Apuntes de una conversación de Luigi Gíussani con un grupo de universitarios 4 de abril de 1998
Me surge de inmediato una pregunta. ¿Por qué nuestro movimiento insiste tanto en el “yo” y por qué sólo ahora esta insistencia?
¡Hombre! De primeras me haces reaccionar cuando me dices «sólo ahora»: ¡porque el comienzo del movimiento estaba dominado por el problema de la persona! Y la persona es un “hombre”, la persona es un individuo que dice “yo”. Durante mucho tiempo fuimos los únicos en sostener, -aún con cierta preocupación de exagerar- que el yo es la autoconciencia del cosmos, es decir, que la realidad entera está hecha para el hombre. En la concepción cristiana, Dios, al crear el mundo, tenía como finalidad la afirmación de la persona. Por eso ahora decimos que el cosmos entero alcanza su vértice, su cima más alta, en la autoconciencia; es como una pirámide en cuyo vértice se despliega la autoconciencia: dentro de la naturaleza, en todo lo creado, la conciencia de sí es el yo. Por ello, el mundo, el cosmos, tendría significado aunque hubiera un solo yo. La autoconciencia del cosmos es como el desafío de Dios: «He creado para que hubiera una creatina que tomara conciencia del hecho de que Yo soy todo, hago todo, estoy haciendo todo». De hecho, la religiosidad es el corazón del hombre, el corazón del yo, y se explícita como deseo de felicidad y como razón que determina todas las definiciones que damos a las palabras. Razón es conciencia de la realidad según la totalidad de sus factores. Y la moralidad es el nexo entre la acción, una acción del yo, una acción consciente, y todo lo creado, el orden. Son dos definiciones fundamentales para nuestra concepción del yo.
De todas maneras, durante los primeros años, la primera decena de años, antes de que el ‘68 provocara una fuerte convulsión, poniendo con afán en el punto de mira no tanto del yo cuanto su acción en la sociedad, la conquista del poder (porque la conquista de la ciencia era secundaria respecto de la conquista del poder tal como era concebido entonces); antes del ‘68, decía, el tema con el que siempre comenzaba los Ejercicios, los Retiros, era una frase de Jesús. Al principio, éramos pocas decenas, después de siete años, pasamos de cien en el primer retiro, que entonces llamábamos “Tre giorni”, que tuvo lugar en Gazzada con Monseñor Pignedoli. Después, aquello creció, pero sin que nadie se diera cuenta; en segundo lugar, sin que ninguno lo entendiera, ni cayera en la cuenta de ello; en tercer lugar, se tomó conciencia por fin de que las cosas acontecían porque no eran nuestras: no podíamos prever una riqueza semejante de recuperación del valor de lo humano, de la persona.
La frase de Jesús que entonces repetía a menudo, como un estribillo continuo, desde el ‘68 en adelante la utilizamos menos. Ahora, en cambio, la hemos vuelto a retomar ya que el resultado de la política o de la “revolución” ha dejado ver las consecuencias extremas de una falta de conciencia, de autoconciencia del yo. Si el yo es la autoconciencia del cosmos, el mayor delito que el yo comete es el de no conocerse, cuando, por el contrario, debe ser consciente de sí.
Jesús decía: «Pero ¿qué importa si ganáis el mundo entero y os perdéis a vosotros mismos?». Es más, Él dice literalmente: «¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo? O ¿qué dará el hombre a cambio de sí?». Son cosas que remiten una a la otra, porque si el yo es la conciencia del cosmos, de todo, la relación con el Creador, con el Infinito, con lo que no es mensurable, origen y destino de todo, se juega precisamente en el yo, en la toma de conciencia que el yo tiene de sí. Esto explica por qué nuestro decir, el contenido de nuestra conversación, siempre está centrado en lo humano, en el valor humano que tienen las cosas; y el valor humano no es de la “humanidad", sino del individuo, de la persona.
Así, todo lo que comencé a decir en el Liceo Berchet de Milán, ya en el primer año, dio origen a El Sentido Religioso, después al segundo volumen del Curso Básico de Cristianismo, Los orígenes de la pretensión cristiana, y, finalmente, a los textos sobre la vida de la Iglesia, sobre el valor de la Iglesia. Pero el leit motiv o el destino común de todo este desarrollo ha sido la persona: con el fin de entender a la persona y lo que tiene que hacer la persona, quién es el hombre y qué tiene que hacer el hombre para ser él mismo, para ser coherente.
Era tan denso el punto de partida que se ha desarrollado en cuarenta años y ha dejado ver las implicaciones ocultas en una riqueza que nadie captaba, que nadie era capaz de percibir ni de observar. Hasta tal punto no se nos miró ni se nos tomó en serio, que el acontecimiento de Nueva York de este año, en la ONU, cuando presentaron El Sentido Religioso al mundo cultural norteamericano, nos tomó por sorpresa, nos dejó asombrados, y no sólo a mí, sino también a muchos de nosotros.
Este tiempo en que vivimos ha arribado a una orilla árida e infecunda, estamos en un desierto humano, donde quien sufre, el sujeto de la pena es el yo: no la sociedad, sino el yo, porque en nombre de la sociedad se matan también todos los “yo” posibles e imaginables. Mientras que para nosotros la sociedad nace a partir de la existencia del yo. «Generad, creced y multiplicaos», recomendó Dios a Adán y Eva: pero la naturaleza de la tarea de Adán y Eva, de su haber sido creados como personalidades individuales, es una compañía entre ellos dos: el hombre no puede vivir, no puede conocer, alimentarse, sino en compañía de otro, en el encuentro con otro.
Estamos, decía, como sobre arena, sobre la orilla arenosa de un colapso terrible en la vida social. Y como el poder tiene como ideal y objetivo el regular la vida de todos (el gobierno italiano lo demuestra con creces), esta eliminación de la libertad tiene consecuencias dramáticas, porque no queremos acabar siendo todos esclavos o siendo manipulados según el orden de un mecanismo central.
Entonces, ¿cómo podemos resistir?, ¿cómo podemos plantear una alternativa al predominio del poder que pretende tomar una posición que determine todos los aspectos, todas las expresiones de la vida del hombre, que quiere dictar hasta las leyes morales? La “ley moral” es un valor sostenido por el gobierno; entre los valores, entre todos los que el hombre puede percibir como tales, los que el gobierno determina se imponen como los únicos justos: por tanto, resulta inmoral quien no respeta la ley del gobierno, la ley dictada por el gobierno. Esto tiene parte de verdad, pero sólo si no se identifica la naturaleza del actuar humano y, por tanto, el origen de la ley con la relación con el gobierno, con el poder político. Como se ha visto en estos años, para muchos magistrados, el origen de la moral se identifica con el Estado, es el poder del Estado. Acabo de decir que en cierta medida esto sería justo, es justo, es justificable o, ¿como decirlo?, tiene su fundamento, pero sólo si se trasciende el límite que está en el origen; si no se trasciende este límite, el yo no logra ya vivir, ser libre en el espacio que Dios le da, que el Creador le da.
De todas formas, ahora, el desarrollo del movimiento, la dinámica del movimiento ha alcanzado un punto en el que se entiende -se entiende y, además, de un modo evidente y obvio- que el único recurso para frenar la invasión del poder está en ese vértice del cosmos que es el yo, y es la libertad (sea cual sea el modo de entenderla; nosotros hablamos de ella, intentamos definirla, indicando el origen de nuestras reflexiones, que es la experiencia: «todas las palabras que el hombre utiliza, decimos nosotros, nacen de la experiencia, salen de la experiencia, porque la experiencia es el emerger de la realidad»).
El único recurso que nos queda es retomar radicalmente el sentido cristiano del yo. Digo el sentido “cristiano” no por un prejuicio, sino porque, de hecho, sólo Cristo, la actitud de Cristo, la inteligencia de Cristo, la concepción que Cristo tiene de la persona humana, del yo, sólo eso, explica la expereincia existencial del yo que tenemos. Sólo Cristo explica todos los factores que sentimos con fuerza dentro de nosotros, que emergen impetuosos en nosotros, tanto que ningún poder puede ni podrá aplastar al yo, impedir al yo que sea “yo”.
No fue algo exraño el plantemiento de la lección de La Thuile del año pasado, acerca del valor del yo, porque retomando el valor del yo se tienen en cuenta todos los factores de lo humano. A partir del yo nace una sociedad, una compañía, como decíamos antes de Adán y Eva. Y es a una compañía a quien el Creador confía las tareas para las cuales la creó: llevar a cabo un conocimiento de sí, que haga madurar un autodominio. Sin “yo” no se podrían ni siquiera utilizar estas palabras.
Así pues, la insistencia en el valor del yo fue desarrollándose desde el comienzo, conforme las circunstancias lo pedían - porque siempre fue nuestra preocupación responder a los problemas partiendo de las circunstancias en las que se vive. Y con respecto a los primeros pasos, ahora somos mucho más sagaces y astutos, porque somos más conscientes de las preguntas que la realidad nos plantea, de los pedidos que nos hace.
El subrayado del valor del yo no fue sólo motivo de profundización, de desarrollo de la religiosidad como categoría fundamental del yo. Fue también el origen fascinante de la relación con todos los niveles del conocimiento, el punto de partida para leer la experiencia humana tal como se expresa en los hombres más geniales, dotados de mayor sensibilidad, por tanto, en los poetas y en las diferentes formas de la expresividad del hombre. Así entendéis por qué yo empecé con Leopardi: había aprendido de memoria casi todas sus poesías, era el autor que mejor expresaba esta cuestión fundamental, el que me permitió aferraría mejor.
Esta mañana una amiga, que es una excelente profesora, como las que han creado el movimiento hace años, me ha señalado esta frase que Giacomo Leopardi escribió a un amigo francés en una carta de 1823: «Si la felicidad no existe, ¿qué es la vida? Nosotros aceptamos la vida porque tendemos a la felicidad». Es bellísima esta expresión de Leopardi: es como una síntesis que expresa todo nuestro pensamiento contenido en Cara Beldad o en Mis lecturas. Este pensamiento determinó después una sensibilidad mayor también hacia la música. Porque el primer año en el Berchet, además de citar a Leopardi, llevaba a clase los discos de Beethoven (la Séptima, el concierto para violín y orquesta, etc.), de Chopin... los hacía escuchar y los explicaba.
Para la felicidad. «Si la felicidad no existe, ¿qué es entonces la vida? Aceptamos la vida porque tendemos a la felicidad». Esta mañana me he quedado impresionado, porque Leopardi escribió esta carta en la época del Himno A su dama (que ya desde mi primer año del liceo era mi poesía favorita para describir cuál es la exigencia humana y el destino del hombre): por ello, esta frase completa la descripción de esa gran búsqueda que era la “duda” de Leopardi. Esta expresión es insuperable, como insuperable es el himno A su dama.
Giulio Augusto Levi, por lo menos hasta hace poco el mayor crítico leopardiano, afirma en su libro sobre Leopardi que el himno A su dama es la clave de toda su poesía. Es como un viaje, el de Leopardi. que tuvo una aproximación y que llegó cerca de la solución: cuando estaba a punto de hallarla, la realidad, el influjo de la mentalidad dominante, le “venció”. Cedió porque no tenía una compañía. «No es bueno que el hombre esté solo: démosle una ayuda semejante a él». Así Dios hizo a la mujer. La Biblia pone esta razón en el origen de nuestra situación de hombres.
De todas maneras, la frase de Jesús que cité al comienzo es dramática. Trágico es que haya dejado de escucharla en el movimiento, excepto alguna rara vez citada por otros; en los comienzos, fue precisamente nuestro punto de referencia. «¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo? O ¿qué dará el hombre a cambio de sí?». ¡Cumplid vosotros con este reto, realizad vosotros toda la dinámica, desarrollad en vosotros este dinamismo, que hemos profundizado durante años, el dinamismo que surge de la razón principal de nuestra amistad y de nuestra compañía!; el cumplimiento del corazón, de las exigencias del corazón, sin el cual el nihilismo sería la única consecuencia posible.
Reflexionábamos en estos días justamente sobre esto, pensando en lo que el Señor ha querido obrar en nuestra vida con la muerte imprevista de nuestra amiga Manuela. Es como si, a través de lo que sucede (es ya la tercera amiga que este año, de improviso, llega al cumplimiento de la existencia), se abriera de nuevo la pregunta: «Si la felicidad no existe, entonces, ¿qué es la vida?». Porque la alternativa es exactamente la nada.
En la nada, te pueden dar alguna satisfacción provisional la mujer o el dinero o el poder, según una escala de valores que ya Cristo denunciaba en su tiempo, cuando decía que no es posible tener dos amos: Dios y el dinero.
De todas maneras, yo he tardado setenta y cinco años en llegar a entender lo que entiendo ahora, a sentir como siento ahora muchas cosas; esas tres amigas vuestras, las han visto antes, llegaron a la meta antes. Pero eso no significa que mi único deseo deba ser esperar que esa meta llegue pronto: «Si de la vejez el umbral detestado evitar no imploro...», decía mi Leopardi. Pero dejadme citar también el final de La puesta de la luna, el último de los “Cantos”, una de sus poesías más bellas: «Mas la vida mortal, cuando la hermosa juventud se ha ido, no se tiñe jamás de una luz nueva ni de otra aurora. Viuda queda hasta el fin; y a la noche que las otras edades oscurece, los dioses el sepulcro como fin pusieron». Como dice San Gregorio: «Si yo no no fuera tuyo, Cristo mío, me sentiría creatura finita».
¿Qué es lo que marca nuestro camino para que se dé en nosotros todos los días ese respiro del que has hablado, el respiro de ese punto en el que el cosmos se vuelve consciente de sí? ¿Qué es lo que marca el camino que tenemos que hacer, cada uno de nosotros juntos?
Yo creo que el camino está marcado por la lealtad, la sinceridad y la sencillez con la que somos fieles y tenaces en corresponder a nuestro corazón, como reglas de vida. Esta compañía nace de la fidelidad al corazón del hombre, a nuestro corazón. De ese modo, esta compañía se llena de significado, de afecto amistoso, de ayuda para compartir las necesidades los unos de los otros, es decir, se vuelve cristianismo en acto. Por eso se trata de una obediencia, una obediencia a aquello contra lo cual no podemos tener ningún motivo real de oposición, en todo caso, un prejuicio. Para abandonar la compañía o no seguir las indicaciones de la compañía, (el camino que ya recorrió quien es más adulto en la compañía, sobre el que ya apostó, al que fue fiel por tantos años), es necesario, sin lugar a dudas, ser arrastrados por un prejuicio. Por tanto, lo fundamental es la compañía y la obediencia a la misma, porque la obediencia es la hipótesis de trabajo más razonable que surge de nuestra experiencia. También la amistad entre tú y yo y entre él y yo nace así, nació así y puede avanzar sólo así.
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