es de extrañar teniendo en cuenta los dos papas que lo presidieron (Julio II y luego León X). Este concilio ni siquiera tuvo importancia en Italia; en Alemania no se le prestó atención, y en Francia se apeló contra él. La innovación reformadora protestante había puesto sobre el tapete, como nuevo tema de discusión, el problema de la fe. La apelación de Lutero a un concilio en el verano de 1518 y la división protestante plantearon nuevamente el problema de la unidad de la Iglesia, sólo que de una manera mucho más radical y apremiante. La literatura de la época, las dietas imperiales y el programa de todos los partidarios de la reforma urgían la celebración de un concilio, que, una vez más, aparecía como el único medio de salvación.
Por fin llegó el Concilio Tridentino, y la misma bula de convocatoria encarecía la gran utilidad salvífica de un concilio ecuménico, a la par que confesaba literalmente que la cristiandad estaba ya en gravísimo peligro inmediato.
Como ya hemos visto en los concilios reformadores de principios del siglo XV, la exigencia de celebración de un concilio apuntaba -y ahora con mayor razón aún- más allá de la simple discusión teórica sobre la causa unionis y refomadoras. Se trataba de la misma vida de la Iglesia, de su fuerza genuina, de su curación. En aquella situación, un concilio debía ser expresión de la vitalidad de la Iglesia, infundir nuevas energías al pueblo cristiano, fortalecer la debilitada conciencia eclesial y fomentar la voluntad reformadora en su más amplio sentido. Desde este punto de vista, todo el Concilio de Trento supuso, efectivamente, no sólo una declaración de voluntad, sino una nueva y viva fundamentación. El hecho mismo de su celebración, después de tantas amargas decepciones, constituyó ya un auténtico estímulo. De todas formas, el concilio sólo muy a duras penas consiguió transformar la conciencia católica general y, en cierto modo, no antes de su tercer período. Los toques oficiales de victoria, aislados, demasiado clamorosos, no pueden ya ofuscarnos a nosotros, que miramos retrospectivamente; en todo caso, menos que a los contemporáneos. Aún en 1599 pudo Pedro Canisio decir que el concilio era «el único medio que nos quedaba para evitar la destrucción total».
Desde el principio hubo graves obstáculos para la realización del plan conciliar. La confusión teológica era tan grande, que por fuerza había de originar agudas crisis (como se demostró en las fuertes polémicas que en el concilio se desataron). Por desgracia, el hecho del desconcierto teológico solamente era reconocido por unos pocos. Pero de efecto aún más paralizante fueron los temores - sobre todo de Clemente VII y Paulo III y después, de manera radical, de Paulo IV- de que se reavivase la teoría conciliarista, y el miedo de la curia, de muchos de sus cardenales y funcionarios, ante la posible limitación de sus derechos (e incluso ante la supresión de su base material de existencia). Además, en consonancia con la situación general de la Iglesia, el problema del concilio estaba fuertemente ligado y gravado por las aspiraciones políticas nacionalistas. Las diversas y complicadas tendencias del gran juego político entre el emperador, España, Francia, los protestantes (con todas las tensiones políticas internas de Alemania) y la «política pontificia» obstaculizaron de múltiples formas la celebración del concilio. En los años cuarenta se sumó a estos inconvenientes la actuación independiente del emperador. con sus «conversaciones religiosas», bien intencionadas, importantes, pero muy poco clarificadoras. La elección de la ciudad en que había de celebrarse el concilio se convirtió en una cuestión capital y sirvió frecuentemente de excusa para retrasar el concilio y, posteriormente, para interrumpirlo. Otro elemento obstaculizador fue también la desidia y resistencia de los obispos. La fuerza más potente que urgió la celebración del concilio fue Carlos V. Pero por esta misma razón, Francia, por su parte, se convirtió en el principal adversario del plan, tanto que, de hecho Francisco I fue para el Concilio la fatalidad en persona.
Sin tener en cuenta esta contraposición efectiva de intereses, tal como imperaba en aquella época - pero que era una herencia directa e ineludible de la Iglesia y la curia medievales-, no puede comprenderse el Concilio Tridentino. Este concilio -subrayémoslo una vez más- no fue, ni mucho menos, un asunto exclusivamente teológico. Pero incluso su núcleo teológico- dogmático hubo de ser clarificado frente a fuertes resistencias, que fueron todavía mayores a la hora de su realización (enormemente lenta y fatigosa tras la terminación del sínodo).
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El curso del concilio tuvo tres períodos: bajo el pontificado de Paulo III (de 1545 a 1547; en Bolonia hasta 1548); bajo el de Julio III (de 1551 a 1552) y bajo el de Pío V (de 1562 a 1563). El resultado de este período del concilio (bajo Julio III, ndr) fue un decreto sobre la eucaristía (presencia real y transubstanciación, contra las doctrinas luteranas de la consubstanciación y la ubicuidad), los cánones sobre la confesión auricular (carácter judicial y no sólo intercesor de la absolución) y sobre la extremaunción, así como un decreto de reforma sobre los derechos y deberes de los obispos.
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El objetivo principal de los esfuerzos (no sólo de las deliberaciones) del Concilio de Trento estaba trazado de antemano por la situación de la Iglesia: por sus graves problemas internos y por la innovación protestante, que según el sentir de los padres conciliares constituía una verdadera revolución. Estaba en juego la reforma y estaba en juego la doctrina. La intención del emperador era aplazar la fijación de la doctrina, con el fin de no imposibilitar desde el principio el retorno de los protestantes. El papa, por el contrario, exigía que se diera preferencia a las cuestiones de la fe. En la quinta sesión se llegó al acuerdo de seguir tratando ambos aspectos simultáneamente. La idea del emperador no dejaba de ser correcta, pero de suyo lo más importante era aclarar las cuestiones de la fe, ya que en ellas estaba la raíz de la discusión. De hecho, en la historia de la Iglesia han tenido una significación mucho mayor las decisiones que afectan a este sector, es decir, las definiciones dogmáticas. Por lo que a la doctrina se refiere, el Concilio de Trento se mantuvo enteramente dentro de la antigua tradición cristiana. Según ella, la misión de la Iglesia y del concilio en cuestiones doctrinales consiste en salvaguardar la doctrina católica de falsas interpretaciones, explicitando su sentido con nuevas formulaciones más claras e inequívocas.
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La Iglesia posee un sacerdocio sacramental y siete sacramentos, que son verdaderos medios de gracia. El centro de todos ellos es la misa, que expresamente se define como sacrificio y, más propiamente, como sacrificio expiatorio (no sólo sacrificio de alabanza y de acción de gracias, como decía Lutero). Por eso cuando los que la celebran se dirigen a Dios con confianza, fe, respeto, arrepentimiento y penitencia, la misa los lleva a la remisión de los pecados. El único sacrificio salvifico es el sacrificio de Cristo en la cruz, una vez por todas. La misa es su reactualización y su memorial; en ella, como en la cruz, Cristo es al mismo tiempo sacerdote y víctima y se sirve del sacerdote como instrumento.
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Especial importancia tuvo el famoso decreto sobre la justificación, principal resultado del primer período del concilio. La justificación es una transformación interior operada por la comunicación de la gracia santificante, no un simple encubrimiento o una mera no imputación de los pecados. Toda la fuerza salvífica reside en la gracia de Dios; no obstante, el hombre también colabora con su libre voluntad, lesionada, sí, pero no destruida por el pecado original; esta voluntad, a pesar de todo, sólo tiene utilidad salvífica en la medida en que está santificada y movida por la gracia. Hasta los méritos del hombre son dones de Dios.
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El Tridentino contribuyó decisivamente a la clarificación del concepto católico de Iglesia, y esto de una manera históricamente efectiva, pues el mismo concilio fue una manifestación concreta de tal concepto. El Concilio de Trento representó, para la Iglesia y el papado, el final victorioso de la gran lucha antieclesiástica iniciada en el siglo XIII, caracterizada siempre por sus ataques al pontificado. El Concilio de Trento, en efecto, supuso la derrota casi definitiva, al menos en el terreno de los principios, de la idea conciliarista por una parte y, por otra, la derrota de la nueva idea protestante de Iglesia, que es consecuencia de la anterior. En ambas ideas se contenían explosivas tendencias particularistas (nacionalistas, democráticas, individualistas y subjetivistas). El Concilio de Trento presentó y (en parte) definió la Iglesia como institución de salvación, institución objetiva, anclada en el papado, universal. Contra todos los temores previos de la curia, el Concilio de Trento acabó siendo el concilio más papalista de la historia antes del Concilio Vaticano I.
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En el Concilio de Trento hubo mucha confusión por pequeñeces y la concurrencia de participantes -en comparación con las tareas- fue
francamente escasa. Pero el resultado sobrepasó con mucho los mezquinos fallos humanos. El concilio llevó, de forma lenta pero progresiva, a una metanoia, a una conversión radical, como se exige en el evangelio.
(J. Lortz, Historia de la Iglesia, t. II, Madrid, Cristiandad, 1982, 203-216).
Congreso. El concilio redescubierto.
Por Antonio Girardi
No canto de cisne de la Iglesia católica, sino punto de partida.
Esto es el Concilio de Trento devuelto a la investigación interdisciplinar por la lectura realizada por el congreso internacional Los tiempos del Concilio: sociedad, religión, cultura en los inicios de la Europa moderna, promovido en la ciudad que fue su sede por el centro cultural El Mosaico y por la Provincia Autónoma.
El congreso estuvo acompañado por dos conciertos y una exposición titulada «1545-1995: Trento, el acontecimiento de la Iglesia se renueva».
Brunero Gherardini, Jean Chelini, Walter Brandmueller, Jean Robert Armogathe, Cesare Mozzareli, Georges Chantraine, John Tedeschi, Bernard Plongeron, Juan Esquerda. Leo Moulin, han propuesto un verdadero y preciso cambio de perspectiva respecto a lo que la manualística más difundida en las escuelas insiste en llamar “Contrarreforma”. En los textos de historia, en efecto, el Concilio de Trento se identifica comúnmente con una obtusa e intransigente reacción de la jerarquía católica contra la extensión de la reforma protestante en Europa.
En realidad los Padres conciliares se reunieron en Trento para clarificar las verdades de siempre sobre la fe y la Iglesia, en un momento de crisis y desmoronamiento generalizado de la sociedad.
Esta puntualización doctrinal trajo consigo un relanzamiento misionero, sobre todo obra de movimientos, órdenes religiosas y santos. En este sentido el Tridentino, en continuidad con toda la tradición de la Iglesia, fundó la reforma católica reafirmando algunas firmes certezas teológicas (los dogmas). En efecto, mientras que los resultados del protestantismo, a pesar del deseo de autenticidad religiosa del que partió, fueron el pesimista distanciamiento del hombre respecto a Dios, en línea con el pensamiento renacentista, y el rechazo de la autoridad eclesial, con la consiguiente sumisión de las iglesias reformadas al poder de los príncipes, el Concilio de Trento promovió con creatividad un cambio constructivo. En virtud del magisterio ejercido por tres Papas (Pablo III, Julio III y Pío IV) y por los Padres protagonistas de las distintas sesiones de trabajo, nacieron los seminarios, el catecismo, los tratados; los Obispos volvieron a las diócesis a ellos asignadas, se afirmó la costumbre de las visitas pastorales, comenzaron los concilios provinciales; evangelizadores como Carlos Borromeo o Francisco de Sales mostraron un ideal de santidad entre los más fecundos.
Aun fallando la empresa de reunificación entre católicos y protestantes, el Concilio prestó gran atención a las peticiones de estos últimos, invitándoles a las sesiones de trabajo, demostrando un vivo deseo de encuentro y diálogo que es todavía válido.
Pablo VI, en 1964, exhortó a los fieles de Trento a «recordar, conservar, revivir el espíritu del gran Concilio», a tenerlo encendido, dijo, «como una antorcha». «El espíritu del Concilio de Trento -añadió- es la luz religiosa no sólo para el lejano siglo dieciséis, sino también para el nuestro», porque vuelve a encender y reanima el Vaticano II, «que a él se une y de él se parte para afrontar los viejos y nuevos problemas no resueltos entonces, o surgidos en los últimos tiempos».
El arzobispo de Trento, monseñor Giovanni Maria Sartori, durante la S. Misa en la Catedral que ha clausurado el congreso internacional, ha dado las gracias al centro cultural El Mosaico, expresando «el vivo reconocimiento de la Diócesis» por «la preciosa contribución cultural» desarrollada «como preparación de un acontecimiento histórico excepcional» como es la visita del Santo Padre. Para la ocasión, a petición expresa del Arzobispo, el centro cultural El Mosaico pondrá a disposición del público una Guía del Concilio de Trento, además de las actas del congreso internacional.
El abc de la fe
por LUCIO BRUNELLI
En el postconcilio el adjetivo «tridentino» se convirtió casi en un insulto. Cuando una editorial se arriesgó a publicar el Catecismo Romano de san Pío V llegó el fin del mundo. Pareció una provocación imperdonable contra los nuevos caminos de la catequesis moderna. Entre los méritos del cardenal Joseph Ratzinger y del equipo teológico que ha redactado el nuevo Catecismo (publicado en 1992) está el de haber -por decirlo así- rehabilitado Trento. No sólo se citan 120 veces los decretos del gran Concilio dogmático, siempre que se tratan puntos fundamentales y no accesorios del Magisterio católico. Sino que la misma estructura del texto retoma la del olvidado Catecismo romano promulgado por primera vez en 1566. Una elección que ha sido explícitamente dicha y reivindicada más de una vez por los autores del nuevo Catecismo. También Juan Pablo II, en la constitución apostólica Fidei depositum. que acompaña la publicación del Catecismo, observa que el catecismo «retoma el orden antiguo, tradicional, ya seguido por el catecismo de san Pío V, articulando el contenido en cuatro partes; el Credo, la sagrada Liturgia, con los sacramentos en primer plano; el actuar cristiano, expuesto a partir de los mandamientos; y al fin la oración cristiana».
El cardinal Ratzinger dando los motivos de la elección de las cuatro partes tridentinas ha dicho: «Estos cuatro elementos pertenecen íntimamente los unos a los otros: la introducción en la fe no es transmisión de una teoría, como si la fe fuese una especie de filosofía, “un platonismo para el pueblo”: la profesión de fe está estrechamente ligada con la catequesis litúrgica, y ésta implica aprender a rezar, y saber rezar significa aprender a vivir».
Y a cuantos consideran lo tridentino idéntico a juridicismo, el prólogo del nuevo Catecismo les recuerda -como enseñanza para hoy- un fragmento del Catecismo romano: «Toda la finalidad de la doctrina y de la enseñanza debe orientarse hacia la caridad que no acabará nunca. De hecho, sea que se expongan las verdades de la fe o las razones de la esperanza, o los deberes del actuar cristiano, siempre y en todo debe primar el amor de Nuestro Señor...».
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