Las protestas contra la construcción de iglesias y los privilegios desde arriba. El derrumbe de una fe formal y politizada. Pero entre los fieles ortodoxos y en la sociedad civil aparecen gérmenes de una nueva conciencia cristiana. Voces desde Rusia
Estamos acostumbrados, sobre todo en Rusia donde en época soviética las persecuciones habían profanado y cerrado miles de edificios de culto, a considerar a las iglesias como un símbolo de la liberta religiosa. Esto agudiza la paradoja de un conflicto que hace poco más de un mes ha ocupado las páginas de los medios rusos e internacionales. La población de Ekaterimburgo -capital de provincia en los Urales y ciudad-símbolo donde fueron deportados y matados en 1918 los miembros de la familia imperial- se sublevó en contra de la construcción de una iglesia ortodoxa en el terreno de un jardín público en el centro de la ciudad. Manifestaciones y desórdenes alcanzaron tales proporciones que movieron al presidente Vladimir Putin a intervenir para poner paz entre las facciones. Además, no parece ser un caso aislado, sino una tendencia en aumento. Se habla de al menos 28 ciudades de Rusia, en 25 regiones distintas, en las que en los últimos cinco años se han producido protestas en contra de la construcción de nuevas iglesias.
¿Qué explicación tiene este fenómeno? Una cosa parece evidente viendo los reportajes en televisión y los rostros de los manifestantes: personas de todas las edades, familias con hijos pequeños, profesionales y gente sencilla... No se puede hablar simplonamente de una batalla entre «ateos militantes y retrógrados oscurantistas». El cuadro es más complejo y revela más bien el surgir de una nueva conciencia entre los fieles en el seno de la sociedad civil, que advierten la necesidad de nuevas formas de presencia y de misión. Lo revela, por ejemplo, el publicista Andrei Desnicki: «Si bien nuestra cultura, independientemente de la religiosidad personal de cada uno, cuenta con un enorme respeto por la herencia cristiana, aumenta sin embargo en la sociedad civil la desconfianza hacia las instituciones eclesiásticas, demasiado frecuentemente al servicio del poder, tanto bajo los zares como en los tiempos de Stalin y como hoy... Está madurando la necesidad de un cristianismo distinto, que no necesita ninguna escolta armada... al igual que no la necesitaron Cristo y los apóstoles».
Comentando los sucesos de Ekaterimburgo al hilo del cierre masivo de iglesias después de la revolución de 1917, la estudiosa Anna Margolis, colaboradora de Memorial, observa: «En aquel entonces se abatían las iglesias para dejar espació para parques públicos; hoy en los parques se quieren construir iglesias, pero en el fondo la lógica no ha cambiado. Es siempre un poder que desde arriba pretende imponerse a la sociedad civil».
En los últimos treinta años, en efecto, el imponente proceso de reconstrucción de las estructuras eclesiásticas en Rusia ha asumido los rasgos de una «restauración» del status quo prerevolucionario; por otra parte, una posición compartida por la Iglesia en Occidente hace un siglo, en un contexto histórico en el que el cristianismo representaba la religión del Estado y era preponderante, de hecho, en la sociedad.
En un cierto sentido hoy, en Rusia y en Occidente, los roles se han invertido: el Estado y la Iglesia se alían juntos para defender los valores tradicionales de la moral, la vida y la familia. Una suerte de reivindicación de la libertad eclesial extrañamente unida a una condena de la libertad de conciencia que se supone lesiva de una verdad ética y religiosa. Y el modo de resolver estos conflictos es imponer desde arriba una solución mediante la concesión de privilegios corporativos y una actitud intolerante hacia las minorías. No es raro asistir a una instrumentalización del poder político con fines proselitistas. Así se explican los persistentes problemas para restituir los edificios de culto a otras confesiones y religiones; la enseñanza de la asignatura escolar “Principios de la cultura ortodoxa" en términos fundamentalmente polémicos (hasta el punto de que algunos sacerdotes ortodoxos prefieren apuntar a sus hijos a la clase alternativa de “Ética laica"); la ley Jarovaja de 2016 que prevé una serie de restricciones a la actividad misionera de las organizaciones religiosas presentes en el país. De ahí también el incremento de nuevos fundamentalismos que se sienten autorizados a realizar gestos violentos que traicionan las mismas intenciones de la institución eclesiástica. Es el caso, por ejemplo, de los incendios provocados en 20X7 en las salas cinematográficas que iban a proyectar la película Matilda, del director Alexéi Uchítel, un drama sentimental considerado irrespectuoso hacia el zar Nicolás II, canonizado por la Iglesia ortodoxa.
Por otro lado, en el interior de la sociedad rusa se va difundiendo una concepción liberal caracterizada por un relativismo ético y la indiferencia hacia la cuestión religiosa. No falta la tentación de tomar como modelo el «totalitarismo blando» occidental que tiende a «considerar la fe profesada y la pertenencia religiosa como un obstáculo para la admisión a una plena ciudadanía cultural y política de las personas» (Cfr. La libertad religiosa para el bien de todos, n. 4). Pero también se asiste a la maduración en el interior de la Iglesia de una nueva conciencia de la responsabilidad y de las tareas propias de los cristianos.
«Un cierto tipo de fe externa, institucional, entendida como un fenómeno de masa, como un ritualismo formal, está teniendo un verdadero desplome», ha observado el sacerdote ortodoxo moscovita Aleksei Uminski. «En cambio, para muchos la fe se está convirtiendo cada vez más en una opción y una responsabilidad personales». Fenómenos nuevos de experiencias laicas en el campo educativo, social, asistencial, y el desarrollo extraordinario de un voluntariado que implica a miles de personas (un director de cine como Zviagincev, laico, lo ha retratado crudamente en la película Loveless) pueden parecer fenómenos paralelos a la Iglesia. En realidad, constituyen quizás un nuevo e imprevisto desarrollo. Así ha sucedido también en épocas pasadas, de un modo a veces desconcertante también para la misma institución eclesiástica. Basta pensar en «el desequilibrio de las Bienaventuranzas» invocado recientemente por el papa Francisco, que solo «puede responder a la sed siempre excedente que es lo humano».
Una crisis de crecimiento, por lo tanto, de unas generaciones que están madurando «una fe personal, que implica libertad, opción y responsabilidad, un camino fatigoso, tortuoso, arriesgado», como subraya también el padre Uminski, pero que se revela a la luz de los hechos más «ambiciosa» de las reivindicaciones de la “libertad eclesial" avanzadas por la jerarquía. De hecho, se propone a la sociedad como fundamento de un nuevo humanismo, base de un diálogo capaz de valorar a cada uno y a todos. El principio de un mundo transfigurado según la promesa de Dios, consciente de que esta transfiguración «es un regalo del amor de Dios para la criatura humana y no el resultado de nuestros esfuerzos por mejorar la calidad de la vida personal o social. La religión existe para mantener viva esta trascendencia de la redención de la justicia de la vida y del cumplimiento de su historia» [La libertad religiosa para el bien de todos, n.87).
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón