Entre los muchos momentos en que se ha hablado de ciencia, tecnología e inteligencia artificial, proponemos un fragmento de la intervención de uno de los mayores expertos en el cerebro, que explica por qué «para entender nuestra mente no podemos poner al otro entre paréntesis»
Empecé a dedicarme al estudio del cerebro hace cuarenta años, cuando en el segundo año de Medicina solicité hacer un curso de residente en el Instituto de Fisiología, donde Giacomo Rizzolatti (uno de los descubridores de las “neuronas espejo”, ndr) era entonces un intrépido investigador de cuarenta años con un montón de ideas, proyectos y sobre todo un gran entusiasmo, que sigue conservando hoy, con el doble de años. Empecé como aprendiz, es decir, tirando de los macacos y fabricando electrodos. Poco a poco, una vez aprendido lo anterior, empecé a registrar la actividad neuronal.
En esta primera etapa de mi carrera, primero como estudiante y luego como investigador voluntario, los temas que estaban sobre la mesa no tenían nada que ver con la intersubjetividad. La cuestión era ver de qué manera navegamos por el espacio y, por tanto, cómo contribuye nuestro cerebro a la construcción de los mapas espaciales que nos permiten movernos en el espacio. Después, pasamos a interrogarnos sobre un problema que también quedaba muy lejos del tema de la intersubjetividad, es decir, cómo guía nuestro cerebro las acciones de la mano para garantizar la posibilidad, por ejemplo, de agarrar objetos completamente.
Ya entonces salieron a la luz propiedades bastante inesperadas. Estudiando las propiedades de las neuronas motoras, las que guían nuestra actividad con los objetos, descubrimos por ejemplo que algunas de esas neuronas, además de tener propiedades motoras, tenían también propiedades visivas. Por eso, la neurona que me guía al agarrar este vaso se activa también cuando yo me limito a mirar este vaso, a observarlo. Precisamente durante el estudio de estas neuronas fue cuando nos topamos casualmente con las neuronas espejo; es decir, neuronas que se activan no solo cuando el simio agarra el objeto, sino también cuando me ve, a mí o a alguien parecido, agarrando ese objeto. A partir de ese momento, el tema de la relación entró potentemente en el laboratorio.
Hay algo que siempre digo a mis alumnos, especialmente cuando trato el tema de las emociones: «Espero que al final del curso tengáis las ideas menos claras que al principio». En el sentido de que lo que nosotros intentamos hacer es reducir la complejidad y el misterio a una serie de elementos que podamos -que esperamos poder- medir. De hecho, intentamos reducir en el laboratorio la complejidad humana de una serie de datos mensurables que esperamos que se repitan. Y no hay nada malo en este enfoque. Yo me revindico como un reduccionista metodológico. Cuando me empiezo a enfadar un poco es cuando al reduccionismo metodológico lo sustituye un reduccionismo ontológico. Es decir, «yo soy mis neuronas», «yo soy mis sinapsis», «yo soy mi cerebro». Eso ya no. Porque somos algo mucho más complejo y diferenciado que la simple actividad de las neuronas contenidas en nuestro cerebro. Las neuronas no aman, no se enfadan, no esperan, no se arrepienten, no prometen. Todas estas son características que tienen sentido cuando se atribuyen al propietario de esas neuronas, es decir, al individuo. Una de nuestras apuestas es la de llevar con nuestras linternas tecnológicas un poco de luz a este misterio, intentando entender cómo de la actividad del cerebro y del cuerpo (yo no hablo de cerebro, hablo siempre de “cerebro-cuerpo"; si no, corremos el riesgo de caer en falacias que nos hacen hablar del cerebro como si fuera un ordenador). (...) El cerebro es un órgano, igual que el riñón, el hígado, el corazón, el pulmón, y todavía no hemos entendido del todo de qué manera y hasta qué punto el cerebro está admirablemente integrado con el resto de nuestro organismo. Uno de los temas de investigación en el que más hemos trabajado los últimos 5-6 años es precisamente la relación entre cerebro y corazón, en relación -pero no solo- con el tema de las emociones, por ejemplo. Por tanto, una de las pocas cosas que he aprendido en estos cuarenta años, sobre la que estaría dispuesto a jugármelo todo, es que la mente es relación. No existe la mente del individuo fuera de la cantidad y calidad de relaciones que este puede establecer.
¿Cuándo empiezan estas relaciones? Antes de lo que llamamos el día cero. Empiezan antes de nacer, en el útero. Si tú cantas a un recién nacido la nana que le cantaba su madre cuando estaba en el seno materno y luego le cantas otra nana que tenga la misma base armónica pero ligeramente distinta, si haces un electroencefalograma al cerebro del bebé, responderá de manera diferente a cada una de las nanas. (...)
Por lo tanto, ya antes de nacer la dimensión de la sociabilidad resulta fundamental. Todo lo que aprendemos a ser está en gran parte condicionado, determinado por la calidad y cantidad de encuentros que seamos capaces de tener con otros seres humanos. Cuando nos preguntamos: si compartimos con los chimpancés más del 99% del patrimonio genético ¿cómo es que los chimpancés, perfectamente adaptados a su propio ambiente natural, no organizan un Meeting, no se preguntan sobre sí mismos, no realizan obras de arte, que sepamos? Hay un aspecto fundamental, del que se habla muy poco, y es que nosotros somos neotécnicos, somos las criaturas más neotécnicas que existen. Es decir, nosotros nacemos inmaduros.
Cuando nacemos, nuestro cerebro es muy pequeño. Sigue creciendo y desarrollándose, y culmina su desarrollo al final de la adolescencia, cuando se completa la mielinización de su parte anterior. Las neuronas se comunican entre sí gracias a esas prolongaciones que llamamos axones. Son como hilos de ramas. Cuando termina su revestimiento aislante, la vaina de mielina, las señales viajan mucho más rápido. Esta mielinización concluye más o menos entre los 18 y 20 años. ¿Qué significa eso? Que, a diferencia de los chimpancés, es decir, de nuestros parientes más próximos en el reino animal, nuestro cerebro sigue desarrollándose durante muchos años. ¿Dónde? En un contexto de relaciones sociales.
Nuestro nacer inmaduros hace que durante los primeros meses de vida seamos completamente dependientes de otro. Si no nos dan de comer, no nos visten, no nos dan calor, no nos protegen, morimos. No desarrollamos el lenguaje; estamos predispuestos para hablar pero si no escuchamos la palabra de otro no desarrollamos el lenguaje. Por tanto, entre los animales sociales -y hay mil soluciones para generar sociabilidad, empezando por los insectos y las hormigas-, nuestra sociabilidad es muy particular, única, debido precisamente a esa fortísima dependencia de los demás.
Una de las pocas cosas que he aprendido en estos cuarenta años es que nuestra mente resulta imposible de comprender si ponemos al otro entre paréntesis. Y eso es exactamente lo contrario de lo que el cognitivismo ha intentado enseñarnos en los últimos 50-70 años, diciendo que todo se juega al nivel de la mente del individuo particular, es decir, como un ordenador, un manipulador de símbolos. Entonces, todo lo que ocurre en relación con los demás, según esta teoría errónea, no sería más que dejar caer en la trampa social las competencias intelectuales de una mente que ya es la que es a nivel individual. Pero no es así. Si no tenemos herramientas para entrar en una relación adecuada con el otro, las cosas se complican muchísimo, ya no seremos los mismos, seremos personas con problemas de relación, problemas que pueden asumir formas muy variadas. Para entender la mente del individuo no podemos poner al otro entre paréntesis.
(texto no revisado por el autor)
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