Aniversario
Pío Baroja
Su camino existencial y su obra estuvieron marcados por el desencanto y eI pesimismo. Pero, ante su mirada, la realidad de la vida se desbordaba con fuerza arrolla dora en las personas queridas, las canciones de la infancia, la belleza de la tierra... «Siempre espero algo»
En una de sus novelas más significativas, El Arbol de la Ciencia, Baroja hace decir al protagonista, el joven Andrés Hurtado: «Uno tiene la angustia, la desesperación de no saber qué hacer con la vida, de no tener un plan, de encontrarse perdido, sin brújula, sin luz a donde dirigirse. ¿Qué se hace con la vida? ¿Qué dirección se le da? Si la vida fuera tan fuerte que le arrastrara a uno, el pensar sería una maravilla, algo como para el caminante detenerse y sentarse a la sombra de un árbol, algo como penetrar en un oasis de paz; pero la vida es estúpida, sin emociones, sin accidentes, al menos aquí, y creo que en todas partes, y el pensamiento se llena de terrores como compensación a la esterilidad emocional de la existencia». A lo largo de la obra de Pío Baroja - más de setenta novelas, además de teatro, cuentos, ensayos y un volumen de poesía - esta afirmación se repite de uno u otro modo en boca de muchos de sus personajes, reflejando la actitud de desamparo y soledad del escritor vasco frente a la vida. Podemos rastrear el cansancio existencial, la tristeza y el pesimismo en sus libros; es la primera impresión, el regusto amargo que nos deja en el alma la lectura de la mayoría de sus novelas. Sin embargo, esto no es todo.
Siempre la vida
La sensación inevitable que acompaña a la tristeza y nos atrapa leyendo las historias de Baroja ¿cuál es? La impresión de una vida que se derrama en multitud de formas, en una riqueza de personajes que aparecen y desaparecen, razonan, tiemblan, se mueven y rebullen en medio de un torbellino de situaciones, en la belleza de los paisajes descritos -crepúsculos, albas, jardines, campos, montes-, en la vida de las ciudades, con sus miserias y avatares y el océano de caracteres que las pueblan, cada uno con su historia, triste o alegre, graciosa o tierna, desesperada o miserable; continuamente buscando, expresando sus inquietudes y zozobras con un grito de dolor, o el cinismo frente a un mundo bello y a la vez extraño y cruel. Como el mismo Baroja, sus protagonistas aman la conversación, los viajes, los paseos por las calles, la noche, a la búsqueda de algo que inspire historias que contar. «Azorín va a las librerías a ver libros. Baroja va a ver hombres», nos dirá Ortega. Y todo ello condensado magistralmente en pocas palabras, con un estilo claro, escueto, directo, ágil, como esbozos de pincel que capta lo esencial en pocos trazos. La pregunta surge inevitable: ¿de dónde nace esta riqueza de vida? Y el propio escritor nos contesta indirectamente con sus memorias: de lo que existe. La misma realidad que Baroja juzga «estúpida, sin emociones, sin accidentes» traiciona a su autor desbordándose a lo largo de su vasta creación literaria. Los relatos nacen de la experiencia diaria: todo lo observa, todo lo retrata; la vida que atropella y apasiona en sus novelas es la misma realidad cotidiana que él vivió durante más de ochenta años.
¿Cuál es, pues, esa cotidianidad de la que brota la terrible sensación de pesadumbre y desencanto a la vez que un torrente de vida? ¿De dónde proviene, en medio de un escepticismo feroz, el sorprendente fondo de ternura con que Baroja dibuja a sus personajes?
Abrir los balcones
Detengámonos en las terribles circunstancias de inestabilidad política de aquellos años. Ante todo, en la decepción por la pérdida de las últimas colonias, de donde surgirá el Grupo de “los Tres” -Azorín, Maetzu y él-, germen de la «generación del 98», que lanzará un manifiesto exponiendo sus ideales, su afán renovador y su entusiasmo por mejorar la situación del país: «Y este mejoramiento sólo lo puede dar la ciencia, única base inderruible de la realidad», escriben. Pero la realidad es terca, y Baroja entenderá pronto que la ciencia, mecanismo explicativo perfecto, no es capaz de responder con plenitud al deseo humano de abrazar la realidad y por tanto lo violenta. Un personaje de El Árbol de la Ciencia nos recuerda la afirmación del manifiesto doce años después: «La ciencia es la única construcción fuerte de la humanidad. Contra ese bloque científico del deterninismo, afirmado ya por los griegos, ¿cuántas olas no han roto? Religiones morales, utopías... Sí, la ciencia arrolla esos obstáculos y arolla también al hombre». Frente al deseo que expresa el protagonista de Aurora Roja: «Nosotros queremos aligerar esta atmósfera pesada, abrir los balcones, que entre la luz para todos; queremos una vida más intensa, más fuerte; queremos agitar, remover todo», se alza seis años después en Las Inquietudes de Shanti Andia la sombra funesta de otro personaje: «Sí, todo es igual... yo sólo he cambiado. Era un niño, soy un hombre; era un ingenuo, soy un desengañado y un melancólico. He vivido en medio de los acontecimientos, y los acontecimientos me han escamoteado la vida». Ni la voluntad del hombre ni su capacidad científica pueden salvar aquello que realmente le interesa en la vida. Un poco más adelante el propio escritor añade: «Muchas veces oí decir que otro mundo hay donde el hombre vive queriéndose y sin hacerse daño. No lo creo ni lo creeré nunca». La realidad enseña a Baroja que en nombre de la libertad y el progreso el hombre ha aplastado al hombre. Todo esto le conducirá a un creciente escepticismo, primero frente a cualquier solución política, posteriormente frente a toda acción humana, acentuando su soledad y misantropía. Ya casi en la vejez, aunque se sentía viejo hace tiempo, escribirá estas amargas palabras: «Está uno en lo alto de la cuesta de la vida, cuando se empieza a bajar aceleradamente; sabe uno mucho, tanto que sabe uno que no hay nadie que sepa nada; está uno un poco melancólico y un poco reumático. Es el momento de tomar salicilato y de cultivar el jardín».
Temprana admiración y desencanto
Otra influencia decisiva que repercute profundamente en la visión pesimista de Baroja es la temprana admiración por Nietzsche, que denuncia la miseria y debilidad del hombre, y por la filosofía de Kant y Schopenhauer, que acentúan el escepticismo del joven escritor frente a una realidad que escapa a la razón del hombre, incapaz de ser apresada como quisiera éste. Todo ello, sumado al continuo desencanto que van produciendo en él la carrera, la política, el trabajo, la superficialidad de las relaciones afectivas, le incita al resentimiento por la contradicción que vive el escritor entre la falsedad del mundo y su propio deseo de verdad: «La mentira es lo más vital que tiene el hombre... Por utilitarismo, por practicismo, debíamos buscar la mentira, la arbitrariedad, la limitación. Y, sin embargo, no la buscamos. ¿Tendremos, sin saber, algo de héroes?».
¡Viva Manon!
¿De dónde nace la ternura y la pasión de Baroja por sus personajes? ¿De dónde proviene su creación llena de vida que desborda la filosofía pesimista? La obra traiciona a su propio autor, decíamos. Y esto sucede porque el escritor no traiciona su mirada hacia la realidad. En medio de tristezas y miserias, reconoce, y su sinceridad última ante la verdad le salva, un rayo de luz, un punto que reaparecerá una y otra vez. Primero, a través de la belleza impresionante de los paisajes castellanos y vascos que describe en sus novelas, de una naturaleza que subyuga el alma, y después, a través de la sencillez y bondad de ciertos personajes, normalmente humillados y miserables, que conservan un fondo de humanidad que impresiona profundamente al escritor, hasta el punto de preguntarse ante uno de ellos: «¿Cómo es posible que exista una criatura como ésta en este mundo de maldades?». En El Hotel del Cisne, una de sus últimas novelas en la que rememora el encuentro con una joven francesa que conoció en los años precedentes a la Segunda Guerra Mundial, se halla un bellísimo pasaje que saluda la llegada de Manon, personaje que representa a la joven mujer: «Todos somos viejos en este piso; todos, menos ella, tenemos aire de momias secas y apolilladas, gesto agrio y displicente en los labios, miradas apagadas y movimientos tardíos. Pero cuando ella llega, como un pájaro brillante por este rincón sombrío, no hay en nosotros más que sonrisas. Su voz nos encanta, y su mirada nos enloquece. ¡Manon! ¡Viva Manon!».
Infancia, la primacía de la vida
Todos estos personajes nacen de su memoria: su madre, su hermana, cierto campesino que tuvo un gesto de bondad, la mujer francesa... Son personas que siempre aparecen imprevisiblemente y constituyen un soplo de viento en la «atmósfera cerrada» de la vida. Baroja, asombrado por lo que ve, no puede dejar de constatarlo en sus novelas, vislumbrando una dignidad en el hombre que no se reduce a sus circunstancias y que no se deja apresar por razonamientos filosóficos. Esto le provoca la ternura y la piedad que se adivinan en las entrañas de sus novelas y que percibe también en su experiencia: «Si Mefistófeles tuviera que comprar mi alma, no la compraría ni con una condecoración, ni con un título, pero si tuviera una promesa de simpatía, de efusión, de algo sentimental, creo que entonces se la llevaría muy fácilmente». Aparece aquí el fondo de su humanidad, entre los ecos de la infancia, de las veladas familiares y los villancicos en vascuence, algo que nunca olvidará. Sesenta años después lo evocará en sus memorias: «Algunas de estas canciones, todavía al oírlas de viejo, me dan ganas de llorar, por su ingenuidad y por su sencillez». He aquí el punto de luz en medio de la soledad. Frente a la «vida estúpida» de la primera cita se alzan ciertos detalles de la infancia, ciertos gestos desinteresados de amor, ciertas personas irreductibles al caos del mundo y a los razonamientos "perfectos" de los filósofos.
La posibilidad
Retomando El Arbol de la Ciencia, una de las novelas más autobiográficas, el protagonista, desencantado ya de todo, como el mismo escritor, encuentra un refugio en el amor de su mujer y en su hijo. Al final la tragedia se cierne sobre él y la muerte aparece como el límite sin remedio frente al que se estrella el deseo de vida. Vulnerant omnes; Ultima necat -todas hieren, la última mata- escribe el autor refiriéndose a las horas de un reloj. Ante la muerte ni siquiera el amor puede vencer: el hombre queda sólo y desesperado. Y, sin embargo, después de esta obra Pío Baroja siguió escribiendo, creando vida durante cuarenta años más, reconociendo que hay un punto incomprensible, sostenido por los rostros bondadosos que le otorgó la vida, por la belleza del mundo, y su deseo de abrazarlo, que le llevó a afirmar: «Siempre espero algo».
«La alegría, ¿quién la puede tener en nuestro tiempo? La vida actual es un sueño sombrío, sin luz y sin esperanza. ¿En dónde puede existir un hombre que viva con serenidad, con alegría y sin suspicacia? Yo no sé en dónde se puede dar este caso». Frente a esta barrera, frente a este límite dramático, se levanta en nuestro corazón humano otra posible salida: lo que no podemos darnos a nosotros mismos quizás puede venirnos de Quien hace todo, de Quien es todo en todos.
«Esas olas verdes, mansas, esas espumas blanquecinas donde se mece nuestra pupila, van como rozando nuestra alma... Queremos comprender al mar, y no le comprendemos; queremos hallarle una razón, y no se la hallamos. Es un monstruo, una esfinge incomprensible; muerto es el laboratorio de la vida, inerte es la representación de la constante inquietud. Muchas veces sospechamos si habrá en él escondido algo como una lección; en momentos se figura uno haber descifrado su misterio; en otros, se nos escapa su enseñanza y se pierde en el reflejo de las olas y en el silbido del viento»
Las Inquietudes de Shanti Andía
Breve semblanza biográfica
Nació en San Sebastián en 1872, Baroja vivió en esta ciudad y en Pamplona sus días de infancia, dominados por el ambiente de las guerras carlistas. Más tarde estudió la carrera de Medicina en Madrid y Valencia, ejerciciendo de médico rural durante un breve período, hasta que, cansado, regresó a la capital probando fortuna en un negocio familiar. Tras fracasar económicamente se dedicó de lleno a la literatura hasta su muerte en 1956. Atravesando su vida, se sucedieron las pérdidas del 98, la crisis política permanente en España, las dos guerras mundiales y la guerra civil, acontecimientos que influyeron profundamente en su pesimismo hacia todo proyecto de renovación que nace de lo humano. « El hombre es un lobo para el hombre». repetirá continuamente, cada vez más: convencido de ello aunque luego confiese: «Yo escribo en parte porque el medio ambiente me molesta, el sol me ofusca, lo que oigo me irrita; pero en el fondo de mi alma amo ardientemente la vida».
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