Apuntes de una conversación de Luigi Giussani en la Asamblea nacional de la Compañía de las Obras.
Milán 25 de marzo de 1995
Ante todo quiero expresar, también en público, nuestro agradecimiento a su Excelencia Mons. Sepe, por su inteligente, creativa y sugerente paternidad. Cada uno de nosotros -perdonad si digo «de nosotros»- sabe qué difícil es vivir la autoridad como paternidad; difícil por el egocentrismo que el pecado original nos ha dejado como herencia, difícil por el temperamento que, además de ser origen de la apertura, lo es también de cerrazones en los comportamientos, y ante todo en los juicios y las actitudes. Sabemos bien, por tanto, qué difícil es vivir la autoridad con dignidad, con precisión -porque es un servicio, el mayor servicio a la vida del hombre y a la vida de la sociedad- y con paternidad, que es la fuente de relación más personal que se pueda concebir, el punto en el que todo hombre nuevo es creado, en el que toda realidad humana, por tanto, es creada.
Muchas gracias, Excelencia; rezamos, invocamos todos a la Virgen que este milagro que Ud es continúe, y continúe asistiendo nuestros esfuerzos en un momento tan propicio, precisamente por ser desastroso. Porque en el momento del desastre (en el sentido literal, creo, de la palabra y para nada pesimista; la previsión siempre es, y para un cristiano especialmente, profundamente optimista), a pesar del desastre, en el momento mismo del desastre, se dan cita todas las energías, si una pizca de buena voluntad subsiste en nosotros; se dan cita en nosotros mismos y se dan cita entre nosotros. Nuestro convenio está motivado por la provocación, la sugerencia, la premura de una situación social tan malvada como la actual, que tiene como efecto — aunque sea producido por un intento de hacer justicia— el favorecer suicidios y muertes, y un uso de las personas, al menos formalmente, malvado.
El título que se le ha dado a mi saludo (porque tal es mi intervención: un saludo, por la amistad que tengo con Giorgio y con todos los que generosísimamente piensan, además de en sus intereses, en la vida de todos, en los gustos de todos, en las necesidades de todos; y es por amistad por lo que me han llamado), el título que se le ha dado a mi saludo -ya lo ha recordado su Excelencia Mons. Sepe- es «Educación en la libertad». No niego que apenas lo he escuchado, he advertido en él también una posible ironía: en efecto, es difícil hablar a los adultos de educación y libertad sin tener una sonrisa irónica. Porque los adultos son los que ya están formados, no están por «educar»: los jóvenes, los niños están por educar, ¡pero los adultos no! Parece, por tanto, que la palabra se usa un poco impropia y presuntuosamente referida a los adultos. Y, en segundo lugar, «libertad». Libertad, libertad: ¡es singular hablar de libertad en una época como la nuestra, en la que muchas veces la vida social se distingue sólo formalmente -¡sólo formalmente!- de las dictaduras más nefastas! Y este es un acento que se ha ido produciendo con vigor especialmente en estos últimos años, en los que el intento de una resurrección habría tenido que dar esperanza, paz y gusto al trabajo de todos.
Sin embargo, no es con ironía, sino con ánimo cierto, abierto, leal y amoroso, por la amistad que humana y cristianamente nos une, por lo que repito lo que habéis aprendido (quien lo haya aprendido) de la Escuela de Comunidad.
Educación: vale tanto para el adulto como para el niño. Observaba ayer un chico en una conversación que entre cero e infinito hay infinito, entre dos billones cuatrocientos cincuenta y tres e infinito también hay infinito, porque dos billones cuatrocientos cincuenta y tres está, respecto al infinito, a la misma distancia infinita que el cero. Lo cual es una manera significativa de abordar el tema de la pobreza y de la nulidad de lo real, si otra cosa no lo hiciese creación y, por ello, no lo hiciese vida e historia. Entre la vida y la historia discurre la gran palabra que vosotros escucháis como la más seria en vuestra vida de hombres comprometidos con ella: «trabajo».
Sea como fuere, educar significa -como decíamos hace cuarenta años, y no hemos encontrado una definición mejor que esta- ayudar al ánimo del hombre a entrar en la totalidad de la realidad.
Hay una comparación que puede facilitar lo que quiero decir: la racionalidad, la razón es, como nosotros la definimos, conciencia de la realidad según la totalidad de sus factores. Menos de la totalidad, no es racionalidad: en la medida en que coincide con un camino de búsqueda, es nobleza generosa; en la medida en que se preocupa de definir antes que de la totalidad, es presunción, pretensión, dilatación impropia de lo que se conoce, reducción, estragulamiento, premisa para obstruir la libertad. La racionalidad es la conciencia de la realidad según la totalidad de sus factores. Por eso el hombre se debe sentir y percibir, sincera y humildemente, en continúa búsqueda. Cuanto más viva sea esta búsqueda (antes ha usado su Excelencia esta bella y gran palabra, cuando ha hablado de la conciencia viva de la realidad: el hombre como conciencia viva de la realidad), cuanto más humilde sea esta búsqueda, más inteligente será también el resultado, porque el hombre implicará en su compromiso -en su obra- todo lo que encuentre de positivo y acorde. Si uno se cree que ha encontrado ya, que no tiene nada que descubrir, corre el riesgo de perder a lo largo de su camino, precisamente los encuentros que pueden ser más significativos: uno que «ya sabe» que su religión es suficiente, es verdadera, jamás encontrará a Jesucristo, aunque se le presentase en casa, llamando a la puerta, sentándose a la mesa y hablando -como con Juan y Andrés- dos o tres horas. ¡No comprenderá jamás!
Educar es ayudar a comprender los factores de la realidad en su multiplicarse fecundo hacia una totalidad que permanece siempre como el verdadero horizonte de la propia acción. No es necesario ser Leopardi y escribir el himno Alla sua donna, para comprender que la mujer que el hombre ama es el comienzo de un camino hacia un horizonte que está más allá de ella, que es más grande, signo de un ideal más grande, un ideal de bondad, de belleza, de “partnership”. Este horizonte mayor debe presidir toda actividad del hombre, de otro modo la actividad quedaría coartada; coartada en su gestión de lo real y, por tanto, en lo que puede ofrecer a la sociedad como utilidad para todos (se podrían referir, como ejemplo contrario los casos de grandes empresarios, de los que los periódicos han hablado en estos años: pero que tampoco el pequeño empresario ría y acuse al gran empresario, cuando él mismo en su pequeña empresa obra del mismo modo, con los mismos criterios).
Totalidad, por tanto. Parece una palabra abstracta, parecen discursos abstractos, pero en cambio, quien no ha percibido el peso amoroso con el que esa palabra le llega y la concreción en la que se puede y se debe traducir, está bien lejos de esa realidad en la que cree ser maestro y por la que dice a sus hijos: «¡Miradme, mirad mis manos, mirad como trabajo!». Y los hijos miran como trabaja y quizás por haber encontrado cierta compañía que les ha despertado en una educación adecuada, dicen, o si no son capaces de decirlo, piensan: «¡Claro, papá! No puedes hacerlo de otro modo, porque te han educado así, te has ido educando así, ¡pero las cosas exigirían otro planteamiento, exigirían otra cosa, otra cosa!». Educar significa mantener viva esta búsqueda de «otra cosa». Insisto, porque el horizonte por el que el hombre se mueve, haga lo que haga, es el infinito: el hombre, actuando, se abre a un horizonte que está más allá de lo que su fantasía señala como meta y todo cobra hondura por la relación constitutiva del corazón del hombre, que es la relación con el infinito, el misterioso infinito o el infinito misterioso de Dostoievski.
Me permito detenerme sobre esto, más que detenerme, recordándoos que una acción, cualquier acción —san Pablo dice: «el comer y el beber» [es el ejemplo más banal que podría utilizar], «el velar [¡qué complejidad!] y el dormir [¡qué sencillez, hasta alcanzar casi la nada!]», «el vivir y el morir»— es para gloria de Cristo. El hombre es relación con el Misterio eterno de la Trinidad, que nosotros conocemos como humanidad de Cristo: es la humanidad de Cristo la relación que nos permite tener la mirada y el corazón, pero sobre todo la mente, ante todo la mente, abiertos al verdadero destino por el que nuestra madre nos ha dado a luz, por el que nuestro padre y nuestra madre nos han concebido. Relación con el infinito. Por esto decía Dante «ciascun confusamente un bene apprende/ nel qual si queti l’animo e disira;/ per che di giugner lui ciascun contende» (ndt). Por esto, todos juntos o el uno contra el otro, los hombres buscan llegar a ello, alcanzarlo.
Pero aquí se introduce la segunda palabra. No se puede educar sino dirigiéndose a la libertad, comprometiéndo en la responsabilidad y la acción a la libertad que define al individuo, al yo. Cuando uno dice «yo», la libertad está toda en este decir «yo». Pero la libertad coincide con aquello en lo que se debe educar. Ahora se piensa —lamentable y tristemente— en la libertad como ausencia de vínculos. Pero es una tentación que han tenido los hombres de todos los tiempos. Los apóstoles cuando oyeron a Jesús decir que el matrimonio era indisoluble, como siempre por boca de Pedro, dijeron: «¡Si es así, no le trae cuenta al hombre casarse!». Ausencia de vínculos: libertad querría decir entonces que la relación con la mujer está a mi merced (y viceversa). Y sin embargo, cómo os alarmáis cuando vuestros hijos, todavía niños o casi niños, pretenden recorrer el camino por su cuenta, usar el tiempo como quieren, elegir lo que quieren. San Agustín liberaba la imagen, exaltaba la imagen, daba dignidad a la imagen, diciendo que el hombre sigue siempre la delectado victrix, el atractivo vencedor, el atractivo más fuerte. Dicho banalmente, seguir este atractivo más fuerte normalmente significa seguir el instinto: en efecto el instinto es más fuerte, o la reacción es más fuerte, siempre favorecida por la elección que la inteligencia hace en función de la propia comodidad, de la propia opinión o de un interés predeterminado. Seguir lo que más me apetece: libertad es hacer lo que me parece (juicio: «me parece» implica un juicio) y me apetece. ¡No! La libertad no es esto, tanto que psicológicamente, en nuestra experiencia, nos sentimos libres, libres de verdad, no cuando hacemos lo que nos apetece, sino, más agudamente, cuando estamos satisfechos, cuando algo nos satisface (es decir, satis facit): nos cumple. ¿Pero qué puede cumplir al hombre? «¿Quid animo satis?», decía san Francisco de Asís. ¿Qué es lo que puede bastar al alma? ¡La relación con el infinito!
La libertad es ese nivel de la naturaleza en el que ésta se hace capaz de relación con el infinito, dice «tú» a esta inefable, incomprensible, inimaginable presencia sin la cual nada se puede concebir, porque nada se hace por sí mismo. Decía a los chicos en clase, cuando tenía la suerte de enseñar religión en un instituto: «Decidme si hay una evidencia más imponente que esta: en este instante, lo más evidente para mí, según mi madurez, la cosa más evidente, más incluso que el que yo sea, el que yo exista, es que yo no me hago a mí mismo. El aspecto más vivo de la percepción de mi existir es que yo no me hago a mí mismo: no me doy ni un pelo de la cabeza, como decía Jesús; no podéis añadir ni un cabello a vuestra cabeza» (bueno, ¡claro! con todas las empresas “de construcción” de hoy se puede añadir algún cabello).
La libertad no es lo que justifica la acción del hombre dentro de los términos en los que pretende medir la realidad. El hombre «medida de todas las cosas»: lo que no sé medir, no existe. «No me interesa» quiere decir en efecto que para mi «no existe». La libertad no es una medida que reduce lo real y lo encierra entre cuatro muros: pequeños como los de una habitación, o grandes como los del universo, da lo mismo, porque así el universo sigue siendo una habitación, alargada si queréis, indefinidamente, pero una habitación. E igual que uno se sofoca estando en una habitación estrecha siempre enfermo en la cama días y días, así sofoca el mirar al cielo, la tierra y el mar como limitados: el espacio, por muy dilatable que sea, al menos en la imaginación, sin embargo es finito, es finito; y toda nuestra actividad frente a lo real acaba. La muerte es un símbolo, sólo un símbolo de todo esto: su verdadero valor es el de ser un símbolo, porque la muerte es un momento de la vida, entra en la definición de la vida, como decía Huizinga.
La libertad no es la actividad que el hombre desarrolla tomándose a sí mismo como medida de las cosas, como espacio en el que ser el dueño. sino que es una ventana abierta de par en par a una realidad que no acaba nunca de ser investigada, en la que la mirada penetra cada vez más, aunque durásemos mil años. Tras mil años estaremos todavía más invadidos por el sentido del pánico que nace pensando en nuestra limitación frente a la inmensidad del origen de las cosas, al carácter inconmensurable del misterio, de las cosas como misterio, del universo como misterio.
La libertad concebida como mirada cada vez más penetrante en la realidad, se convierte en objeto de reclamo, de reproche o de crítica, en el momento en que para su dinamismo, cuando limita el conocimiento de las cosas y por tanto el planteamiento de la propia obra a ciertos cánones, dictados por su reducido mundo, es decir, cuando obra sin el sentido del más allá que está detrás de todo lo que el hombre sacude.
Hace tiempo había citado la carta a Diogneto, del siglo II cristiano, en la que se dice: «los cristianos se tratan con un respeto inconcebible para los demás». Me han observado, justamente, que la palabra respeto tiene la misma raíz que aspicio (mirar) y que el “re-” está presente para indicar que se continúa teniendo la mirada vuelta “a”, como hace el que, caminando, tiene la mirada sin embargo fija en su objeto. En este sentido respeto quiere decir «mirar a una persona teniendo presente a otra». Es como mirar a un niño cuando está presente la madre: la profesora no le trata como lo hace normalmente, si tiene un poco de pudor está más atenta (ahora también esto está echado a perder). Sin el respeto de lo que se maneja, de lo que manipulo para que me sirva, de lo que aferró para que me sirva, no existe relación adecuada con nada. Pero el respeto no puede nacer de que lo que tengo delante me sirva, pues de esta forma, lo domino. No, el respeto penetra lo que yo uso, y por tanto, mi pequeña empresa está en función de algo inmenso. Si pienso en esto, el trabajo se convierte en algo noble, más ligero de ánimo, en medio de todas las tribulaciones con las que me levanto; y la oración de la mañana es el renovarse de esta conciencia.
La libertad desde este punto de vista, debe hacer que estemos atentos a todo reclamo, a toda corrección, —como siempre he subrayado a los jóvenes y espero que muchos de vosotros recordéis—; en el sentido etimológico «corregir» quiere decir «regirse juntos». Si yo te corrijo o te llamo a corregirte en lo que haces, te ayudo; en ese instante, a través de ese particular, rijo contigo tu obra. Por tanto, atención a la corrección: la libertad es pobreza (si no se tiene presente la libertad en su dimensión de relación con el infinito, se banaliza). ¿Y hay algo en lo que uno puede no ser corregido?
¿Quién no necesita ser corregido? Cuanto más uno ama la perfección dentro de la concreción de las cosas, cuanto más ama a las personas por las que hace las cosas, cuanto más ama a la sociedad por la que construye su empresa, del tipo que sea, más desea ser perfeccionado por la corrección. Nuestro poseer las cosas cobra así una pobreza, que en cada trabajo, en cada empresa, convierte al hombre en actor, artífice y protagonista.
Pero libertad quiere decir además de conciencia del propio límite, ímpetu creador. Si es relación con el infinito, toma del infinito esta inagotable voluntad de crear. No es así sólo para quien es tan viejo que ya está muerto, ¡y esto puede pasar a los veinte años! ¡Cuántos se ven así, a los veinte años, ya sin deseos, sin fantasía, sin riesgo en la vida!
Todo es corregible y todo debe ser creable. Este instinto creador es lo que califica la libertad de un modo más positivo y experimentalmente fascinante. Y una sociedad se construye por el imponerse de esa creatividad de la que la libertad del hombre es capaz; por el imponerse de esa creatividad —tal y como ha sido subrayado muchas veces en la sintética y bellísima introducción de Mons. Sepe— también al predominio del Estado. «Más sociedad, menos Estado» es nuestro eslogan desde hace años. No creo que se pueda cambiar sin traicionar el principio de solidaridad y aún antes, el principio de subsidariedad del que habla la doctrina social católica. Más sociedad: más individuos, más creación desde abajo. Y el Estado debe proteger eso, igual que un padre de familia protege la actividad de los hijos que crecen. Por otra parte es verdad que si los hijos no crean, no crecen: son pasivos, pesan, dan pena, ¡dan pena! Y, en efecto, el estatalismo es siempre una situación penosa, en el sentido de que da pena: sin creatividad, sin arte, sin poesía, sin canto (adecuados, me refiero). Dantes Alighieris en nuestra época no pueden nacer (ni siquiera menos que Dante Alighieri).
Entonces, estos son los subrayados y las explicaciones de la palabra «educación» y de la palabra «libertad» que nos hemos dicho siempre desde hace cuarenta años. ¡Y tras cuarenta años son cien mil veces más vivas, más verdaderas, confirmadas, verificadas! Quien ha tenido el coraje, la sencillez, pero también el buen gusto, de seguir, comprende que es distinto de los demás, ahora; no con soberbia, sino con compasión, sí, por los demás. Porque a una madre, un hijo que crece mal, ante todo le produce gran compasión. Llora. Llorar por los extraños es ser madre de todos. Es en esto en lo que nuestra compañía educa a nuestra libertad y a nuestro corazón.
Querría ahora indicar algunos puntos, que mis amigos me han señalado, en los que se verifican una educación realizada del adulto y una libertad del hombre reclamada con seriedad. Una educación y una libertad concebidas según su significado profundo. Educación: introducción a la totalidad de la realidad como razón (es decir, conciencia de la realidad según la totalidad de sus factores). ¡Totalidad! Dios se capta en el punto último de esta búsqueda de totalidad. Porque, como sea que se conozca un objeto, en un momento determinado se llega al denominado «punto de fuga» y la realidad se convierte en signo. Que la realidad sea signo quiere decir que cuanto más la conoces, más te remite a otra cosa, existe un punto de fuga. Y la libertad es adhesión al ser, amor al ser, sed de ser, por ello apertura sin límite: no hay temperamento, carácter, que se pueda ofender o retirar ante esta feliz propuesta original.
Como verificación de cuanto he dicho, señalemos por tanto estos puntos.
Ante todo, la estima sincera por el trabajo. Esta estima sincera por el trabajo tiene una señal inequívoca: el hecho de que mucha gente no tenga trabajo se hace insufrible (no en el sentido rabioso, sino etimológico del término: no se puede estar tranquilos). Que muchos no tengan trabajo no puede ya dejarme tranquilo. No puedo estar contento de mi trabajo, porque va bien y me da resultados, y basta. La estima sincera por el trabajo, ante todo, hace intolerable el que otros no trabajen, porque la educación en la libertad es abstracta si un hombre no tiene un trabajo que aprender. Es en la realización de mi trabajo que puedo comprender que soy libre, que me dejan ser libre, que mi libertad es respetada, y por la misma razón comprendo también cuando todo se bloquea, se reduce, se restringe, se define inadecuadamente, se predefine. Es imposible que se dé educación en la libertad sin la posibilidad de un trabajo. Explicaba a los chicos que el hombre sin trabajo, sufre un atentado grave a la conciencia de sí mismo, según un principio de santo Tomás, que dice que el hombre se conoce a sí mismo en la acción. El hombre no se conoce a sí mismo cuando se pone a pensar en sí mismo (sería necesaria en tal caso una objetividad que pocos alcanzarían a través de una educación filosófica adecuada), sino que percibe su valor, sus facultades, aquello de lo que es capaz, trabajando, in actu exercito, como dice santo Tomás de Aquino. Un hombre se conoce a sí mismo sólo en la acción, durante la acción, mientras está en acción. Por ello, sin un trabajo en la vida, uno se conoce menos a sí mismo, equivoca el sentido del vivir, tiende a perder el sentido por el que vive. ¡Debemos hacer de todo para colaborar con las fuerzas sociales y políticas que buscan encontrar un trabajo para todos! No como muchas veces cierto sindicalismo, que hace cualquier cosa por los que trabajan y se burla de los que no trabajan (no he dicho que todos los sindicatos, siempre, actúen así: he limitado un poco mi observación).
Segundo. La libertad tiene su primera expresión en la posibilidad de educar. En la vida concreta, la primera libertad no es hacia mí mismo, por así decir, sino hacia quien amo: hacia mi hijo, mi hermano, pero incluso, cristianamente hablando, hacia el más desconocido; como por ejemplo ese musulmán que antes de ayer por la noche, en Forlí, tras escuchar a uno de nosotros presentar el libro Si puó vivere cosí?, fue a hablar con él, y se adhería entusiasmado a lo que había escuchado, pero ya era hermano nuestro antes de acercarse. Ante quien se ama, ¡qué deseable es la libertad de educación, en la educación, el ayudarle a entrar en toda la realidad! Para mí es deseable casi más que para una madre: la madre lo desea para su hijo. ¡Será la exageración del amor! Pero no es exageración, es la lógica del amor.
Libertad educativa. ¡No se puede jugar políticamente, es vergonzoso jugar políticamente, con fuerzas que niegan la libertad educativa! A menos que se trabaje para cambiarlas, pero es necesario ser realistas: no debe ser sólo un sueño, debe haber motivos sólidos para esperarlo, para confiar en tu influencia, de otro modo amigo mío, pierdes el tiempo. Por eso, la libertad de educación es la cuestión principal. Si un padre y una madre engendran a un hijo y no lo educan, habría que usar las palabras que Jesús dijo de Judas: «mejor sería si no hubiese nacido» (Jesús dijo eso de Judas, porque el destino de la vida del hombre es El: el Verbo hecho carne, el Misterio hecho carne: y Judas lo traicionaba). La libertad de educación concierne a la familia no sólo cuando los niños son pequeños, sino cuando los manda a la guardería, cuando tiene que mandarlos al colegio, y todavía más al bachillerato y a la universidad. ¡Parecen capaces de guiarse por sí solos! ¡Y en cambio no! Es necesario seguirles, asistirles no de la mano como cuando son pequeños, sino más de lejos (como se enciende la televisión de lejos con el mando a distancia).
Tercero. La justicia: que exista en la vida social una justicia seria y lealmente aplicada, ante todo respetando los derechos del individuo, de la persona, que han caracterizado la historia de la jurisprudencia en la civilización. La civilización se da cuando la jurisprudencia respeta esos derechos, comienza con el respeto a esos derechos. No se puede afirmar una justicia destruyendo el tejido de la vida de un pueblo, destruyendo el bienestar de un pueblo, la esperanza de un pueblo, desalentando los corazones más vivos. No se puede hacer una persecución de los valores primarios de la persona en nombre de un sutil designio político. «Ya hemos vencido», decía un juez; ¿cómo «ya hemos vencido»? ¿Antes de juzgar? ¡Qué terrible es una sociedad donde la justicia ya no es justicia! Y para que haya más justicia es necesario, ante todo, que el juez sea humilde, consciente de su límite. Siempre repito: «Para ser verdadero en la relación con cual¬quier persona, con cualquier cosa, el punto de partida realista es que soy pecador. Entonces me acercaré con más respeto y diré con más serenidad: “sí”, “no”».
Cuarto. Una vida política sostenida por una posición ideal. Un partido no puede ser el partido de un pueblo si no tiene un ideal que congregue a ese pueblo. Un pueblo se forma mediante un acontecimiento particular acaecido en el tiempo, está unido por un ideal que persigue (más o menos conocido, más o menos intuido). De otro modo ya no es un pueblo, sino un rebaño. Es la mayor tentación de quien tiene el poder, hacer del pueblo un rebaño, ¡salvando todas las formas, pero convertirlo en un rebaño! Pasolini usaba la palabra “homologación”. «Pueblo de Italia, viejo titán perezoso, vil te dije a la cara, y tú me respondiste: bravo», decía en Giambi ed epòdi, el joven Giosuè Carducci, sit venia verbis. Una política que no esté preocupada por una posición ideal, sino por “tener éxito" a través del poder adquirido, es una política malvada. Es necesario decírselo a nuestros hijos, pero ante todo a uno mismo; es necesario gritarlo a los amigos, es necesario gritarlo en las plazas y por las calles, escribirlo en las paredes.
Una política, por tanto, que esté preocupada por una posición ideal. Esto establece una ola educativa, y provoca un aire mayor de libertad, un aire más libre, por tanto creatividad, fantasía. ¿Por qué hoy no hay grandes creadores? ¿Por qué es difícil, y cada vez más, que los haya? Porque falta el espacio para el hálito creador. Es necesario que la política esté realmente hecha por gente (¡y esto es un deber a la hora de elegir quien nos representa!) que tenga verdadero interés por el hombre. Es una premisa: después que hablen de economía, de los trenes.
del ejército, de los servicios secretos, pero antes deben mostrar interés por el hombre, deben tener interés por el hombre. Interés por el hombre: esto hace que la política sea secuaz de Dios, porque Dios es el Señor, el político por excelencia, el que tiene un poder —gracias a Dios— en última instancia irresistible.
La religiosidad, que es el punto que inspira toda nuestra posición, no es una cosa abstracta: viene de muy lejos, de cuando hemos sido creados, hechos, desde antes del instante en que nuestro padre y nuestra madre nos concibieron, pero dentro de esas entrañas. Dentro de esas entrañas había otra Presencia que, como dice el Salmo 138 (id a leerlo si tenéis la Biblia), estaba presente aún antes de que las entra-ñas de mi madre me plasmasen: viene de lejos, por tanto, pero entra hasta los últimos terminales de nuestros intereses (intereses: inter-esse, es decir, que entra en nuestro ser, que tiene que ver con nuestro ser, conmigo). Ciertamente, la premisa que me parece más importante es que uno se estime a sí mismo, tenga piedad de sí, tenga admiración por sí mismo. Al menos el hecho de que yo viva, de que yo exista, me llena de admiración y estupor. Admiración hacia quien me hace, del cual participa mi devoción por mi padre y mi madre: por mi padre y por mi madre (nunca he hablado sin recordarles, jamás, en cuarenta años).
La aportación de su Excelencia Mons. Sepe y la mía estaban formuladas como premisa a lo que ahora dirán los que se dirijan a vosotros que vivís trabajando, con vuestras manos, la madera, el hierro y otras cosas más sofisticadas (tanto que no las conozco) y construís este mundo. Nosotros estamos seguros del más allá porque amamos el más acá, por una experiencia que hacemos en el más acá, porque amamos el mundo. Ayudémonos a dar la vida por el mundo como, por otra parte, lo hizo Dios, cuando se hizo hombre.
Gracias a todos.
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