Del pasado al presente
La lectura de los cánones del Concilio de Elvira (c. 302) despliega ante nuestra mirada la hermosa imagen de una Iglesia que toma conciencia del don de la fe y de su responsabilidad ante el mundo. Con vigor corrige las miserias y traiciones de sus hijos y les exhorta a la santidad. En un ambiente aún fuertemente impregnado de paganismo, el cristiano es invitado a combatir con coraje el buen combate de la fe
El comienzo del siglo IV de la era cristiana estuvo marcado en España por un acontecimiento eclesial de singular importancia. Por primera vez en la historia de la Iglesia hispana obispos y presbíteros de las diversas comunidades cristianas de la península se reunieron en concilio. El lugar elegido fue Elvira, actual Granada. Las actas indican como fecha únicamente el 15 de mayo (die iduum maiarum), sin que figure el año. La mayoría de los historiadores sitúan su celebración en tomo al año 302, en el periodo de calma inmediatamente anterior a la última persecución, la de Diocleciano.
Las actas del Concilio de Elvira constituyen un documento de extraordinario valor para el conocimiento de la vida cristiana en España a inicios del siglo IV. Son, además, las actas más antiguas de un concilio disciplinar que se han conservado en toda la Iglesia universal. Constan de 81 cánones a partir de los cuales es posible dibujar el panorama de un cristianismo que poco a poco se va haciendo presente en la cultura romana de la península y de unas comunidades celosas por conservar puro el depósito recibido de la fe. Firman las actas 19 obispos y 24 presbíteros, procedentes de 37 comunidades diferentes, presentes en las cinco provincias peninsulares.
Un cambio de mentalidad
De los cánones del concilio se deduce que la presencia cristiana era todavía minoritaria dentro de la sociedad hispanorromana. La huella cristiana apenas se percibe en los usos y costumbres sociales. Los cristianos convivían con los paganos compartiendo en muchos casos gustos, hábitos e ideas, no siempre acordes con la fe profesada. Junto al testimonio admirable de los mártires hubo cristianos que abandonaron la fe por temor a perder la vida, y volvieron a tributar culto a dioses que no lo eran.
El mensaje del evangelio penetraba poco a poco, transformando prácticas arraigadas durante siglos. A juzgar por la dureza de las penas (cf canon 1, 6 y 59), la idolatría, en sus diversas formas, se consideraba la principal amenaza para la fe.
En el mismo sentido se deben entender la prohibición de pinturas en los templos - reacción frente al materialismo antropomórfico de las religiones paganas - o las prescripciones relativas a los espectáculos públicos. Muchas de las fiestas paganas, competiciones circenses y representaciones teatrales incluían aspectos idolátricos, cuando no crueldad e inmoralidad. Los cristianos se sentían atraídos por estos espectáculos, sin discernir siempre el peligro que podían entrañar para su fe. A ese peligro se refieren los cánones que prohíben el oficio de cómicos y aurigas entre los cristianos, o la prohibición a las matronas y sus maridos de que entreguen sus vestimentas para las procesiones paganas.
En el origen de la vida
Son también abundantísimas las prescripciones sobre las uniones matrimoniales con no cristianos, lo cual indica que era todavía una práctica común. El canon 15 las prohíbe a pesar de “la abundancia de jóvenes cristianas”. Se excluyen también los matrimonios con judíos y herejes, y se sanciona con una severísima pena el matrimonio con sacerdotes paganos.
Las prescripciones anteriores nos hablan de una Iglesia que desea mantener íntegra su singular identidad frente a una sociedad que, en su mayoría, no ha acogido todavía el evangelio. Al despuntar el siglo IV, la Iglesia en Hispania constituía todavía una minoría, pero una minoría que estaba presente en todos los ámbitos de la sociedad. Es, en efecto, sorprendente comprobar cómo los decretos canónicos del Concilio de Elvira aluden a cristianos de las más variadas clases sociales. Como fermento en la masa, la presencia de los cristianos en la sociedad hispano-romana era minoritaria, pero muy extendida.
¿Rigor?
El carácter disciplinar del Concilio de Elvira es claro. No se trataron cuestiones doctrinales. El objetivo era regular la vida y las costumbres de los cristianos. La forma escogida para hacerlo fue la emanación de cánones con carácter penal. En las actas que se han conservado apenas se justifican las penas impuestas a numerosas faltas: se enuncia la falta y, sin más, se indica el castigo.
El Concilio de Elvira ha pasado a la historia, por méritos propios, como un Concilio riguroso. A nadie escapa la dureza de algunas de las penas. No obstante, el valor de las disposiciones canónicas debe percibirse teniendo en cuenta la situación histórica inmediatamente anterior y posterior al concilio. La Iglesia vive todavía en un período de persecución cruel, mitigada sólo por breves períodos de paz. El que entra en la Iglesia sabe de antemano que la fe que profesa puede llevarle a la entrega de la propia vida. Con sus decretos, la iglesia conciliar quería recordar a los cristianos que la prontitud para el martirio era la actitud propia del que había renacido en Cristo. Por otro lado, no hay ningún dato que invite a pensar en una deserción de cristianos provocada por la aplicación del concilio. Más bien se descubre todo lo contrario: el número de cristianos fue creciendo poco a poco, a impulsos de una fidelidad que se veía reconocida en lo que firmaron los padres conciliares. Las penas impuestas recogen en su formulación una expresión que se repite, como un estribillo, en cada uno de los cánones: “exclúyase de la comunión”.
La comunión en juego
En realidad, los que representaban a las diferentes comunidades en el concilio sabían que lo que estaba en juego era la comunión de los fieles en Cristo. La palabra communio es una de las más frecuentes en las actas conciliares. Con ella se designa tanto la comunión eucarística como la comunión eclesial. Los cánones 21, 28 y 29 recuerdan la importancia de la Eucaristía dominical: el culmen de la comunión entre los fieles se alcanza en la comunión eucarística. Podía participar en ella quien procuraba con su vida salvaguardar cuidadosamente la comunión con la Iglesia. Sabían, en definitiva, los padres conciliares, que la fe, profesada y vivida, sería creíble en un mundo de mayoría pagana sólo si se conservaba la unidad de los creyentes, tal como había afirmado el mismo Jesús (cfr. Jn 17,21).
Una nueva concepción
En la época del Concilio de Elvira los cristianos se siguen rigiendo, en materia matrimonial, por las leyes y costumbres del imperio romano. Las actas reflejan, sin embargo, algunas modificaciones específicamente cristianas. El canon 54 recuerda que la promesa esponsal obliga directamente a los padres y no puede romperse sin causa grave. Al igual que en el derecho romano, se prohíbe la poligamia y el incesto, si bien éste se extiende a situaciones que la legislación romana no contemplaba.
Se desaconseja también el matrimonio con persona pagana o de profesión dudosa y se castiga el contraído con herejes, cismáticos y judíos. No obstante, la principal diferencia respecto al derecho romano estriba en la nueva concepción de fidelidad conyugal. Las prescripciones contra el adulterio son abundantes: el canon 8 aparta definitivamente de la comunión “a las mujeres que abandonen a sus maridos y se unan a otros”, y el 9 recuerda expresamente que “la mujer cristiana no debe abandonar al marido cristiano”, aunque éste sea adúltero. Es interesante advertir que el canon se dirige expresamente a esposos cristianos. La razón, pues, de la indisolubilidad reside en el carácter sagrado del vínculo que los une, vínculo que es supe-rior al mero consentimiento reconocido en el derecho romano. Por eso, en el canon 10 se indica que la mujer, pagana o catecúmena, abandonada por un no bautizado y vuelta a casar puede ser admitida al bautismo. Es clara también la condena del aborto.
La virginidad consagrada
A las vírgenes consagradas dedicó también el Concilio algunos cánones. Hasta el año 320 existieron en el imperio romano penas contra los célibes y los que no tenían hijos. A pesar de ello, los padres conciliares emitieron cánones en favor de la virginidad consagrada, recogiendo así el secular aprecio que la Iglesia, desde su origen, había tenido a quienes consagraban su virginidad por el Reino de los cielos. Los cánones 13 y 27 constituyen el más antiguo testimonio sobre la existencia de vírgenes en la Iglesia hispana.
Quizás nada haya hecho tan popular al Concilio de Elvira como sus cánones sobre la vida del clero y, en concreto, sobre la ley del celibato. Las prescripciones que afectan a diáconos, presbíteros y obispos son numerosas. El canon 65 afirma que “deben ser ejemplo de buena conducta”, de ahí que se condene con rigor todo lo que pueda ser motivo de escándalo entre los fieles, como la fornicación de los ya ordenados o la usura en la administración de bienes de la comunidad. Se establece que los admitidos a órdenes sean bien conocidos entre los fieles y tengan un pasado limpio de herejías o desórdenes morales.
Un aprecio creciente
Por último, las actas reflejan una situación en la que obispos, presbíteros y diáconos podían tener mujer e hijos. Siendo ese el uso más común, debía también existir un aprecio creciente por la dedicación exclusiva de los clérigos a su ministerio, como prueba el famoso canon 33. Es este canon el primer texto en toda la Iglesia universal que establece como obligatorio para las iglesias hispanas, no el celibato del clero, sino la abstención del uso del matrimonio: “Hemos decidido prohibir completamente a obispos, presbíteros y diáconos, es decir, a todos los clérigos consagrados al ministerio (positis in ministerio), tener relaciones con sus legítimas mujeres y engendrar hijos. El que lo hiciere sea totalmente excluido del honor del clericato”. Al igual que en los demás cánones, no se justifica la prohibición. No obstante, la puntualización incluida en el texto, parece indicar una relación directa de conveniencia entre el ministerio y la abstención del uso del matrimonio: para ejercer el ministerio del altar es más conveniente permanecer célibes, aun viviendo desposado. Sólo a finales del siglo IV, los papas Silicio e Inocencio, extenderán la norma a toda la Iglesia de occidente. Algunos han visto en la costumbre, propia de occidente, de celebrar la Eucaristía a diario -como atestigua san Cipriano- la razón de la extensión de la norma.
Con voz propia
El Concilio de Elvira fue un acontecimiento que superó las fronteras de la Iglesia hispana. Algunos años después, el concilio de Arlés (314) reproducirá algunos de sus cánones, y Osio, obispo de Córdoba que había estado en Elvira, se referirá expresamente al canon 24 en el primer Concilio ecuménico de la Iglesia, celebrado en Nicea (325), como luego hará con otros cánones en un Concilio celebrado en Sárdica (343). Graciano, por su parte, en el siglo XII, incluirá el canon 48
íntegramente en su Decreto, pasando a formar parte del Corpus Iuris Canonici. Se puede decir que con el Concilio de Elvira la Iglesia en Hispania había alcanzado la mayoría de edad requerida para pronunciar una palabra con voz propia. A inicios del siglo IV la Iglesia hispana había contrastado la vida de sus comunidades con el testimonio de sus mártires y, por primera vez en asamblea sinodal, había tomado conciencia del don precioso de la fe. La sangre de los mártires no se había derramado en vano.
De Elvira a Granada
Plinio habla de las ciudades con el nombre de Ilíberis, una en la Galia Narbonense y otra en la Bética. Nadie discute que el concilio se celebró en esta segunda, como resulta evidente por las sedes de los obispos que firman las actas. Existe hoy unanimidad a la hora de situar la ciudad de Ilíberis (Elvira) en la ladera derecha del río Darro, emplazamiento del popular barrio granadino del Albaicín. La arqueología ha demostrado infundada la opinión de quienes situaban la ciudad de Elvira a varios kilómetros al norte de la actual Granada, en la falda del pequeño sistema montañoso que aún hoy se conoce con el nombre de Sierra Elvira, junto al también hodierno Pantano de Cubillas. En el siglo VIII los árabes se asentaron en la ciudad romana conservando el nombre de Elvira (en árabe “Ilbira”). Junto a Sierra Elvira surgió poco después otra población de nombre Medina Elvira (“puerta de Elvira”) que fue ganando prestigio en detrimento de la primitiva Elvira, a la que llegó a arrebatar incluso el nombre. En ese tiempo, por razones que se desconocen la primera Ilíberis empezó a llamarse Gámata. En el año 1010 los bereberes destruyeron Medina Elvira, pasando su población a Gárnata, que recobró su antiguo prestigio hasta llegar a ser la capital del Reino nazarí de Granada.
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