Va al contenido

Huellas N.06, Junio 2019

RUTAS

Amazonas. El mundo en torno al río

Monica Poletto

Con vistas al Sínodo de octubre dedicado a los pueblos indígenas, un viaje entre Manaos y Parintins, selvas, canoas y rostros. Celso y Darlete enseñan a los chicos a cultivar la tierra respetándola, el misionero amigo de los sateré-mawé y el obispo que dice: «Evangelizar es tomar en serio nuestra herida»

Alabado seas, mi Señor» fue el saludo del Papa a los pueblos del Amazonas que en enero del año pasado se reunieron en Puerto Maldonado para encontrarse con él. Al decidir entrar en el Perú a través de “la puerta" del Amazonas, Francisco mostró al mundo esta tierra y «la obra maravillosa de los pueblos que la habitan». A ellos y a su patria mirará la Iglesia entera cuando, en octubre, se celebre el Sínodo para la Amazonia, una tierra «multiétnica, pluricultural y plurirreligiosa, un espejo de toda la humanidad que, en defensa de la vida, exige cambios estructurales y personales de todos los seres humanos, de los Estados y de la Iglesia».
Bastan estas palabras para comprender que se trata de un Sínodo que supera el ámbito estrictamente local, para dirigirse «hacia la Iglesia universal y también hacia el futuro de todo el planeta». Amazonas es un punto de vista, un ángulo de perspectiva desde el que se puede ver mejor y más al fondo todo.
No es casual que, al llegar allí, nos venga enseguida a la cabeza la experiencia de don Giussani cuando en la región de Macapá, a comienzos de los años sesenta, conoció a un grupo de sacerdotes que se repartían por la zona «de modo que, por un tiempo entre veinte y cuarenta días», cada uno de ellos recorría el territorio pantanoso para ir a ver a veces a un solo caboclo, los mestizos que viven del árbol del caucho, y viendo partir a uno de ellos, «un hombre alto, grande, que se alejaba y, de vez en cuando, en la semioscuridad, se daba la vuelta y me saludaba sonriendo», Giussani comprendió qué es el cristianismo: «Una pasión por el hombre, un amor al hombre. No al hombre de los filósofos liberal-marxistas, producto de su cabeza, sino al hombre real que eres tú, que soy yo». Provocados por la atención del papa Francisco por estas tierras y acompañados por la mirada de don Giussani, vamos al encuentro de los amigos que habitan en este maravilloso rincón del mundo.
Treinta kilómetros al norte de Manaos, Celso y Darlete dirigen la escuela agraria María Rainha dos Apóstolos. Viven literalmente en la escuela con todos estos chicos, lejos de su familia, son un poco hijos suyos. Lo hacen desde hace treinta años, desde que los misioneros del PIME, que la habían fundado, la confiaron al Centro de Solidaridad San José, del que también formaban parte Celso y Darlete.
En esta escuela, cuyas tierras bordean la selva, unos 120 alumnos que vienen de las aldeas y pueblos ubicados a orillas de los ríos -el río Negro, el río Amazonas con sus innumerables afluentes- aprenden a cultivar la tierra respetando el complejo ecosistema amazónico.

La vida en la escuela es muy exigente incluso para chavales acostumbrados a la aspereza de la naturaleza y que, en muchos casos, han viajado días enteros en barco para llegar allí. Se despiertan a las 6 de la mañana. Luego, clases en el aula y, por la tarde, en los campos, para aprender las técnicas de cultivo y de ganadería. Por la noche, después de la cena, otras dos horas de clase. Todos los días, sábados incluidos.
Muchos de ellos, cuando llegue el momento, enseñarán en sus tierras de origen las técnicas aprendidas aquí. Y estas técnicas replicables y respetuosas permitirán un mejor cultivo de la tierra, con menor deforestación y una mayor sostenibilidad para las poblaciones. Impresiona ver la seriedad y laboriosidad de los chavales, así como sus hondos silencios y sus miradas intensas. Son chicos que han crecido en compañía de la selva, que hay que tratar como una amiga, es decir, que hay que escuchar con su lenguaje hecho de aullidos, rugidos, gritos de animales y los sonidos del viento y del río. Celso y Darlete los educan como educan a sus hijos. Celso lo hace con las miradas, no habla mucho, pero los chicos lo entienden perfectamente. Se sientes valorados y le estiman como a un padre severo que se complace con ellos. Darlete lo hace con un cuidado atento y discreto. Los 40° de temperatura constante no la detienen al anticiparse a las necesidades de los chavales, que tiene presentes uno por uno. Está totalmente pendiente de lo que pasa en la escuela. «Aquí cada día pasa algo. Solo hay que mirar», comenta. Y ella lo hace con discreción y alegría.
Han pasado por momentos difíciles. En 2013, el gobierno regional suspendió repentinamente las subvenciones y ellos se encontraron con muchos estudiantes y sin dinero. A raíz de estas dificultades, acudieron a los antiguos amigos italianos que les habían ayudado a dar los primeros pasos al comienzo de la escuela. Y buscaron también nuevos amigos entre las obras sociales brasileñas e italianas con las que empezaron a compartir el camino. Estos amigos han sostenido su responsabilidad, sin sustituirles, y ahora no tienen miedo a afrontar los retos que tienen por delante porque tienen a alguien con quien consultar las cuestiones, tanto las económicas como las técnicas y las educativas. Los problemas siguen estando, pero afrontarlos en compañía lo cambia todo. En la escuela hay chavales que provienen de comunidades indígenas. Como Joilton, que es un sateré mawé, un pueblo nativo que vive a orillas de los afluentes del río Amazonas, al sur de Parintins. Viene de una aldea, Santa María del río Andía, cuyas casas son de madera y paja. Viven de la pesca, de los frutos de la selva, cultivan la mandioca necesaria para el alimento cotidiano. Cuando nos cuenta su historia, se le ilumina la cara hablando de su amigo el padre Enrico Uggé, misionero del PIME que iba a visitar su aldea y con el que estudió cuando era niño. No es el primero que nos habla de él. Por eso, queremos conocerle, conocer al amigo de los sateré-mawé.
Desde Manaos a Parintins hay una hora de avión. Al llegar, el panorama es sobrecogedor. Hasta donde alcanza la vista se ve solo el río Amazonas, sus afluentes y algunas extensiones sumergidas por el agua, que en esta estación es muy alta. No se puede imaginar una mayor paleta de verdes y azules que la que se contempla allí abajo.
La diócesis de Parintins es bastante rara. La conforma una ciudad de unos cien mil habitantes y un territorio como el doble de Luxemburgo, que se desarrolla por entero en medio de la selva y los ríos, donde viven 500 comunidades caboclo y sateré-mawé repartidas en cuatro municipios.

Monseñor Giuliano Frigeni lleva cuarenta años en el Amazonas y desde hace veinte es obispo de Parintins. También se está preparando para el sínodo y lleva en la cabeza lo que dice el documento preparatorio acerca de la vital importancia para toda la Iglesia de «escuchar a los pueblos indígenas y a todas las comunidades que viven en la Amazonía, como los primeros interlocutores». Cuenta lo que ha significado para él conocer y amar a estas poblaciones. «Evangelizar es tomarse en serio nuestra herida. Todos la llevamos encima, porque es la del pecado original, la experiencia del límite, la distancia entre el bien que deseamos y el mal que hacemos. Al igual que los habitantes del Amazonas, nosotros los misioneros podemos encontrarnos al mismo nivel, el de la necesidad de que Alguien cure esa herida y nos ayude a luchar contra nuestros límites y errores».
Para empezar a entenderse con la gente de aquí, dice, «hizo falta mucho tiempo. Un tiempo de escucha para aprender a conocerlos y amarlos en su raíz profunda, que es nuestra misma raíz, esto es, la de ser amados por Dios tal y como somos. Con ellos he aprendido que la verdad es sinfónica, no pertenece a una cultura aislada, o dominante, como ha sido durante muchos siglos la europea. El cristianismo hace posible que todos sean respetados y valorados».
Pensando en la pasión del papa Francisco por «toda la biodiversidad que encierran estas tierras», explica que «la selva no está hecha para el monocultivo, porque una planta depende de otra para nacer y crecer. Si intentas plantar una única especie, para explotar plantaciones de fruta tropical o de madera noble destruyendo otras plantas, el proyecto fracasa, las plantas no crecen. Así sucede también con hombres de razas y culturas diferentes». El padre Giuliano, como le llaman todos aquí, nos presenta al padre Uggé. Hay que conocerlo si se quiere entender algo de esta tierra. Conocer a este hombre de 76 años que sigue dando vueltas en barco por medio de la selva para ir a visitar a sus queridos indios significa experimentar esa pasión por el hombre que fulguró a don Giussani.
El padre Uggé quiere que no se pierda lo que ha descubierto. Por ello, nos lleva con él en la barca a conocer a sus amigos. Las comunidades que viven a orillas de los ríos están aisladas, las distancias son enormes y casi nadie tiene una barca a motor. Muchos de los sateré y caboclos siguen moviéndose en canoas. El padre Enrico piensa con malestar en los fondos que los gobiernos han entregado a estas comunidades en lugar de procurar entenderlas, trabajar con ellas y dejar que sean ellos los protagonistas de su desarrollo.
Mientras nos acercamos en barco, nos habla de la relación profunda que los une, fruto de años de escucha y entrega gratuita que ha dado solidez a un vínculo recíproco de amistad «entre hombres libres». Él ayudó a estas comunidades a hacerse legalmente propietarias de las tierras, obteniendo las garantías jurídicas para impedir la expropiación. Esto ha favorecido el crecimiento de la población y una mejora de las condiciones de vida. Los sateré-mawé le están muy agradecidos. Pero es otra la verdadera razón de su amistad.
«Tienes que conocerlos y para eso debes estar disponible. Ellos buscan a quien les escucha. Para que se abran, tienes que respetar sus tiempos, que son completamente distintos de los nuestros. Para nosotros el cristianismo coincide con una cierta idea de tiempo, espacio y razón. A veces, trasladamos por el mundo una cultura europea, ilustrada. Es importante que comprueben que para mí su cultura es valiosa, buena y bella. Como cualquiera de nosotros, aceptan una relación cuando se sienten comprendidos, acompañados y estimados. En unos tiempos que no son los nuestros».
Mientras rememora su historia de misionero, repite que también Jesús iba de pueblo en pueblo. Y él quiere hacer lo mismo. Cambiar el sistema no sirve. «Sirve la presencia, no los discursos. No han aceptado mis razonamientos, sino mi persona. Al igual que Jesús, no podemos sustraernos a una relación personal». Los sateré empezaron a fiarse cuando comprobaron que tenían delante a un hombre cabal. Les decía que volvería a verles, y volvía. Exactamente el día que había anunciado, cuando ellos lo esperaban. No era como los expertos y periodistas, los que ellos llaman “los muertos", porque al muerto solo se le ve el día de su funeral. El padre, en cambio, vuelve siempre.
Él tiene un cuaderno por cada familia, donde apunta sus nombres y sus historias. Para no olvidar a nadie. Porque ellos no olvidan y aprenden mirando. «Cuando ganan confianza, exigen seriedad. Y así me ayudan a ser siempre padre». Se conmueve cuando piensa en lo más bonito que le han dicho: «Gracias de corazón, padre, porque nos has tratado como personas». Su ideal de misión es el monasterio. En el fondo, las reducciones fueron una suerte de monasterios. Nadie ha sido más misionero que los monjes. «El Papa los enviaba a nuevos territorios y, a través de ellos, nacía la Iglesia, como en Francia o Inglaterra». Aquí, la Iglesia de la Amazonía.
Le preguntamos por su próximo viaje. En breve, dormirá muchas noches a orillas del río, donde «las estrellas parecen perlas y no se ve dónde acaba el cielo y dónde empieza el río». Las comunidades le esperan. Tendrá que navegar veinte días.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

Vuelve al inicio de página