El nuncio apostólico en Lituania, Estonia y Letonia. Los frutos de la visita del Papa, la vida del pueblo y de los jóvenes, la Iglesia y los movimientos. «Hacen falta laicos deseosos de hacer fecundo su bautismo»
Nacido en España en 1932, con una larga carrera en el servicio diplomático de la Santa Sede (primero en Secretaría de Estado, después nuncio en diversos países y observador permanente en la ONU), monseñor Justo Mullor es nuncio en los Países Bálticos desde 1991.
En esta conversación cuenta a Tracce su experiencia pastoral en Vilnius.
En septiembre de 1993 Juan Pablo II atravesó los confines de tres de las repúblicas de la ex-Unión Soviética. ¿Qué huellas ha dejado?
El paso del Papa ha dejado algunas huellas visibles y otras invisibles. La primera huella visible es lo que yo llamaría la semilla de su palabra. La palabra de Juan Pablo II está aquí, a la vista de todos. Puede ser leída, releída, meditada, discutida. El Papa ha marcado un claro camino de libertad para los hombres a los cuales, ésta, les había sido negada en todos los campos, durante cincuenta años. Ha propuesto que, en el Báltico, tras tantos sobresaltos, no haya vencedores ni vencidos. El Papa ha hablado del Concilio Vaticano II a aquellos a los que se les había impedido participar. Esto a provocado un deseo de asimilar la doctrina y el mensaje. Las huellas invisibles se apreciarán más tarde, a medio o largo plazo. Las semillas de la palabra proclamada por el Papa florecerán poco a poco en la vida de los bautizados, de los sacerdotes, de las personas consagradas. Y así deseo que suceda, incluso en la vida de aquellos a los que Juan Pablo II ha anunciado la existencia de Dios, de un «Dios prohibido durante medio siglo».
A su llegada a Vilnius, ¿qué impresión ha tenido respecto a la condición de la Iglesia después de salir de la dura prueba de medio siglo de comunismo?
A las pocas semanas de mi llegada al Báltico, volviendo a Occidente, adopté una fórmula que algunos consideraron entonces exagerada y que hoy muchos consideran exacta. Dije que el comunismo había sido «una catástrofe antropológica». Es obvio que también los cristianos han estado implicados en esta catástrofe. En los territorios ex-soviéticos, para reconstruir la Iglesia, o al menos algunos de sus aspectos fundamentales, como el apostolado de los laicos o el sentido de la corresponsabilidad en la proclamación de la Palabra de Dios, es necesario rehacer al hombre.
¿Hay episodios, testimonios, experiencias de las que sacar impresiones, sugerencias, indicaciones útiles para la guía y el crecimiento de la Iglesia lituana y del Báltico?
Limito mi respuesta a unas pocas impresiones fuertes relacionadas con la inolvidable visita del Papa. En Lituania, mientras recorría las calles, había poca gente que le aplaudía; era mucho más numerosa la gente que lloraba. Eran lágrimas que expresaban alegría, maravilla, recuerdos y emociones contenidos durante medio siglo. Le aseguro que la emoción de las lágrimas era mucho más fuerte que la de los aplausos.
Otra emoción, por su gran significado ecuménico, fue el cambio de impresiones que tuve con un alto responsable ortodoxo al final de la Eucaristía celebrada por el Papa en Kaunas ante una inmensa multitud gozosa. Estábamos de acuerdo en que «no es el pueblo de Dios el que se ha dividido: son los hombres del poder eclesiástico, clérigos y laicos, los que lo han dividido; y que serán los santos, clérigos y laicos, los que lo reunirán en torno a la Eucaristía, a María y a Pedro».
Un tercer momento ha sido ver al Papa rezar largamente, tras haber recitado el rosario, ante Nuestra Señora de la Misericordia en el Santuario de Puerta de la Aurora. El Papa estaba emocionado, y muchos de nosotros también. El recuerdo volvía a aquel primer momento de su pontificado cuando, antes de dar su bendición urbi et orbe, se acercó al interior del Vaticano para rezar largamente en la Capilla Lituana ante la reproducción de aquella misma Virgen.
Por último, el gesto que tuvo el Papa a su retorno de la Colina de las Cruces: decidió enviarme su cruz; quiso que, junto a las numerosísimas cruces de los lituanos, estuviese también la «cruz del Papa».
¿Qué significa vivir la misión en aquellos países?
Encontrarse en una frontera. Una frontera entre el martirio y la libre proclamación de la fe. Una frontera entre la antigua opresión y la libertad reencontrada. Una frontera entre el hombre viejo y envejecido, producto del marxismo, y el hombre nuevo anunciado por el Evangelio... ¡pero expuesto a nuevos materialismos!
¿Qué diferencias significativas y qué semejanzas encuentra en la vida de la Iglesia y más en general en la vida de la sociedad de los tres países bálticos: Lituania, Estonia y Letonia?
La semejanza está constituida por la antedicha «catástrofe antropológica», cuyo resultado es el llamado «homo sovieticus», hasta hoy ampliamente presente en la sociedad y. en consecuencia, también en la Iglesia. El «homo sovieticus» es un hombre que ha perdido el sabor de la libertad y de un relativo espíritu creativo, que sospecha metódicamente del otro -el otro era siempre un posible delator - y que espera que otros asuman la responsabilidad. Una parte importante en la vida pastoral de las iglesias bálticas consiste en hacer del «homo sovieticus» un «homo humanus», y de éste un «homo cristianus», abierto no sólo a la fe teórica en el Evangelio, sino incluso a la búsqueda de la perfección cristiana. Las diferencias se resumen en el hecho de que, mientras la Iglesia católica en Lituania es mayoritaria y se identifica ampliamente con la sociedad, en Letonia y Estonia la Iglesia católica es minoritaria. Esto repercute mucho en la óptica pastoral: en Lituania se hace una pastoral de redescubrimiento y potenciamiento de los valores católicos; en los otros dos Países Bálticos la pastoral tiene muy en cuenta la situación ecuménica, que es de verdadera catequética y de formación de los creyentes.
¿Cuál es la situación del pueblo?
El paso de una economía planificada a una economía de mercado conlleva muchos sacrificios para el pueblo. Falta esa clase media que caracteriza a los grandes países políticamente democráticos y económicamente liberales. Frente a los poquísimos ricos -herederos de la compleja red de intereses personales y de grupo creada por el sistema soviético- existe una gran masa de pobres. La Iglesia tiene por delante el inmenso y exaltante desafío de proclamar su doctrina social.
¿Y el mundo de los jóvenes?
Aunque es heredero natural de un pasado muy duro, la juventud es también heredera de la gran esperanza surgida con la vuelta a la libertad. A la juventud del Báltico se le abren ante los ojos muchos caminos: las propuestas de la Iglesia y las propuestas de los diversos materialismos y de las sectas. Yo pido todos los días al Espíritu Santo que los hombres de iglesia -no sólo los obispos y los sacerdotes, sino también los laicos deseosos de hacer fecundo su bautismo- sepan desarrollar el «don de lenguas» para anunciar no sólo la fe y la moral que de ella se deduce, sino también la alegría de la fe y de la vida moral. Los jóvenes tienen el derecho a buscar la felicidad. Nosotros tenemos la obligación de abrirles el camino de la auténtica felicidad. Es lo que intenta hacer Juan Pablo II desde Roma hasta Buenos Aires, desde Denver hasta Manila.
¿Qué importancia tienen y qué tareas atribuiría a los movimientos eclesiales en la obra de presencia solicitada por el Santo Padre?
Creo que las nuevas familias espirituales tienen un gran futuro en las iglesias bálticas. Habría que preguntarse si el Espíritu Santo no ha suscitado en la Iglesia estas nuevas formas de vivir la perfección evangélica precisamente con la perspectiva de evangelizar un mundo moderno que se quiere a sí mismo secularizado y que está continuamente atravesado por corrientes de pensamiento contradictorias. En orden cronológico, a Lituania ya han llegado el Movimiento de los Focolarinos, el Camino Neocatecumenal, la Prelatura del Opus Dei y Comunión y Liberación. Los dos primeros estaban presentes a mi llegada y trabajan con entusiasmo, recogiendo buenos frutos. Estoy contento de que los dos últimos hayan llegado durante mi misión. A un obispo, y un nuncio apostólico es ante todo obispo, le agrada siempre ver despuntar nuevas espigas en el campo de la Iglesia. Se beneficiará toda la Iglesia, y sobre todo los jóvenes.
¿Cuáles son actualmente las mayores dificultades con las que se encuentra la Iglesia?
Más que dificultades preferiría hablar de objetivos a alcanzar. En primerísimo lugar, es necesario conocer el Vaticano II. Después es necesario asimilarlo, tanto a nivel personal como a nivel de vida comunitaria. El concilio llega al Báltico purificado en parte de las interpretaciones tendenciosas que han retrasado en algunos países occidentales su verdadero concimiento. En segundo lugar, es necesario actualizar teológica y pastoralmente al clero; que ha vivido heroicamente durante muchos años, pero ha estado privado de contactos suficientes con la Iglesia universal y con otras iglesias locales. Es urgente la reforma de los seminarios: el sacerdote de hoy y de mañana debe ser, en primer lugar, un hombre profundamente espiritual y comprometido con el Evangelio; de otra manera no podrá ser guía del pueblo de Dios; más que nunca deberá evitar las tentaciones de clericalismo o de secularismo. Otra gran cuestión pastoral es la de la promoción del laicado.
¿Cúal es el estado de las relaciones con la gran tradición ortodoxa?
Lleva usted razón al hablar de «gran tradición». La ortodoxia constituye una especie de cofre que ha sabido conservar, con cuidado y con amor, grandes tradiciones apostólicas. En treinta años el diálogo entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa ha hecho grandes progresos. En mis contactos personales con exponentes ortodoxos, en el Báltico y fuera de él. he podido constatar este indudable progreso. ¿Quien podía imaginar, al final de los años cincuenta, que en 1994 el Romano Pontífice habría hecho el via crucis del Viernes Santo en el Coliseo siguiendo un texto -un bellísimo texto- escrito por el Patriarca Ecuménico de Constantinopla? Es cierto que el diálogo ecuménico encuentra algunas dificultades en el nivel que yo llamaría de «epidermis eclesial». Los periódicos hablan a veces de «incidentes», exagerando a menudo su importancia. En el nivel de lo que podría llamarse la «médula eclesial», la convergencia teológica es cada vez mayor, más sincera, más fraterna. La esperanza ecuménica es una planta que, el día menos pensado, puede sorprendernos con buenos frutos inesperados... Lo cierto es que, más que los teólogos, serán los santos de ambas iglesias los que ayuden a madurar tales frutos.
¿Cómo podemos colaborar, nosotros católicos de Occidente a la presencia de la Iglesia en los Paises Bálticos?
Intentando haceros santos. Las iglesias Bálticas tienen necesidad de puntos de referencia válidos. No basta hablar del Concilio y sus frutos en el aspecto de la organización y la participación de todos. Es necesario mostrar con la vida cotidiana que la fe constituye la salvación del mundo... y, antes aún, del individuo. Escapados de la trampa de un materialismo dialéctico, los cristianos del Báltico esperan de sus hermanos occidentales la fórmula para ser hombres libres, para no caer de nuevo en la esclavitud, esta vez del materialismo racionalista y económico. Sin este fundamento de poco servirían las ayudas morales -Intercambio de sacerdotes, acogida de candidatos al sacerdocio en seminarios occidentales, hermanamientos- o las contribuciones materiales o económicas de diverso tipo, tan continuas y generosas. ¡Dadnos algunos santos, y cambiará el rostro del mundo ex-soviético y de las iglesias locales que han resistido - como llamas obstinadas- al viento tenaz de una historia dramática... pero no carente de esperanza!
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