Hay ocasiones en las que, con mayor evidencia, la Iglesia se convierte en objeto de atención y divide el campo de los comentaristas. Ocasiones en que, dejando a un lado los ropajes de una indiferencia sustancial o de un halago formal, los denominados “observadores”, y no sólo ellos, sienten el deber de juzgar a la Iglesia o de interpretar sus iniciativas y sus tomas de posición, a menudo de forma estrecha e interesada.
Se trata de aquellas ocasiones en que la Iglesia muestra que no es sólo lo que el mundo querría que fuese - como escribía Eliot: «Y parece que la Iglesia no fuera deseada/ En el campo y, menos aún, en los suburbios; en la ciudad/ Sólo para los matrimonios importantes» (Coros de “La Piedra”) sino que tiene una misión y la desarrolla también tomando posición ante todo lo que ha sucedido y sucede en la historia.
Esto se ha hecho evidente en dos ocasiones muy diferentes, si bien análogas: la publicación del documento sobre la Shoah y el mensaje a la Asamblea nacional de la Compañía de las Obras que ha enviado el Secretario de la CEI, (Conferencia Episcopal Italiana), monseñor Antonelli, apoyando la batalla cultural para la defensa del principio de subsidiariedad en la reforma de la Constitución italiana.
En ambos casos hemos asistido a diferentes intentos de reducir el valor de las dos iniciativas, a partir de una interpretación de carácter meramente político, con las consabidas polémicas que de ello se derivan.
Resulta evidente que si la Iglesia quisiera obtener el consenso de los poderosos de tumo, debería hacer algo muy sencillo: ocuparse sólo de las cuestiones “celestiales”, no tener nada que ver con la historia, replegándose en las “problemáticas espirituales”, dejando que sean otros los que se ocupen de las cuestiones temporales. Como si el Espíritu fuese una fuerza inerte, estéril, incapaz de incidir en la realidad. En suma, debería contentarse con un puesto de segundo orden en la mesa inútil de los “sabios” que producen discursos sobre el hombre y sobre la vida.
Sin embargo, sucede lo contrario, por dos motivos:
Ante todo la Iglesia juzga y juzgará las cuestiones históricas, porque está presente en el mundo llevando consigo la experiencia, y por tanto el punto de vista, de un pueblo, de una parte, de una realidad sociológicamente relevante - «una entidad étnica sui generis», como repitió Pablo VI en julio de 1975 -, investida por una fuerza que nace de lo Alto, es decir, del acontecimiento de Cristo, muerto y resucitado.
En segundo lugar, y esto es los que “fastidia” más, los factores que mueven tal experiencia y los juicios que genera no se pueden reducir en última instancia a los criterios que usan todos los demás “partidos”: no se trata fundamentalmente de un cálculo de intereses políticos y sociales, ni de una estrategia para la consecución de una hegemonía social, ni mucho menos de la preocupación por estar a la última, o de la búsqueda de consenso. El primer factor que mueve la acción de la Iglesia en el mundo es la obediencia a Cristo presente en su Cuerpo misterioso, el ensimismamiento -que es una conversión- con Su mismo “increíble” amor por el hombre y por su historia.
En efecto, sólo una es la preocupación de la Iglesia en su caminar hacia los avatares del mundo: que los hombres no ofrezcan su corazón y su razón a falsos dioses, es decir, que la libertad y el valor de la persona no se vean sacrificados en el altar de ídolos tan dominantes hoy como fugaces, ídolos como la moda o la pretensión de poder absoluto del Estado. Cuando tal conversión está viva en los hombres y mujeres de la Iglesia, necesariamente éstos se encuentran, incluso sin buscarlo y sin tener que pedir permiso a nadie, para afrontar la realidad y para gastarse con generosidad por el bien de todos.
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