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Huellas N.03, Marzo 1998

HISTORIA DE LA IGLESIA

La Hispania de los mártires

Juan Miguel Prim

DEL PASADO AL PRESENTE
El discípulo no es más que su maestro. También a las comunidades cristianas les llegó la hora de la prueba, la hora de amar hasta el extremo. Las persecuciones de Decio, Valeriano y Diocleciano purificaron y fortalecieron la fe de la Iglesia hispana, enseñándole a no confiar en sus solas fuerzas sino en la presencia viva del resucitado. «Nunca sabe uno hasta qué punto cree en algo, mientras su verdad o su falsedad no se convierten en un asunto de vida o muerte» (C.S. Lewis).

Cristo había prevenido a los suyos: «Os entregarán a los tribunales y os azotarán en sus sinagogas; y por mí os llevarán ante gobernadores y reyes, para que deis testimonio ante ellos y ante los gentiles... Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre, pero el que persevere hasta el final se salvará» (Mt 10,17-18; 22).
No todos perseveraron y éste fue uno de los grandes problemas con los que tuvo que enfrentarse la Iglesia primitiva. Las persecuciones de Decio, Valeriano y Diocleciano provocaron en algunas provincias del imperio, junto a numerosos mártires y confesores, un número no exiguo de apóstatas. ¿Qué actitud debía tomar la Iglesia con aquellos que habían negado públicamente a Cristo y habían caído (lapsi)?
¿Podía ser perdonado su pecado? Quienes habían ejercido el ministerio sacerdotal o incluso episcopal y habían cedido ante la amenaza de la muerte, ¿podían seguir ocupando sus cargos en el seno de la comunidad cristiana una vez pasada la persecución? El papa Cornelio (251-253), imponiéndose sobre las corrientes rigoristas que se oponían a toda clemencia, resolvió que los obispos apóstatas pudieran reintegrarse a la comunión de la Iglesia mediante la penitencia, pero como simples fieles, prohibiéndoles el ejercicio de todo ministerio.

La apostasía
No sabemos si la persecución de Nerón -tras el incendio de Roma en el 64- provocó víctimas en España. Sí tenemos noticia, por el contrario, de la persecución de Decio, que provocó la apostasía de los obispos de León-Astorga y Mérida, llamados Basílides y Marcial. Decio, sostenido por la fuerte presión popular anticristiana y apoyado por los ambientes más conservadores de la clase dirigente, promulgó un edicto el año 250 que obligaba, bajo pena de muerte, a todos los ciudadanos del imperio a realizar un gesto público de culto a los dioses del imperio. Quien así lo hacía obtenía de la administración imperial un certificado (“libelo”, de ahí el nombre de “libeláticos” dado a quienes habían cedido) que lo protegía de futuras molestias o sospechas. Algunos cristianos fueron sacrificados; otros, que no querían traicionar su fe, compraron el libelo a funcionarios corruptos, salvando así sus vidas. Pero esta práctica fue también condenada por la Iglesia, considerándose una forma de apostasía, aunque de menor grado.
La deserción de los dos obispos conmovió la conciencia de las comunidades cristianas hispanas. Tengamos en cuenta que «las circunstancias que acompañaban al acto del sacrificio no podían menos de sobrecoger a todo fiel temeroso de Dios. El apóstata se presentaba en el Capitolio o en un templo gentil, acompañado de toda su familia, mujer e hijos. Llevaba la cabeza cubierta con un velo y encima una corona de laurel: se acercaba al altar teniendo en sus manos la materia para el sacrificio, en medio de un populacho inquieto y mordaz que le insultaba y que señalaba con el dedo a los sospechosos de cristianismo. La primera formalidad consistía en declarar bajo juramento que no había sido nunca cristiano o que renunciaba a serlo en adelante. Luego procedía al sacrificio en honor de los dioses» (Z. García Villada, en Historia eclesiástica de España, t.I/1, Madrid 1929, pág. 255).
Habiendo obtenido el “libelo”, los obispos fueron depuestos de sus sedes por sus propias comunidades en comunión con los obispos de las sedes vecinas. Pero Basílides apeló a Roma, engañando al papa Esteban, el cual de buena fe le restituyó en su sede.

La fidelidad
Los cristianos de estas diócesis acudieron entonces al obispo de Cartago, Cipriano, para pedirle «consuelo y asistencia». Cipriano reunió en sínodo a 36 obispos africanos y respondió con la carta 67, a la que ya hicimos referencia en el artículo anterior. En ella exhortaba a los fieles hispanos a permanecer firmes en la fe y a elegirse nuevos obispos que supieran guiar dignamente las respectivas iglesias.
Entre los mártires españoles de la persecución de Decio podría contarse también Félix de Zaragoza, al que San Cipriano llama «cultivador de la fe y defensor de la verdad». La persecución de Decio se cebó especialmente en Zaragoza, como testimonia el poeta Prudencio.
La paz que sucedió a la muerte de Decio duró tan solo tres años, pues su sucesor Valeriano, en el año 257, prohibió bajo pena de muerte las reuniones de fieles y la visita a los cementerios, y amenazó con el destierro a los obispos y sacerdotes que no rindieran culto a los dioses. Valeriano comprendió que si se quería acabar con el cristianismo se lo debía atacar como Iglesia, a nivel institucional.

Fructuoso mártir
Tarragona, quizá la ciudad más importante de la Hispania romana, había sido desde antiguo modelo de devoción a la persona del emperador y al culto oficial, pese a lo cual el cristianismo era tolerado. Los edictos de Valeriano cambiaron la situación. Fructuoso, el anciano obispo de la ciudad, fue la primera víctima. El 16 de enero del año 259, domingo, fue detenido por los soldados romanos junto con sus diáconos Augurio y Eulogio. Cinco días después fueron conducidos a presencia del gobernador de la provincia, Emiliano. Afortunadamente, ha llegado hasta nosotros el acta del proceso verbal oficial, siendo un precioso y fidedigno documento del martirio. Emiliano firmó la sentencia, condenando a Fructuoso y a sus diáconos a la hoguera. El obispo, arrodillado, confortó a sus compañeros de martirio y a los fieles presentes: «No os faltará pastor, ni dejarán de cumplirse la caridad y las promesas del Señor en este mundo y en el otro. Lo que veis no es más que el dolor de una hora».

He aquí el breve diálogo entre Emiliano y el obispo Fructuoso sostenido durante el proceso:
« “¿Conoces las órdenes del emperador?”
No, pero soy cristiano.
“Esas órdenes mandan adorar a los dioses”.
Yo adoro a un solo Dios, que ha hecho el cielo y la tierra, el mar y todas las cosas.
“¿Sabes que hay varios dioses?”
Lo ignoro.
Pues lo aprenderás. “¿Quién va a ser obedecido, temido, venerado, si se niega el culto a los dioses y la adoración a los emperadores?”
volviéndose luego hacia el diácono Augurio, le dice:
"No hagas caso de las palabras de Fructuoso”.
Contesta Augurio:
Yo adoro también al Dios omnipotente.
Pregunta el presidente:
“Y tú, Eulogio, ¿adoras quizá a Fructuoso?”
De ningún modo. Yo no adoro a Fructuoso, sino a Aquél a quien Fructuoso adora.
Volviéndose de nuevo a Fructuoso le pregunta:
“¿Eres obispo?”
Lo soy.



La niña Eulalia
Más conmovedor aún es el relato del martirio de la niña Eulalia. Ella es reflejo de un ambiente cristiano en que el martirio es visto como suprema expresión de amor a Dios, como consumación de la fe. Con tan sólo doce años, Eulalia, natural de Mérida, un día declara a su familia su intención de presentarse ante los perseguidores. Sus padres la alejan de la ciudad para evitar las consecuencias de lo que al principio consideran una simple exaltación juvenil. Pero Eulalia está decidida; de noche regresa a la ciudad, y al amanecer se presenta al tribunal, declarándose cristiana. El juez tampoco la toma en serio e intenta disuadirla de una muerte segura invitándola a realizar el gesto ritual de culto a los dioses, a lo que la niña responde haciendo pública la profesión de fe y escupiendo en la cara al ministro del culto pagano. Luego derriba el ídolo y esparce y pisotea el incienso. La vuelta atrás es ya imposible, pues el sacrilegio es evidente y público. Comienzan la torturas a las que Eulalia resiste con sorprendente fortaleza. Su cuerpo golpeado, lacerado y finalmente abrasado con antorchas es abandonado en mitad de un camino, mientras una repentina nevada lo cubre dulcemente con su velo blanco.

Justa y Rufina
En cualquier circunstancia y profesión los seguidores de Jesús se vieron forzados a decidir. Así, por ejemplo, en época de Diocleciano y Maximino se produjo una depuración en el ejército. Los soldados cristianos debían renunciar a su fe o abandonar las armas. Algunos no sólo perdieron el trabajo, sino la vida. Es el caso de los santos Emeterio y Celedonio, de Calahorra, o del centurión Marcelo, de la Legión VII Gèmina que dio origen a la ciudad de León.
También bajo Diocleciano tuvo lugar el martirio de las santas hispalenses Justa y Rufina. Las actas refieren que, estando ambas un día en su negocio, recibieron la visita de un grupo de paganos que llevaban consigo una imagen de la diosa Salambó - nombre oriental de la diosa Venus - para la que pedían una ofrenda; ellas se negaron rotundamente a ofrecer nada al ídolo, provocando con ello el furor de los paganos que destrozaron la cacharrería de la que eran propietarias. Entonces, las ancianas mujeres arremetieron contra el ídolo haciéndolo pedazos, acción por la que fueron detenidas y condenadas a torturas tan graves que provocaron su muerte.

Bautismo de sangre
Fueron muchos quienes recibieron el “bautismo de sangre” durante la persecución de Diocleciano. Limitémonos a enumerarlos, subrayando únicamente que casi todas las ciudades de nuestra península tuvieron sus mártires: Acisclo, Zoilo, Fausto, Jenaro y Marcial, en Córdoba; Félix, en Gerona; Cucufate, en Barcelona; los santos niños Justo y Pastor, en Alcalá de Henares, detenidos y asesinados cuando se dirigían a la escuela; santa Engracia y sus 18 compañeros, en Zaragoza; y san Vicente, en Valencia. Los calendarios medievales contienen también noticias de otros mártires de esta época: Leocadia, en Toledo; Vicente, Sabina y Cristeta, en
Ávila; Crispín, en Ecija; Servando y Germano, en Mérida; Ciríaco y Paula, en Cartagena o Málaga; Facundo y Primitivo, en Sahagún; Claudio, Lupercio y Victorio, en León; Verísimo, Máxima y Julia, en Lisboa; Julio, Juliano y Vicente, en un lugar desconocido, y Eulalia de Barcelona, aunque algunos estudiosos creen que se puede identificar a esta última con Eulalia de Mérida.

La memoria de los mártires
El poeta calagurritano Prudencio dedicó los seis primeros himnos de su obra Peristephanon (Libro de las Coronas) a las gestas de los mártires españoles. Al indudable valor literario de los versos de Prudencio, verdadero padre de la poesía latina cristiana, se añade el uso que hace de las actas de los mártires - muchas de ellas destruidas por una orden de Diocleciano del año 303, pues no bastaba acabar con la vida de los testigos de Cristo, sino que era preciso eliminar su memoria de la historia -, de las tradiciones orales, conservadas por el pueblo, y de los textos litúrgicos con que la Iglesia conmemoraba anualmente el dies natalis de los mártires, invocando su protección e intercesión, pues como señala el mismo Prudencio: «nada negó jamás Cristo bondadoso a sus testigos».
El siglo IV trajo la paz a la Iglesia. Tocaba ahora consolidar la comunión entre las iglesias de la península con la ayuda de una renovada disciplina eclesiástica. Es lo que hará el primer concilio de la Iglesia hispana, el concilio de Elvira.

La Carta a Diogneto, un texto cristiano anónimo de mediados del siglo II, describe así la novedad de vida introducida en el mundo antiguo por los discípulos del Crucificado.

«Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su habla, ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivas suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás. A decir verdad, esta doctrina no ha sido por ellos inventada gracias al talento y especulación de hombres curiosos, ni profesan, como otros hacen, una enseñanza humana; sino que, habitando ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor de peculiar conducta, admirable y, por confesión de todos, sorprendente. Habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria y toda patria, tierra extraña. Se casan como todos; como todos engendran hijos, pero no exponen [abandonan] los que les nacen. Comparten la mesa, pero no el lecho. Pasan el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el cielo. Obedecen a las leyes establecidas; pero con su vida sobrepasan las leyes. A todos aman y por todos son perseguidos. Se los desconoce y se los condena. Se los mata y con ello se les da la vida. Son pobres y enriquecen a muchos. Crecen de todo y abundan en todo. Son deshonrados y en las mismas deshonras son glorificados. Se los maldice y se los declara justos. Los vituperan y ellos bendicen. Se los injuria y ellos dan honra. Hacen bien y se los castiga como malhechores; castigados de muerte, se alegran como si se les diera la vida. Los judíos los combaten como a extranjeros; los griegos los persiguen y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben decir el motivo de su odio» (Carta a Diogneto, 5).

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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