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Huellas N.02, Febrero 1998

HISTORIA DE LA IGLESIA

El primer anuncio en la Hispania romana

Juan Miguel Prim

Del pasado al presente

Dos factores hacen difícil la tarea de reconstruir la historia de los orígenes del cristianismo en la Península Ibérica: por un lado, la escasez de fuentes sobre las comunidades cristianas hispanas de los dos primeros siglos; por otro, el hecho de que la expansión de la nueva fe por la “oikumene” -el mundo conocido- no respondió a un plan preestablecido que pueda ser registrado por el historiador, sino que fue fruto del testimonio personal y comunitario de todos los miembros de la Iglesia naciente.

Así lo hace ver el gran estudioso de la antigüedad cristiana Gustave Bardy cuando, tras evocar el encuentro de los dos primeros discípulos con Jesús y la espontaneidad con la que Andrés corre a comunicar a su hermano Simón lo que le ha sucedido (cfr. Jn 1,35 ss.), escribe: «quizá sea así cómo durante cerca de dos siglos había conquistado el cristianismo a la mayoría de sus fieles. Todo creyente necesariamente era un apóstol: una vez que había encontrado la verdad, no tiene tregua ni reposo hasta que conseguía hacer partícipes de su felicidad a los miembros de su familia, a sus amigos, a sus compañeros de trabajo».
Y a esta misión pueden consagrarse todos -continúa Bardy-, «incluso los más pobres, los más ignorantes, los más despreciados; los esclavos, con sus camaradas del dolor; los marineros, en las escalas donde sus barcos se detuvieron; los comerciantes, con sus clientes, siempre a la espera de noticias de los países lejanos...» (de La conversión al cristianismo durante los primeros siglos, Ediciones Encuentro, Madrid 1990, pag. 222).

Un crisol de pueblos
En los siglos que precedieron al nacimiento de Cristo, la península ibérica estaba habitada por una enorme variedad de tribus y pueblos que se habían asentado en ella procedentes de África, Europa y Asia: íberos, celtas, vascones, celtíberos... La excelente situación geográfica de la península - límite occidental del mundo mediterráneo y el non plus ultra de las tierras conocidas, puente entre el continente africano y el euroasiático - unida a su riqueza en metales y cereales, hicieron que fenicios y griegos, las grandes potencias comerciales del mediterráneo, establecieran colonias en sus costas meridionales y orientales, dejando su huella en las técnicas de cultivo y elaboración del metal, en la escritura, en las prácticas religiosas y en el arte.
Más tarde, los cartagineses, que inicialmente habían disfrutado pacíficamente de los recursos peninsulares, hicieron de sus colonias en Iberia enclaves estratégicos en su lucha a muerte con el Imperio romano. El impetuoso avance de la nueva potencia, Roma, acabó finalmente con el Imperio cartaginés, dando así paso a la Hispania romana.

El legado de los romanos
Las primeras tropas romanas habían llegado a la península en el año 218 a.C., haciéndose con el dominio del sur y del levante tras derrotar a Aníbal en la segunda guerra púnica. Pero el dominio de la meseta no iba a resultarle fácil a Roma - recordemos a Viriato, verdadera pesadilla de los generales romanos, o la obstinada defensa del sitio de Numancia. Hasta el año 19 a.C. no consiguió sofocar las últimas resistencias de cántabros y astures.
Por el contrario, la asimilación cultural se llevó a cabo sin encontrar apenas resistencia. Los pobladores de la península se sumaron con prontitud a los usos e ideas de una cultura claramente superior. Recordemos que la Hispania romana produjo figuras tan importantes para la historia como el filósofo y escritor Séneca o los emperadores Adriano y Trajano.
La llegada de los romanos a Hispania fue el hecho más importante de nuestra historia antigua, pues, por un lado, configuró la fisonomía de nuestras ciudades, nuestro pensamiento, nuestra lengua y nuestras leyes, y por otro, sirvió de cauce para la expansión del cristianismo, al romper el aislamiento de sus pobladores y crear una tupida red de comunicaciones.
Desde el año 197 a.C. la península estaba dividida en dos provincias: la Hispania citerior - al noroeste - y la Hispania ulterior - al sudoeste. Augusto, en el año 27 a.C., dividió en dos la Hispania ulterior, creando la Bética y la Lusitania. Más tarde, una parte de la Bética fue añadida a la Citerior, naciendo la Tarraconense. Diocleciano, finalmente, crearía la Cartaginense y la Gallecia.
Este es el panorama político y cultural en el que se desarrolla la vida de las primeras comunidades cristianas hasta la llegada de la primera oleada de invasiones germánicas, en el 409 d.C.

Los testimonios más antiguos
Si es verdad que «el cristianismo avanzó con la romanización» (como afirma M. Sotomayor, en Historia de la Iglesia en España, vol. I, Madrid, BAC, 1979, pag.14) debemos suponer que ya a mediados del siglo I había presencia cristiana en la península, aunque los testimonios documentales sean posteriores. De todos modos, por las vías del imperio romano no sólo se difundió el cristianismo, sino también una gran cantidad de religiones orientales que aumentaron nuestra ya variada y compleja geografía religiosa. La pervivencia de prácticas y cultos paganos fue precisamente uno de los grandes retos con los que tuvo que medirse la propuesta cristiana en los primeros siglos de nuestra era.
A finales del siglo II Ireneo de Lión, subrayando la catolicidad de la Iglesia, alude a las iglesias establecidas en la península cuando escribe: «Aunque las lenguas son innumerables en el mundo, el poder de la tradición es uno y el mismo; ni las iglesias fundadas entre los germanos creen ni transmiten otra cosa, ni las de las Iberias, ni las de los celtas, ni las de Oriente, ni en Egipto ni en Libia, ni las fundadas en medio del mundo». Esta referencia presupone la existencia de iglesias ya consolidadas, semejantes a las de otras regiones del imperio.
Algunos documentos que han llegado hasta nosotros atestiguan las relaciones existentes entre las comunidades cristianas del norte de Africa y las de la península ibérica, al mismo tiempo que nos informan de la difusión del cristianismo por todas las regiones de Hispania. A comienzos del siglo m, Tertuliano, el gran escritor africano, al enumerar los pueblos que ya han recibido el anuncio cristiano y en los que «es adorado el nombre de Cristo» incluye «todas las fronteras de las Hispanias».
Otro precioso testimonio es el proporcionado por la carta 67 de Cipriano de Cartago, en la que responde, junto con otros 36 obispos africanos, a una carta enviada por las iglesias de León- Astorga y Mérida. De ella podemos deducir la existencia, a mediados del siglo III, de comunidades cristianas plenamente estructuradas, con diáconos, presbíteros y obispos, y un buen número de fieles.

Santiago
Junto a los documentos recién mencionados, hemos de aludir, aunque sea sumariamente, a tres tradiciones - de valor desigual - sobre los orígenes apostólicos de la Iglesia en España. Puesto que se trata de tradiciones que han sido objeto de acaloradas discusiones por parte de los historiadores nos limitaremos a reseñar los datos más importantes.
La primera tradición es la referente a la predicación de Santiago en España. Las tradiciones jacobeas sobre el sepulcro del apóstol en Compostela merecerán un estudio aparte, dada la importancia que el culto a Santiago tuvo en la conciencia colectiva de los cristianos hispanos durante la época de la Reconquista y al papel ejercido por el Camino de Santiago en la Europa cristiana medieval. Recordemos que Santiago, uno de los doce, hermano de Juan e hijo de Zebedeo, llamado el Mayor, es el patrón de España. El libro de los Hechos de los Apóstoles narra la acción evangelizadora de Pedro y Pablo, pero nada dice de la obra de los demás apóstoles. En el asunto que nos interesa únicamente afirma que Herodes hizo morir por la espada a Santiago, hermano de Juan (Hch 12,2). La muerte de Santiago debe situarse en Jerusalén hacia el año 44 d.C. Su presencia en España, por tanto, debería situarse antes de esa fecha.
En la alta Edad Media existía en Occidente la convicción de la labor evangelizadora de Santiago en España. Es la época en que se desarrolla la veneración hacia todos los apóstoles, generalizándose sus fiestas litúrgicas y recogiéndose en variados escritos informaciones de diversa procedencia sobre su nacimiento, su predicación, su muerte y su sepultura. Varios de estos textos latinos atribuyen a Santiago la predicación en «Hispania et occidentalia loca». Así lo hacen, entre otros, el Breviarium Apostolorum de finales del siglo VI, el opúsculo hispano de comienzos del siglo VII De ortu et obitu Patrum, difundido como obra de san Isidoro de Sevilla, y el himno del siglo VIII O Dei Verbum de la liturgia hispana. Un documento medieval, conservado en un códice del archivo de la basílica del Pilar de Zaragoza, recoge también la tradición de la presencia de Santiago en España y constituye la primera mención de la aparición de la Virgen a Santiago a orillas del Ebro. Desde el punto de vista histórico, la cuestión decisiva es la mayor o menor antigüedad de estas tradiciones y cómo explicar el silencio de los autores hispanos anteriores al siglo VI. Según algunos autores, si bien no se puede probar que Santiago estuvo en España, sí habría que afirmar al menos la labor evangelizadora en nuestras tierras de discípulos suyos, los cuales, tras el martirio de Santiago en Jerusalén, habrían trasladado hasta la península su cuerpo.

San Pablo
Otra tradición, más fundada desde el punto de vista de la documentación histórica, es la que afirma la venida del apóstol san Pablo a España. Sin duda alguna, el apóstol tuvo el deseo y la intención de venir a la península para anunciar también aquí a Jesucristo o visitar a las comunidades ya existentes, como manifiesta claramente en dos pasajes de su carta a los Romanos (Rm 15,23 y 28). La cuestión es si efectivamente lo hizo, si la prisión o la muerte no le impidieron quizá realizar su ansiado proyecto. A favor de su visita está el testimonio de Clemente de Roma que afirma, a finales del siglo I, que san Pablo llegó «hasta el extremo de Occidente». Recordemos que los límites occidentales del orbe eran precisamente las provincias hispanas. Otros documentos cristianos posteriores - el Fragmento muratoriano las actas apócrifas de Pedro y Pablo, textos de san Jerónimo, san Atanasio, san Cirilo de Jerusalén, san Epifanio, san Juan Crisóstomo y Teodoreto - dan por segura la venida del apóstol. En contra hay que señalar el silencio de los escritores eclesiásticos hispanos de los primeros siglos, que parecen desconocer esta tradición, y el hecho de que ninguna iglesia local hispana reivindicara su origen paulino. Por todo ello, si bien no poseemos certeza histórica de la venida de san Pablo a España, podemos afirmar su probabilidad, avalada por notables testimonios.

Los siete varanes apostólicos
La última tradición a la que nos referiremos es la de los siete «varones apostólicos», según la cual los apóstoles habrían ordenado en Roma a siete varones enviándolos luego a España para predicar allí la fe. Cada uno habría fundado una iglesia, estableciendo diócesis en las ciudades principales: san Torcuato habría fundado Acci (Guadix); san Tesifonte, Bergi (en las Alpujarras); san Segundo, Abula (Avila); san Cecilio, Iliberis (Elvira o Granada); san Indalecio, Urei (Oca); san Hesiquio, Carcesa (Cazorla); san Eufrasio, Illiturgi (Andújar). Parece tratarse de una leyenda medieval que puede haber recogido algún dato de tradiciones más antiguas, pero a la que los historiadores no conceden hoy especial credibilidad.
Todas estas tradiciones a las que hemos aludido tienen como objetivo principal subrayar el carácter apostólico de las iglesias hispanas. Pero recordemos que esta apostolicidad, que es una de las notas fundamentales de la Iglesia, no depende de la fundación efectiva de nuestras iglesias por parte de un apóstol, sino de su comunión de fe y experiencia con el Acontecimiento original y con la Iglesia universal, lo que nos permite tener la certeza de estar viviendo dos mil años después la misma experiencia de encuentro y seguimiento de Cristo que vivieron Juan, Andrés, Santiago o Simón.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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