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Huellas N.07, Julio/Agosto 2019

RUTAS

¿Hay algo que no acabe nunca?

Anna Leonardi

Una pregunta que llena el día a día en clase, en casa, con los amigos. Y que está marcando el camino de los bachilleres. Cecilia, Giada y Kevin cuentan su encuentro con el movimiento. Una vida que desafía a sus heridas, al paso del tiempo... y a las distancias

Para Cecilia será el último verano en Roma. En septiembre se trasladará con su familia a Mons, en Bélgica. En las cajas que día tras día invaden su casa en Acilia, a las afueras del Raccordo, va metiendo todo lo que pueda llevar consigo de sus dieciséis años. En GS tampoco pasaba por un buen momento. En el colegio solo quedaban dos y con los demás de Roma es difícil quedar a causa de la distancia. El detonador de su inquietud llegó con la pregunta del Triduo de GS: “¿Hay algo que resiste al embate del tiempo?". «Es justo lo que me pregunto», cuenta Cecilia. «Y me llegó en un momento en que pensaba: “Total, si en Bélgica no puedo seguir viviendo la experiencia que vivo aquí con mis amigos de GS, mejor dejarlo cuanto antes"».
La misma tentación con los compañeros de clase, aunque desconectar con ellos no sería tan doloroso. «El clima nunca había sido muy bueno. Para mí siempre han sido muy superficiales y yo para ellos, una especie de “monja"». Pero cuanto más se acercaba la “fecha de caducidad", más acechada se sentía por la melancolía. «Pensaba en nuestra historia, tan deslavazada, en que nunca nos habíamos puesto unos frente a otros verdaderamente, y me sentía mal. Por primera vez, me di cuenta de que les quería. Y de pronto sentí que se derribaba un muro».
Cecilia tuvo coraje y decidió contarles a todos su traslado. El primero fue Ricardo. No esperaba gran cosa, pero él la dejó descolocada: «No, ¿pero cómo vas a dejarlo todo? Yo no podría... ». «Esa es justo la cuestión: encontrar algo que permanezca cuando tengo que dejarlo todo, incluso cuando ya esté en Bélgica», respondió Cecilia. Hablaron largo y tendido, incluso luego desde casa, por whatsapp. Entre textos de De Andrè y citas de Dante, él llegó al punto central: «Yo también deseo algo que no acabe. ¿Alguna vez has visto una amistad así?».

Un mes después, Cecilia, Ricardo y otros dos compañeros iban en el autobús de GS con destino a Rímini. Les esperaban cinco mil chavales de enseñanza superior procedentes de toda Italia para vivir juntos el Triduo de Pascua. «Les invitó mi profe de italiano. No podía creer a mis ojos cuando los vi llegar». Durante el viaje, Cecilia iba con las antenas bien puestas. «Les oía hablar de los locales de moda en la Riviera de la Romagna y me preguntaba si tendrían una vaga idea de lo que era un Via Crucis». Pero también le preocupaba otra cosa. Había escrito al padre Pigi hablándole del traslado a Bélgica, de esa pregunta cada vez más punzante y de cómo esa inquietud le había llevado a desear otra manera de estar con sus compañeros de clase. «Pensaba: “¡Oh, Dios, si Pigi lee mi carta, ¿qué van a pensar?!». Y así fue. Ricardo se le acercó nada más salir del pabellón.
«Cecilia, ¿soy yo el de la carta? No sabía que era tan importante para ti.». Cecilia no sabía dónde meterse, pero le dijo: «Hablando contigo me he dado cuenta de que no debo dejar de desear. Mira lo que ha pasado entre nosotros. Ahora me puedo ir a Bélgica tranquila». Al volver del Triduo, la profe invitó a los chavales a comer. «Y bien, ¿qué me contáis de Rímini?». Ricardo fue el primero en hablar. Sentado a su lado estaba su mejor amigo, que no había ido al Triduo pero normalmente le sigue como una sombra. «Profe, desde que hemos vuelto me siento extraño. Hasta mi madre me lo ha dicho». Su amigo empezó a bromear: «Ay Ricardo, ¿pero qué dices? ¿Qué te han hecho?». Ricardo, serio: «¡Tú no puedes entenderlo, el próximo año te vienes y lo ves tú mismo!».
Cecilia no podía dejar de mirar lo que estaba pasando. «Esto vence la melancolía. Quiero llevar conmigo a Mons la pregunta que me ha hecho descubrir todas estas cosas. Ahora, cuando me despido de mis amigos, me digo: “¿Por qué temes perder lo que sabes que te ha encontrado?"».
Giada también tiene dieciséis años e, igual que Cecilia, este año ha comprobado cómo se iban llenando algunos huecos de su historia. Pocos instantes le bastaron para volver a reengancharse después de un periodo alejada. Va a un liceo de Ciencias humanas a las afueras de Milán. Sus padres se separaron cuando era muy pequeña y desde hace unos años vive con su padre después de vivir con su madre. Todo se le hace muy empinado, tanto las subidas como las bajadas. En primero, un amigo la invitó a los scout. «Fue una experiencia fantástica. Descubrí una manera distinta de ser amigos y de seguir a los adultos. Allí, con ellos, por primera vez conocí a Jesús. Tanto que en tercero pedí recibir los sacramentos».
Pero al llegar al liceo todo empezó a desvanecerse. «Todo se fue a pique. Las respuestas que me daban ya no me bastaban. Me volví impertinente hasta con Dios. Quería entender quién era realmente y le decía: “¿Pero no ves todo el mal que hay? ¿Por qué no te mueves?". Empecé a sentir fascinación por las cosas oscuras, me convencí de que para estar bien tenía que estar mal».
Hasta una mañana del pasado mes de octubre. Giada llegó a la escuela sin la autorización ni el dinero para la salida didáctica programada para esa jornada. El subdirector le echó una reprimenda y la mandó con la profesora de Derecho. Las dos se instalaron en la biblioteca. Una sacó exámenes para corregir, la otra el libro de Historia. Pero ninguna veía el momento de empezar. «Había algo en la mirada de aquella profe que me decía: “Fíate". Le hablé de mí, de mis preguntas, de mis líos. Hasta le conté mis años con los scout». La profe le preguntó: «¿Y ahora?». «De vez en cuando quedo con alguno de ellos. Me han hablado de su grupo de GS, me han invitado a una reunión que se llama raggio, donde se toman en serio este tipo de preguntas. Debe ser cosa de CL...», respondió con cierta inseguridad. La profe sonrió: «Pero Giada, ¿por qué no vas?». «Creo que es algo relacionado con su escuela y sus familias. Me parece que yo ahí no pinto nada». La profe insistió: «Si quieres, podemos empezar tú y yo. Yo también soy de CL, yo también quiero tomarme en serio mis preguntas. Además, aquí hay otra profe y otra chica que lleva tiempo esperando a alguien con quien empezar».

A los pocos días Giada asistió a su primer raggio. La cita era en otra escuela, donde hay una comunidad más grande. Giada temía no sentirse a gusto, pero hubo dos cosas que inmediatamente la hicieron sentir como en casa: «ciertos rostros scout entre la multitud y la tensión, que nunca había visto en ninguna otra parte, por entender lo que nos sucede en la vida. Me sentí como sacada de la multitud». Mientras volvía a casa en el autobús, no hacía más que pensar: «Señor, ¿pero cuánto me has esperado? ¿Y por qué me quieres tanto?».
El lunes volvió a clase con el rostro iluminado. Fue a buscar a sus amigos del Colectivo, con los que había empezado a estar a principios de curso. «Chicos, los lunes ya no puedo ir a vuestras reuniones. He encontrado un lugar, se llama raggio. Allí hay alguien que conoce las preguntas que llevamos dentro». Esa misma semana dos de ellos decidieron seguirla. «Fue un desastre», cuenta Giada. «Mis amigos enseguida tomaron la palabra para plantear las preguntas de las que están acostumbrados a hablar: homofobia, racismo y medio ambiente. Cada vez que alguien intentaba intervenir, ellos golpeaban más fuerte». Giada entró en pánico. Le mortificaban sus provocaciones y los problemas que estaba causando a los de GS. Parecía imposible encontrar un lenguaje común. Al final, una chica soltó: «Decid lo que queráis, pero yo solo puedo partir de mi deseo de ser verdadera con la vida». En el silencio general, uno de los chicos del Colectivo preguntó: «¿Y qué es la verdad para vosotros?». El raggio terminó así. «Con esta pregunta me fui al Triduo», explica Giada. «En el fondo, me parece que es la otra cara de la moneda de lo que Pigi nos había preguntado. La verdad es esta relación con Uno que permanece siempre, incluso cuando nos alejamos. Dios no se retiró de mí, de hecho me amó más aún». Esto es lo que la saca de la cama ahora, incluso cuando algunas mañanas le asalta la apatía porque «no sé muy bien qué estoy haciendo aquí» y tampoco tiene ganas de ir a clase. «A veces no consigo entrar y me voy al parque». Pero nada, ni siquiera una jornada perdida apaga el deseo que la embarga, siempre vuelve. En un banco del parque ha devorado una página tras otra El sentido religioso de don Giussani, porque «vuelve a ponerme en marcha, me saca de la confusión». Y por las noches, antes de dormir, se pone los auriculares y escucha Favola de Chieffo. «Se ha convertido en mi oración: me pongo en las manos de un padre que estoy aprendiendo a conocer».

Kevin tiene 17 años y viene de Camerún. Llegó a Italia hace dos años para reunirse con su padre, que vive en Forlì. Él también lleva una canción de Chieffo en el corazón. «La notte che ho visto le stelle [La noche que vi las estrellas, ndt.] cuenta lo que me pasó cuando, después de llevar un mes aquí, conocí GS», recuerda. «No hablaba una palabra de italiano. Solo sabía que iba a ir a una escuela profesional y estaba todo el día en casa...». Luego llegó la primera estrella, la “abuela Teresa". «Es nuestra vecina, tiene más de 70 años. Un día entró en casa y me dijo: “Si quieres, mañana te llevo a conocer a unos chicos de tu edad". Tuvimos que convencer a mi padre, pero a la mañana siguiente estaba con ella en el tren que iba al Meeting de Rímini». Allí se encendieron para Kevin miles de estrellas. «De aquel día recuerdo cada minuto. La abuela Teresa me presentó a los bachilleres de Forlì, que me llevaron a ver las exposiciones: una sobre Italia y otra sobre inmigrantes. Competían entre ellos para explicármela en inglés. Luego, la comida y los cantos alrededor de la piscina. Cuando volví a casa por la noche, como dice la canción, yo tampoco “quería dormir, quería subir allá arriba para ver y para entender"». Durante todo un año Kevin estuvo con los ojos abiertos. «Mi padre, como no entendía muy bien lo que era aquel grupo, me dijo que me dedicara a pensar solo en los estudios. No me dejaba ver a nadie, pero yo no podía olvidarlo». Esos meses Kevin estuvo muy ocupado estudiando para fontanero y aprendiendo italiano. «Quería volver a ver a aquellos amigos y entenderlos mejor. Esperaba que la abuela Teresa volviera a llevarme al Meeting». Y así lo hizo. En agosto Kevin fue de nuevo en tren a Rímini con los bachilleres de Forlì. Desde entonces, no se ha movido de ahí. Cuando empezó el curso, a escondidas de su familia, iba por las tardes a estudiar con sus amigos a la parroquia. «La abuela Teresa empezó a interceder con los míos, y así pude ir también a las vacaciones de invierno y después al Triduo». Esos días en Rímini hicieron nacer en él el deseo de que sus padres pudieran ver «todas esas estrellas» que él veía. En el autobús de regreso, Kevin remató el proyecto de una fiesta africana para invitar a su familia.
Era una tarde de domingo en mayo cuando un centenar de bachilleres se reunió en los locales de la parroquia. La madre de Kevin sacaba de la cocina bandejas con platos tradicionales de Camerún, luego la convencieron para que se sentara a disfrutar del espectáculo que los chavales habían preparado:
sketches, juegos y un video que mostraba su amistad. «Nunca había visto a mi madre tan contenta. Reía y lloraba a la vez. Ahora mi padre tampoco está tan preocupado».
En junio, Kevin acabó los estudios y ahora busca trabajo como fontanero. «No sé qué haré con mis amigos de GS. A veces me da miedo que todo acabe... Ellos dicen que nos seguiremos viendo. Yo solo sé que desde que vi las estrellas, ya no puedo volver atrás».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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