El verso del lema del Meeting está lleno de sugerencias y ofrece muchas cosas que nos interesan a todos. Me fijaré en primer lugar en los dos primeros términos del lema. El nombre y el nacimiento. Todos nosotros hemos recibido el nombre al nacer. Sabemos bien que al recién nacido se le pone nombre para que pase de ser nadie a ser alguien, a ser él, con su nombre, único e irrepetible. En casi todas las culturas son los padres los que al tener noticia de que un nuevo ser entra en el mundo, piensan un nombre para el hijo. Nos llamaron por nuestro nombre desde que éramos pequeños, cuando todavía no sabíamos hablar ya nos decían: Clara, Martina, Fernando. Cuando empezábamos a andar nos volvían a llamar -Ana, Sergio, Cecilia, Javier- para advertirnos de algún peligro. Y cuando crecimos algo más nos despertaban por la mañana para ir al colegio y empezar el día: «Vamos Guadalupe, levanta, que hay que ir al colegio».
“Tu nombre nació de lo que mirabas". Wojtyla se lo atribuye a la Verónica, esa mujer que, al limpiar el rostro de Jesús con un lienzo mientras subía al calvario, conservó la imagen del rostro manchado de sangre y sudor. Por eso el lema referido a la Verónica nos hace preguntarnos: si ya recibimos el nombre al nacer, si es un bien que ya se nos dio y se confirmó a medida que crecíamos e íbamos descubriendo las cosas, ¿cómo es que nace de lo que miramos, más aún, de lo que miramos intensamente? Lo curioso es que en Verónica el nombre ha surgido no del nacimiento sino de un encuentro. Entonces, ¿acaso es necesario otro nombre, un nombre que señale esa necesidad de Guadalupe Arbona (izquierda) renacer y renombrarse? No sabemos cómo se llamaba Verónica -algunas con Emilia Guarnieri, presidenta del Meeting. tradiciones dicen que fue la mujer que sufría hemorragias y tocó el manto de Jesús para curarse-, pero seguro que tenía un nombre. Lo que nos cuenta el relato es que quedó marcada por Aquel al que atendió; compadecida con sus dolores, se hizo una con el Hombre del que se apiadó. Y así Verónica adquirió un nombre, volvió a nacer. Su historia fue la de un segundo nacimiento.
El lema entra de lleno en el corazón de nuestro tiempo porque creo que no hay una época como la nuestra en la que se haya sentido tanto y con tanta intensidad la nostalgia del propio nacimiento. En mi ayuda vienen algunas obras literarias que he leído y releído porque decían de mí, de mi experiencia humana. Desarrollo mi ponencia en cuatro puntos.
1.«No he nacido todavía»
Hay un grito por nacer que expresan los hombres y mujeres de nuestro tiempo, un anhelo que nace en las entrañas mismas del vivir. Unas veces, se manifiesta como una nostalgia tenue o un sentimiento fugaz que se insinúa en el corazón como el susurro por algo que se ha perdido viviendo y a lo que se querría volver. Otras veces, puede aparecer como una exigencia crispada o un gemido doloroso. En los dos casos, nace de una melancolía hacia un mundo que cuando se estrenó se percibió ordenado y armónico, sin tacha, providente, feliz.
El director de cine Pedro Almodóvar muestra la nostalgia de su infancia en su última película. El protagonista de Dolor y gloria, así se titula la cinta, es un director de cine agotado. Tras años de éxito y fama, se encuentra vacío y deprimido. Su vida transcurre en una profunda apatía en la que todo ha dejado de interesarle. Ya no escribe, no dirige películas, no sale de casa, no atiende a las invitaciones. Vive en un insomnio perenne y atormentado. Solo encuentra algo de vida en los recuerdos de su infancia, en las escenas de cuando era niño y vivía en una paupérrima aldea de la España de los años 50. Una etapa en la que vivir al resguardo de una cueva o subsistir con muy poco no era óbice para sentir el amor de su madre. Los olores y las primeras palabras de la niñez le devuelven el inconfundible acento de la alegría que luego, tristemente, se quedó por el camino. Dolor y gloria es el relato de la pérdida de un bien. ¿Es posible volver a la infancia? En el deseo del director de cine español podemos ver el nuestro: el anhelo de volver a sentir las cosas como recién estrenadas, de saber que la vida está en buenas manos, como cuando éramos niños y sabíamos que nuestra madre estaba al quite para protegernos; éramos hijos.
El poeta español Federico García Lorca, en una carta que escribió al guitarrista Regino Sainz de la Maza cuando tenía veintidós años, le confiesa algo que considera terrible, algo que solo se puede decir en secreto: «Ahora he descubierto una cosa terrible (no se lo digas a nadie). Yo no he nacido todavía. Yo vivo de prestado, lo que tengo dentro no es mío, veremos a ver si nazco. Mi alma está absolutamente sin abrir. ¡Con razón creo algunas veces que tengo el corazón de lata!».
Lorca se siente extraño a sí mismo y viviendo «de prestado». Al mismo tiempo, afortunadamente, tiene el deseo de llegar a nacer: «veremos a ver si nazco». La falta de este nacimiento hace que su corazón le suene a lata, ¡no es blando y de carne, sino que le suena a metal! Y añade: «Mi alma está absolutamente sin abrir». ¿Cómo se puede abrir el alma?
Escuchemos cómo otras conciencias agudas de nuestro tiempo han percibido la urgencia de volver a nacer. El escritor argelino francés Albert Camus, uno de los hombres más comprometidos con su tiempo, vivió esta urgencia, por eso escribió imaginariamente sobre su nacimiento. Lo hizo en la última obra en la que estaba trabajando, El primer hombre. El manuscrito se encontró en un cuaderno que el escritor llevaba en el bolsillo de la camisa cuando le sacaron de entre los hierros del coche en el que murió, víctima de un accidente. Tres años antes había recibido el premio Nobel de Literatura. Y es sorprendente que, tras haber obtenido el premio Nobel y haber alcanzado la gloria máxima para un literato, escribiese sobre su humilde, silencioso y discreto nacimiento. Camus, centro de las polémicas europeas de la cultura, consagrado por los medios y los periódicos de la intelectualidad francesa; Camus, que había hecho temblar a los lectores con sus historias del absurdo: ese mismo Camus imaginaba su nacimiento, volvía hacia atrás para indagar cuál era el sentido de su inicio. Lo hace metiendo en escena su alter ego, Jacques Cormery. El primer hombre cuenta en el primer capítulo la llegada de los padres de Jacques Cormery a una casa destartalada en Argel. Viajan en una desvencijada carreta. La madre estaba «pobremente vestida pero envuelta en un gran chal de lana gruesa (...) una cara suave y regular, un pelo de española bien ondulado y negro, la nariz pequeña, una bella y cálida mirada color castaño». Se hace de noche y ella se pone de parto. Jacques nace. La madre ante el hijo recién nacido deja escapar una sonrisa que «había llenado y transfigurado la miserable habitación». Ni la fatiga, ni la pobreza, ni la extrañeza de ir a dar a luz a un país extranjero evitaron la sonrisa de la madre por el hijo y la transfiguración que su alegría logró en el entorno. Así narra Camus su nacimiento. Recrea imaginariamente su primer llanto en el mundo y la sonrisa de su madre.
Permitidme fabular también a mí. Cuando leí esta novela me vino a la cabeza una conversación entre el escritor Giovanni Testori y Don Giussani. El libro que la recoge se titula El sentido de nacer y transcribe el diálogo que mantuvieron los dos, Testori y Giussani, en febrero de 1980 en torno al tema del nacimiento. Casé las fechas y pensé que a Testori le hubiera gustado leer el libro de Camus. No llegó a hacerlo porque Testori murió en 1993, es decir un año antes de que la hija de Camus diese a la luz el libro póstumo del francés. No sé si lo he soñado, pero desde luego me hubiera gustado asistir a un diálogo con estos tres interlocutores sobre el tema. La conversación de los italianos parte de ese “gemido" de Camus y de toda una generación de europeos que padecen una ausencia que añoran. Giussani descubre la hondura del grito: «Creo que el gemido que viene de la juventud (...) procede justamente de esa ausencia. Es como si la conciencia de haber nacido y de nacer no estuviese presente; es como si no hubieran asumido todavía esa dependencia. Es decir, que han sido queridos. Entonces se puede decir que en ellos la identidad entre el dolor y la esperanza depende de que haya emergido, aunque sea crepuscularmente, el presentimiento de su nacer, (...) esto es, el sentimiento de haber sido queridos. Porque el sentimiento supremo es el de ser querido. Por tanto, su manera de reaccionar depende de si este presentimiento se abre camino entre las nubes espesas o no» (p. 31).
También Testori parece responder al Camus desgarrado. Testori siente con su generación esa «ausencia, que quizás no sea ausencia sin más, sino melancolía, terrible nostalgia...» (p. 33).
2.«Twenty-four voices with twenty-four hearts»
Este deseo de nacer de nuevo -recordemos la expresión de Lorca «no he nacido todavía»- puede llevar aparejada la incertidumbre de no saber quién se es, de sentir ferozmente la falta de identidad. El dolor puede volverse tan insistente que el deseo se reduplica y se fragmenta, hasta el punto de que se puede buscar ser alguien a través de ser cien mil, como decía Pirandello. La búsqueda se hace frenética y se pretende nacer a cada instante. Se pasa de la percepción del nacimiento como don a la búsqueda guiada por una voluntad energúmena y voraz de ser muchos. Habiendo perdido de vista el primer nacimiento, se busca probar a nacer muchas veces. Se es unos cuantos por la mañana, otros a mediodía, otros más por la tarde y otros distintos por la noche. Decía Lorca, en la carta que citaba al inicio, cómo él mismo se sentía fragmentado en mil yoes. Los yoes del pasado y los del porvenir son volátiles: «Había mil Federicos Garcías Lorcas, tendidos para siempre en el desván del tiempo; y en el almacén del porvenir, contemplé otros mil Federicos Garcías Lorcas muy planchaditos, unos sobre otros, esperando que los llenasen de gas para volar sin dirección».
Esta misma impresión de desgajarse en muchos rostros es la que se encuentra en la música que escuchan, tararean y bailan nuestros jóvenes. La pérdida de ese sentimiento del nacimiento, de la unidad donada del primer palpitar, les hace deshacerse en fragmentos. Esta experiencia de la fragmentación la canta Switchfoot en Twenty-four. Todo se rompe en 24 pedazos, una cosa distinta para cada momento del vivir. Ve las cosas separadas y al final cada cosa vista o vivida (los océanos, los cielos, los lugares, los intentos, los fracasos, las voces, los corazones) debe ser abandonada para ser reemplazada por la siguiente, a menos que alguien reúna las partes.
Si miramos a nuestros jóvenes, su búsqueda se ha desplazado hacia fuera del yo. Percibo una diferencia generacional, que no me es ajena. Ahora se busca ser uno mismo en las posibilidades y reflejos que ofrece la realidad virtual . Buscan el número de likes que aparecen debajo de una foto subida en Instagram, cada nuevo like es una forma -o sucedáneo- de preferencia.
Queremos gustar, queremos que alguien nos diga que nos ha visto en el instante de una foto tomada y subida en la red.
Estamos en un momento en que se dice que los algoritmos pueden definir quiénes somos. Algunos científicos afirman que incluso mejor que nosotros mismos. En el best-seller titulado Homo Deus.Breve historia del mañana, Yuval Noah Harari se pregunta: ¿qué es el yo?, y concluye que el cálculo del algoritmo permite el conocimiento de una persona, incluso superior al de la pareja con la que se convive y, por supuesto, mejor que el que uno puede tener de sí mismo.
Harari habla de una cultura data céntrica -no teocéntrica, no antropocéntrica, sino data céntrica- Según esto, se podría pensar que el yo, esa vibración que nos acompaña desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, está resuelta. La cuantificación de nuestros likes, la colección de nuestras compras por Amazon, de nuestras búsquedas en google, o el análisis de las fotos que subimos en Instagram, además de los tweets que seguimos son ya materias suficientes para establecer quiénes somos. ¿Puede ser una respuesta el lema que propone el Meeting: “Tu nombre nació de lo que mirabas"? ¿Es la respuesta que hallamos en los datos que dejamos en la red suficiente para decir quiénes somos? Nuestra búsqueda de la identidad se juega entre pixeles, entre bosques y selvas de pixeles, usando la metáfora de la descomposición de la imagen. Y esto es lo apasionante del momento que vivimos: que ya nadie puede dar por supuesto quién es. Se busca y rebusca en las múltiples posibilidades. Pero, entonces ¿se puede esperar que haya un pixel, un punto de color, brillante, luminoso, que permita renacer y nos remita a nuestro origen?
3.¿Qué pixeles tiene la realidad?
La hipótesis de la Modernidad -con sus variantes y flexiones- proponía una reflexión interior para resolver la identidad. Una de las consecuencias del fracaso moderno es que se busca ser preferido en la red. Cuanto más percibo la exigencia de ser única e irrepetible, más me doy cuenta de que no puedo resolver yo sola esta necesidad. En cierto modo, la evolución desde la Modernidad a la Posmodernidad, es decir desde el análisis a la búsqueda de una medida externa, trae un cambio interesante. Acusa una grieta en la búsqueda moderna. Queremos ser preferidos y seguidos. Necesitamos de alguien que nos lo diga. Veamos si en la realidad, mirada intensamente y descubierta en sus pixeles, puede haber algo que merezca la pena descubrir.
La propuesta que quiero plantear es la de Luigi Giussani en el capítulo X de su obra titulada El sentido religioso. La pongo delante porque es decisiva para entender quién soy. En particular, partiré de uno de los ejemplos que propone Giussani: la de imaginarse a uno mismo en el momento del nacimiento, abriendo los ojos y viendo las cosas por primera vez, con la edad que tenemos ahora. Es verdad que parece una propuesta algo descabellada, yo así la sentí la primera vez que leí este ejemplo, me pareció una fantasía casi ridícula, pero a la vez introdujo una posibilidad distinta que, desde entonces, no he podido olvidar. Reconocía la agudeza del ejemplo que no me dejaba indiferente. Entonces, ¿por qué esa incomodidad? La verdad es que sentía una rebelión ante la idea de que existiese algo dado que dijese de mí, algo anterior a mí. En mí había un rechazo al orden en el que el yo y la realidad se relacionan y descubren. Para Giussani el orden de los descubrimientos es fundamental y, por eso, insiste varias veces en ello a lo largo del citado capítulo. Muchos de vosotros conocéis esta obra, permitidme proponerlo de nuevo. Giussani, como ya he dicho, invita a imaginar un nuevo nacimiento. Dice si abriésemos los ojos por primera vez con la conciencia que tenemos ahora, ¿qué es lo que se impondría? «¡Las cosas!» -dice él-. «El estupor de una presencia» (pp. 145-46). O, dicho de otro modo, para descubrir el yo genuino, es decir, el conjunto de exigencias y evidencias que somos y por las que nos movemos, es necesario vivir intensamente lo real. Las cosas están ahí y son una presencia a la que atender. Este es el primer factor y antecede a la posibilidad de decir yo. Durante mucho tiempo leyendo este capítulo me decía: «pero ¿por qué dice eso?». Yo cuando me despierto pienso en mí misma, en mis cosas, en lo que tengo que hacer, otra vez en mí. Y Giussani dice que lo primero son las cosas. Yo pensaba, casi sin atrever a confesármelo: «la realidad está ahí, ¿y qué? Las cosas son un fondo de escenario muy hermoso» -y apostillaba en mi interior- «pero en realidad habría que darle la vuelta al capítulo, había que empezar por la definición del yo y luego pasar a ver cómo son las cosas». Como mujer moderna, me rebelaba contra este orden, era esclava de mis pensamientos, así también mi yo se asfixiaba. Sin embargo, no podía deshacerme del ejemplo, aparecía bisecando mis rebeliones secretas. Empezaba a reconocer ocasiones en las que lo que tenía delante decía mucho más de mí que cualquier pensamiento. Empecé a mirar a la cara las cosas que arrancaban mi fascinación, las cosas que me atraían y me movían. Empecé a ver que «mi orden» era más pensado que real. De este modo, comencé a atesorar las cosas que me sacaban de la confusión o me descubrían algo de mí misma.
Se trataba de verificar la hipótesis con lealtad. Al mismo tiempo me daba cuenta de que lo que propone Giussani constituye un giro antropológico de tal envergadura que necesitaba ser seriamente comprobado. En realidad, Giussani, ahora lo puedo decir como fruto de la experiencia, proponía un trabajo para llegar a ese Factor que descubre la unidad entre los pixeles. Una Presencia que hace atractivas y vivas las cosas. Una gracia que exalta lo humano y permite que el yo se conozca en un encuentro, sin necesidad de recurrir a la descomposición de los pixeles ni al autoanálisis. El primer descubrimiento fue -y sigue siéndolo- que yo misma era un don. No existe una contradicción.
Dejadme contar dos ejemplos, de entre los muchos que atesoro, en los que se ve cómo este giro antropológico propuesto por Giussani funciona. Es decir, cómo a partir de un encuentro con un factor, un Tú presente en la realidad, emerge el yo.
El primero se refiere al caso de un universitario madrileño, cuya vida se recompone y renace a partir del encuentro con una profesora. Lo que citaré a continuación son pasajes de cartas que el estudiante escribió sobre lo que le había sucedido. «Tú has despertado la humanidad que dormía en mi persona». Reconoce su yo más verdadero: «Mi corazón es el que es por haberte conocido». No era fácil salir de donde venía: «Mi historia es la de un niño triste e infeliz que nunca se sintió querido». Arrastrado por ese despertar, se decide a escribirle su historia: «El niño -se refiere a él mismo- fue conociendo muy bien lo que era el miedo, lástima que lo hiciese de la dura mano de su padre, un pobre anciano, un militar nostálgico de la dictadura. El chaval pronto conoció el alcohol y algo más tarde, las drogas».
Continúa: «Es complicado resumir todos estos años en unas pocas líneas, quizás la enorme cantidad de litros de lágrimas que derramaba por entonces en mi almohada podrían explicarlo mejor que yo. Quería gritar, gritar para expresar un millón de emociones y de sentimientos que no podía contarle a nadie porque no confiaba en nadie. Es entonces cuando comprendí que rezar era una necesidad real, no un mero ritual».
Cuenta cómo llega a la Universidad: «De esa guisa llegué a la universidad, sin saber realmente qué hacía allí, sin querer estar allí. Con miedo en el corazón y con la inercia de que era lo que tocaba y con mucha amargura dentro. Fue una fase de altibajos en la que comienzo a plantearme seriamente el suicidio. Es una sensación muy dura ver venir el tren cada mañana y tener la certeza de que si me tiraba a la vía a nadie le iba a importar una mierda». El estudiante describe el encuentro con su profesora como un segundo nacimiento, es decir como la entrada en un lugar en el que se le espera: «Tu despacho ha sido el único lugar en el que me he sentido completamente integrado, en el que sentía que era parte de algo, que, por primera vez, alguien contaba conmigo, alguien esperaba mi presencia». Y concluye la carta a su profesora: «Yo existo desde hace 24 años, pero vivo desde hace tan solo cuatro. Yo, Fulanito, nazco porque tú, Menganita, recogiste la carta de un niño que sin saberlo pedía auxilio, das respuesta a esa carta y le otorgas el don de la vida, la voluntad de vivir. Por ello, aunque no me hayas engendrado ni me hayas visto crecer, te llamo madre».
El segundo ejemplo está vertido en un poema largo del poeta español Pedro Salinas. Se titula La voz a ti debida. El poeta cuenta su experiencia amorosa. El encuentro con la amada es un acontecimiento. Se trata de una presencia que ha elegido al poeta y, por esa elección, lo ha hecho salir de la nada: «Cuando tú me elegiste / -el amor eligió- / salí del gran anónimo / de todos, de la nada» (LXII, vv. 2150-2153).
Ese momento se identifica bien en la experiencia porque se condensa en una fecha precisa, marca un antes y un después, el tiempo cambia gracias a ese momento: «Ha sido, ocurrió, es verdad. / Fue en un día, fue una fecha / que le marca tiempo al tiempo» (V, vv. 127-129).
Pero llega el momento en que el poeta teme y se duele porque algo tan maravilloso pueda perderse o sea mentira: «Y estoy abrazado a ti, / sin preguntarte, de miedo / a que no sea verdad» (XXXIX, v. 1397-1399).
Estos últimos versos nos obligan a dar un paso más; si se teme por la verdad del amor encontrado, si se siente la duda sobre su continuidad, ¿cómo descubrir un amor perdurable?, ¿cómo saber de su verdad?, ¿dónde y a qué realidad confiarse que resista los desencantos, las distancias, las decepciones y el paso del tiempo? El estudiante lo intuía, y concluía su carta con preguntas y el deseo de buscar respuestas. Por su parte, Salinas, que sentía la distancia de la amada y su caída en las sombras, se pregunta si es posible «otra luz en el mundo» (LXIX, v. 2418). ¿Existe algo que se pueda encontrar y que no se pierda?
4.El nombre: una voz en la tierra, una escritura en el cielo
Volvamos nuestra mirada a la historia para intentar encontrar ese Pixel.
Y sí hay un hombre en la historia que anduvo por esta tierra que les dijo a sus amigos: «alegraos porque vuestros nombres están escritos en el cielo». Lo dijo en la tierra y diciendo el nombre de cada uno de sus amigos a la vez les anunciaba una perdurabilidad en el cielo. ¿Tiene alcance esta frase más allá de dónde y cuándo fue pronunciada? ¿Y a nosotros nos dice algo el que nuestros nombres estén escritos en el cielo? A mí, personalmente, me lo dice si primero me he sentido dicha en la tierra con una intensidad propia del cielo.
Volvamos al que ha prometido la escritura del nombre en el cielo: Jesús de Nazaret. Prometió la escritura en el cielo solamente porque pronunció el nombre de algunos hombres y mujeres mientras caminó por Palestina.
Y la intensidad con la que lo hizo la comenta Julián Carrón: «Pronunció Jesús su nombre: “¡María!", “¡Zaqueo!", “¡Mateo!". “¡Mujer, no llores!". Cómo debió de comunicarles su ser para marcar tan poderosamente su vida, hasta el punto de que ya no podían hacer nada, ya no podían mirar la realidad ni a sí mismos más que atravesados por esa Presencia, por esa voz, por esa intensidad con la que su nombre había sido pronunciado». Es decir, los llamó en la tierra para iniciar con ellos una relación llena de estima. Una historia tan radical que estaba destinada a llegar hasta el cielo. Detengámonos en cómo se cuenta esa manera de nombrar, o lo que es lo mismo, qué contenía esa forma de llamar que sacaba lo más propio de cada uno. Lucas habla de un personaje, cuyo nombre ha pasado a la historia por la relación que mantuvo con el Nazareno: se trata de Zaqueo. Su historia ha llegado hasta nosotros. Lucas, que recuerda la frase de Jesús «vuestros nombres están escritos en el cielo», supo que el de Zaqueo lo está porque su nombre se oyó en la tierra. Ya sabéis cuál era el oficio de Zaqueo: era recaudador de impuestos por cuenta de los romanos. Era rico. Estando lejos de Roma, era fácil añadir márgenes a los impuestos que se recaudaban a los palestinos. Vivía en Jericó, una ciudad pequeña y hermosa, un oasis en medio del desierto al que se baja desde Jerusalén, rodeada por una de las murallas más antiguas que se conocen. Adornada con palmeras que dan racimos de dátiles amarillos, rojos, naranjas y morados, plantada de higueras con higos blancos y negros y algunos sicomoros centenarios. Zaqueo no era querido, vivía en una casa mucho mejor que la de sus vecinos. La suya no era de adobe, tenía los cimientos de piedra y algún adorno de capitel romano. Nadie quería estar a su lado. Los rabinos en la sinagoga increpaban, sin decir su nombre, contra aquellos que extorsionaban al pueblo con los impuestos. Gritaban contra la impureza de los publicanos y sugerían que había que separarse de ellos. Aquellos que se mezclasen serían también acusados de impureza. ¡Cuánto más fraternizar con el jefe de todos ellos! Las mujeres, siempre las más atrevidas, evitaban a Zaqueo: las ancianas se atrevían a murmurar maldiciones cuando lo veían salir a la calle; las casadas lo miraban acumulando la rabia de que se llevase la mitad del jornal de sus maridos; las jóvenes le volvían la cara cuando las saludaba; las niñas le tiraban piedras pequeñas para que le picaran en los tobillos.
Por eso fue tan raro que saliese de casa ese día, pero se aburría de estar solo o rodeado por sus criados y esclavillas. Zaqueo entraba a escondidas al templo para evitar las miradas reprobatorias, usaba un manto especial que le tapaba la cara y se sentaba en la parte del fondo de la sinagoga, siempre en las esquinas oscuras u ocultándose detrás de las columnas.
La noche anterior había escuchado a las criadas en la cocina que ese día el Galileo pasaría por la ciudad. Venía de Jerusalén y le precedía la fama. Zaqueo pasó la noche en vela. Ni siquiera las ganancias de lo que había cobrado ese día, ni el repaso de las cuentas de lo que le debían los morosos, le distrajeron. Tenía todo y no tenía nada. Se sentía vacío. A la mañana siguiente, se decidió: saldría a la plaza para tratar de verle, todo el mundo estaría pendiente del nazareno y él pasaría inadvertido, además se había cubierto con una túnica de tela más basta de lo habitual para no ser reconocido. También se tapó la cabeza y parte de la cara. Cuando salió por la puerta de su casa, se dio cuenta del gentío; parecía un día de fiesta. Siguió la corriente de la gente. Aguzó el oído. Preguntó a los niños tapándose el rostro para que no le reconocieran. Los chavales le dijeron, en medio del jaleo, que el rabí famoso pasaría por la plaza de los sicómoros. Se deslizó rápidamente por las callejuelas hasta llegar allí. Conocía todos los vericuetos de la ciudad, acostumbrado como estaba a esconderse. Como era muy bajito de estatura, no alcanzaba a ver nada. Se sonrió al ver a los niños hacer una guerra tirándose los frutos de los sicomoros, le recordaba sus juegos de niño, tuvo una idea: se subiría a uno de ellos. Allí estaría tranquilo, nadie le molestaría y podría verlo cómodamente. Era lo único que quería, verlo. Tenía dentro una especie de inquietud. Era la curiosidad. Últimamente, tenía cada vez más miedo, se sentía inseguro y alzaba las vallas del jardín para que nadie le pudiese ver. Pensaba que era como un preso en su propia casa. Temía a las mujeres, a los niños y a los sacerdotes del templo, no dormía bien. Solamente hablaba con aquellos que le adulaban porque temían su poder o porque le querían sacar dinero. Se extrañó de sí mismo, no sabía bien qué hacía allí enroscado en el tronco del árbol, esperando el paso de un desconocido que nada tenía que ver con él. Se sintió como un gusano. A lo mejor -pensó- busco el jaleo para olvidarme de mis miedos y de mi terrible aburrimiento.
Estoy cansado de estar siempre encerrado». Y, a continuación, intentando quitarse la fatiga de encima, se decía: «No me queda otro remedio, la clausura es necesaria para vigilar mi dinero y engrosar mis propiedades», se dijo, mientras intentaba tapar la expresión de tristeza con un pensamiento de avaricia. Estaba en estas cosas cuando vio la turba de niños que precedía su figura. Lo siguió con la vista. Se acercaba. Estaba solo a unos metros, pero no podía ver la cara del rabí porque iba silencioso. Miraba intensamente a los que se le acercaban, pero su mirada no era de esas panorámicas que buscan el consentimiento general. Miraba aúna niña. Zaqueo sintió envidia: miraba a la niña, delgaducha y poca cosa, con una expresión que se concentraba en ella como si fuese la única niña que existiese en el mundo. No, definitivamente no era una mirada genérica la de aquel que era tenido por maestro. Siguió avanzando y se acercó al tronco del sicomoro. Zaqueo se encaramó un poco más, se desenrolló y se desplazó hasta las ramas frágiles que se balancearon con su peso. Quería ver su cara y no lo lograba desde arriba. En ese momento vio cómo alzaba la mirada hacia la rama a la que estaba sujeto. «¡Qué extraño!», pensó Zaqueo que era experto en miradas y, especialmente, en rehuirlas. «No es necesario que levante los ojos, tiene mucho que mirar a su alrededor y la copa del sicomoro no es el lugar natural donde poner los ojos». Alzar la vista en aquel momento era el gesto más raro que se podía hacer. Pero eso era precisamente lo que estaba haciendo. Zaqueo vio que sus ojos lo descubrían y oyó: «Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede en tu casa» (Lc 19,5). Podemos imaginar lo que pasaría por la cabeza de aquel hombrecillo.
Za-que-o. Sí, ese era su nombre y aquel hombre lo pronunciaba de una manera que nunca había oído. Desde pequeño le habían llamado muchas veces, pero nunca así. Debía reconocer que había algo en su tono que recogía el tono tierno de la voz de su madre, como también resonaban las voces de sus hermanos cuando jugaban en la plaza o se bañaban en la alberca, o cuando su padre los llamaba al atardecer, cansado de la jornada en el campo; también había un temblor parecido al que le provocaba la voz de aquella muchacha que le llamó con ternura y con la que soñó muchas noches. Era una mirada que tenía dentro esas cosas y más. Tenía algo de todo eso y a la vez era distinta. Decía de algo profundo de sí mismo, como si supiese de sus sufrimientos de los últimos tiempos, como si abrazase sus insomnios y sus insatisfacciones. ¿Y cómo sabía su nombre? ¿Habría preguntado a los sacerdotes del templo? Si fuese así, ahora lo reprendería-pensó durante un momento-, pero era imposible: su voz no era de reprensión sino de alegría, de simpatía llena de afecto. Su corazón saltó dentro de él. ¿Qué estaba pasando? Sentía el corazón lleno de aquella música con la que ese hombre que tenía delante de sí pronunciaba su nombre.
Era como si los muros que llevaba años construyendo alrededor de su casa, y también de su corazón, se derribasen. Parecía que el tiempo se había detenido, ya no tenía delante el miedo de la noche anterior, se había desvanecido la angustia. Tampoco pensaba obsesivamente en proteger sus riquezas para que no le robasen. Solo existía ese momento. El pasado y el futuro, que normalmente le atormentaban, habían desaparecido. Aquella manera de decir su nombre, aquel Hombre: «todo se encerraba allí», «aquel hombre se había convertido en el horizonte de todo». «Zaqueo se sintió atravesado por esa mirada». Se quitó el paño que lo cubría, quería mirar mejor, identificar los rasgos del maestro, ver el color de sus ojos, estar cerca para notar su olor. «Fue mirado y entonces vio».
¡Y además quería ir a su casa! No a la casa de los sacerdotes del templo, ni a la de las mujeres piadosas, ni a la de sus seguidores, ¡a su casa!, ¡a la casa de un apestado social!, ¡a la casa de un extranjero en su propia ciudad!, ¡a la casa de un deleznable recaudador de impuestos! En ese momento, Zaqueo bajó, sin pensarlo, atropelladamente, dejándose ver y quitándose el paño que le cubría la cara para no ser reconocido. Bajó «del árbol y corrió a casa para recibirle». Notaba en sí mismo una energía, unas ganas de ver más de cerca, de ir hacia él, descubría que todas sus extremidades adquirían vigor y sus sentidos se espabilaban. ¡Los colores de las cosas brillaban más! Zaqueo nacía de nuevo, era distinto, se movía de otra manera, caminó erguido, desenroscado, sonreía, no se ocultaba. Iba derecho a su casa a preparar la comida para aquel huésped. ¿Qué había cambiado? Nada y todo. Llevaba algo dentro, caminaba con un tesoro que no se podía contar ni acumular. Llevaba dentro de sí la «cara y el corazón de aquella mirada». Así cuenta Lucas cómo Zaqueo nació de nuevo. Aquella brizna de curiosidad le arrastró hacia algo que superó con creces lo que esperaba. Fue mirado por Alguien que le restituyó la manera de ver todo lo demás. «En el perímetro cerrado de su vida se introdujo la perspectiva del Destino».
Y llegamos al final. Os invito de nuevo a imaginar. Pensad en qué pasaría si estuviesen aquí los interlocutores con los que he dialogado esta tarde, sentados a nuestro lado, charlando con Emilia y conmigo, conversando sobre nuestras preguntas y deseos más verdaderos. Imaginad un diálogo en el que de repente apareciesen aquellas cosas que llevamos dentro y nos urgen; un momento en el que la amistad se hace más intensa y, al calor de la sinceridad y de la confidencia, los corazones se abren. No es difícil imaginarlo porque ellos son como nosotros: Federico Gª Lorca, Albert Camus, Salinas, los músicos de Switchfoot y Almodóvar están en nosotros, son como nuestros compañeros de trabajo y nuestros vecinos, como nuestros padres y nuestros hijos. Suponed que estuviese, aquí y ahora, Federico Ga Lorca susurrándome al oído que no ha nacido todavía: «Querido Federico, se puede salir del miedo y de la soledad, se puede nacer de nuevo. Mira a Zaqueo». Soñad con que estuviese Camus llorando su orfandad: «Albert, comprendo tus lágrimas, es posible ser hijo. Yo he llorado también y alguien me ha dado la mano haciéndome hija». Y si hubiésemos invitado a Almodóvar al Meeting de Rímini, le diría: «Pedro, ¡que sí!, que es posible vivir como una niña, aun teniendo 54 años, que es posible depender de una ternura y alegría en el presente». Revivamos por un momento la intensidad del amor de Salinas, imaginadlo hablando de la belleza de su amada durante horas y al final, confidencialmente, nos dijera, con un rastro de nostalgia, que desea más: «Es verdad, Pedro, el amor nos despierta un anhelo de infinito insaciable y en este mundo existe una belleza que habla del infinito. Yo vivo de ese amor». Y si el grupo Switchfoot nos tararease su canción pidiendo que alguien reuniese sus fragmentos: «Chicos, hay alguien que llamándonos une los pedazos, a mí me ha pasado y ahora mis horas y mis días están unidos porque le responden a Él».
Son respuestas atrevidas, muy atrevidas, pero en mi ánimo está pronunciarlas por lealtad con estos amigos, no con afán de enseñar nada, sino dejando salir de dentro de mí la experiencia de una Presencia que me hace hija.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón