Del presente al pasado.
Presentamos el primero de una serie de relatos biográficos que ilustran cómo la presencia del mismo Acontecimiento original nos ha alcanzado en nuestra historia contemporánea. Al igual que Nazaret, Barbastro hospedó una humanidad elocuente por su normalidad, la de Ceferino Giménez, “el Pelé”.
Si miramos uno cualquiera de los pocos retratos fotográficos de “el Pelé” vemos en él a un hombre serio. Vemos la cara de un trabajador y la de un señor. Trabajador y señor como lo puede ser alguien que no sabe escribir - nunca supo, ni para firmar su nombre -, ni leer - llevaba una tarjeta de presentación en la que ponía: “Tratante”, pero él no la pudo leer, sólo veía unos signos familiares e indescifrables -; alguien que todo lo que supo lo aprendió de oído y de memoria - como el padrenuestro o el avemaría, en catalán, de labios de su madre, una gitana ilerdense - y que desde crío tuvo que arrimar comida para él y para los suyos.
Nació “el Pelé” en Benavent de Segriá, provincia de Lérida, en el año de 1861 (año arriba, año abajo, no hay partida que lo certifique). Su nombre cristiano fue Ceferino: Ceferino Giménez Malla. Sus padres frisaron siempre la mendicidad y en el hogar la comida nunca fue abundante. Ceferino, visto con los ojos del final de la Historia, o sea, con nuestros ojos, tenía todos los motivos del mundo para albergar un rencor grande hacia la vida: nació pobre en una familia que le transmitió, con la vida, su raza: una suerte de maldición, pues los gitanos no gozaban de un status igual al de los payos; nunca pudo gozar de la instrucción más elemental y, desde la infancia, tuvo que trabajar sin descanso para sobrevivir, para alcanzar la vejez viendo cómo continuaba en la precariedad económica.
Una mirada amistosa
Y sin embargo Ceferino no fue un resentido. Dicen que, de chiquito, le llamaba la atención algo que para todos era normal: que la gente de su raza mintiera habitualmente. Y afirman que le preguntó a su madre el porqué de aquello que tanto le extrañaba. Su madre, que era una buena mujer, con un fuerte instinto de supervivencia, le explicó que desde siempre los payos habían dicho que un gitano miente más que habla, y que, si los gitanos querían sobrevivir, debían ser astutos, pues, aunque dijeran la verdad, siempre se creería que mentían. No quedó Cefe-rino conforme y nunca siguió esa norma de conducta. Y eso es lo que más llama la atención de “el Pelé”: que mantuvo siempre una mirada simpática, amistosa, leal, hacia cualquier cosa que tuviera delante. El fue siempre un hombre religioso, aunque con los años fue creciendo en sus prácticas de piedad y de devoción. Fue siempre religioso por ese trato con las cosas que no prescindía de un factor del que es muy fácil olvidarse, y es que están y podrían no estar y, por lo tanto, lo más razonable es dirigirse a Quien les ha dado la existencia y las mantiene, para que las cuide. Todo esto, hablando mitad en caló, mitad en la fabla altoaragonesa; todo sin saber hacerla “o ” con un canuto.
Familia e hijos
Ceferino se casó joven, con menos de veinte años, con otra gitana, menuda y
bien parecida (él era grandote y sin salero), Teresa. El matrimonio se celebró según el rito gitano (después de más de treinta años de convivencia, “el Pelé” y Teresa, que también fue buena cristiana, se casaron por la Iglesia; en secreto y bien lejos, en Lérida capital, para que la gente no murmurase). No tuvieron hijos, pero Ceferino fue un poco el padre de todo crío que se le acercaba, pues los cuidaba, se encargaba de enseñarles la doctrina cristiana y cuidaba de que crecieran como debían, más aún que sus padres naturales. Al estrenarse el siglo, Ceferino y Teresa se establecieron en Barbastro, donde habían de morir ambos. En torno a 1910 adoptaron a Josefina, “la Pepita”, que era sobrina de Teresa, a la que quisieron como a una hija, y a la que sí pudieron procurar estudios, en el colegio de las Hermanas Paulas.
Es hacia 1915 cuando más se evidencia la extraordinaria intensidad de la vida cristiana de Ceferino, que se hace patente a todos los que le rodean. Empieza a acudir a la misa diaria, a las seis de la mañana. Una testigo de la época cuenta cómo, en una celebración eucarística, mientras todos cantaban un himno a Jesús sacramentado, Ceferino estaba de rodillas y le caían las lágrimas, mojándole toda la cara, mientras cantaba. Y ella pensó: ¡Cuánto quiere al Señor!
La colina de san Ramón
“El Pelé”, que tenía una especial inclinación hacia los niños, no perdía ocasión de introducirles en el conocimiento de quien era, y él lo sabía, el sostén de su existencia. Una de las hijas de “la Pepita”, Alegría Salud, cuenta: «Tenía yo seis años y “el Pelé” me sentaba sobre sus rodillas; me cogía una mano y en el dorso me trazaba una cruz con un lapicero. Me decía: “Esta es la cruz de Jesucristo. Aquí lo crucificaron. Y murió por nosotros, siendo inocente».
“El Pelé” solía subir con algunos chicos a la colina de san Ramón, donde los divertía con sus aventuras y con sus historias. Uno de esos niños era “el Bomba”, quien cuenta una anécdota: «Una vez había muchas hormigas en hilera, y a un chico se le ocurrió pisotearlas. Entonces Ceferino lo frenó. “Pero, ¿tú sabes -le dijo- lo que estás haciendo? Las hormigas son de Dios, como las flores y las estrellas». En la España de principios de este siglo, un gitano no se ganaba el aprecio de todo un pueblo sólo por sus buenas palabras o sus aparentes modales. Los payos desconfiaban de la lengua de un gitano. Si Ceferino se hizo acreedor de la fama de hombre bueno y respetable, de cristiano cabal, no fue por su palabrería (aunque ya en sus palabras era diferente a la mayoría: no soportaba que alguien blasfemase en su presencia. «Pero, ¿qué te ha hecho Dios, a ver? - solía decir - Te ha dado la vida. Delante de mí no quiero oír blasfemias ni hablar mal de los curas»). Era un hombre respetado porque nunca rompía el vínculo que cada persona o cada cosa tiene con su misterioso y concreto significado. Nunca manipulaba a su favor lo que ocurría.
Por la calle
En su vida el tenor económico general fue el de las apreturas. Sin embargo, en su edad madura tuvo un golpe de suerte que cambió su situación (aunque acabó sus días otra vez en la estrechez). Incluso cuando tuvo problemas económicos solía ayudar a otros más pobres que él, y cuando dispuso de dinero sabía discretamente acercarse a los más necesitados y hacerles partícipes de su bonanza. Nadie se enteraba si no era porque lo contaban los beneficiarios. En Navidad llevaba mantas y alimentos a las familias pobres de Barbastro y cuando daba lo hacía sin herir nunca el orgullo de los pobres. En una ocasión vio a una familia gitana viviendo bajo un puente. Se acercó y, en lugar de ofrecerles nada, les pidió de la miserable comida que estaban preparando. Ellos no querían darle de su bazofia. «Dadme, que me gusta», les dijo. Y en agradecimiento “el Pelé” les ofreció un duro. “El Pelé” era asiduo de la adoración nocturna de Barbastro; cuando los misioneros capuchinos fueron al pueblo a predicar, fue de los primeros en inscribirse en la Orden Tercera Franciscana; fue uno de los más activos miembros de las Conferencias de san Vicente de Paul; y perteneció a otros grupos de oración y de caridad. Para él - iba rezando el rosario por la calle - el trabajo era como un cambiar de posición en la oración, o lo que es lo mismo, para él la oración era una dimensión de todo lo que hacía, la dimensión más verdadera.
Su señor
Llegó la guerra y Barbastro fue tomada por los comités revolucionarios, principalmente anarquistas. En la madrugada del 19 de julio milicianos de todo el alto Aragón llegaron a Barbastro. Un testigo presencial cuenta la detención de “el Pelé”: «Ceferino vio cómo unos escopeteros subían por la calle del Rollo, hacia la cárcel, al primer sacerdote detenido, José Martínez, tenor de la catedral. “El Pelé” los recriminó: “La Virgen me valga. ¿No os da vergüenza llevar así a un hombre? ¡Tantos contra uno, y además inocente!” Los escopeteros se le echaron encima, lo detuvieron y lo llevaron maniatado a la cárcel». Allí estuvo preso, junto a otros veinte católicos, en una celda de seis por cinco metros. Pepita fue a ver a Eugenio Sopeña, secretario de las milicias, de quien era amiga, para pedirle que quitara el rosario al Pelé: “Si se lo ven los que lo han metido en la cárcel no lo dejan vivir”, le dijo. Sopeña habló con “el Pelé”, pero el gitano no accedió. Dice la crónica de su martirio que desde ese momento se entregó más de lleno a sus prácticas de piedad.
Al amanecer del dos de Agosto de 1936, Ceferino y otros diecinueve presos, varios de ellos sacerdotes, fueron llevados a un camión. «Os llevamos a un lugar donde estaréis mejor», les comentaron. Llegados al cementerio los hicieron descender y, bajo la iluminación de los faros de los vehículos, los fusilaron. Ceferino Giménez Malla murió del mismo modo como a él le gustaba que lo vieran en vida, mostrando a su Señor al mundo. Llevaba en la mano un rosario -como cuando llevaba en las procesiones el estandarte de la Adoración nocturna, para que todos, viéndolo, pudieran honrar a Dios-. Sus últimas palabras fueron también un agradecimiento: ¡Viva Cristo rey!
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