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Huellas N.06, Junio 2019

PRIMER PLANO

Rober (o la alegría de ser hijo)

Guadalupe Arbona Abascal

¿Cómo puede ser tan útil la vida de un hombre débil y enfermo? «Los que van a verle lo saben: salen cambiados». Un modo de vivir el dolor y la enfermedad que es un bien para su familia, los amigos, los médicos y los demás pacientes... Un testimonio desde Coslada

18 de marzo de 2019. Roberto se encuentra algo cansado, se lo dice a Mamen, su mujer. En principio parece poca cosa, pero al día siguiente tiene fiebre y empieza a no controlar su cuerpo. Mamen lo lleva al hospital en el que ya estuvo hace seis años. Allí tienen su historial y le reciben muy bien. Cuando entra, uno de los médicos dice:
«Es un paciente muy querido, la forma en la que vivió él y todos vosotros la enfermedad hace seis años es algo que no se olvida nunca. Veo muchas cosas, pero ninguna como esta», mientras habla se seca una lágrima. Todavía lleva en la memoria lo que generó este enfermo a su alrededor hace seis años. No es un paciente corriente. Tras la primera operación y con el cuerpo exhausto, llenos de tubos y heridas, sonreía y decía que no cambiaba una coma de lo que era su vida, estaba sereno. Lo decía con una sencillez desarmante. Los médicos no podían dejar de entrar a asegurarse si era verdad que se puede vivir así el dolor y la enfermedad, por eso, una vez que acababan su trabajo y ya sin obligación, volvían. Es una extraña procesión: el cardiólogo, el anestesista, el internista entran para espiar una forma diferente de vivir la enfermedad. «En su cama, despojado de todo -dice Mamen- sin hablar porque ni siquiera tiene fuerzas para ello, es un hombre comprometido con la vida. Tiene la mirada ida y le pregunto, muy bajito: “Rober, ¿en qué piensas?". Me contesta: “Estoy rezando".
Es impresionante ver cómo en la debilidad de su existencia se deja impactar por la presencia de Jesús». ¿Cómo puede ser la vida de un hombre, frágil y enfermo, tan útil? Los que van a verle lo saben: salen cambiados. Esta vez ha entrado en el hospital delirando, la infección se ha expandido por todo el cuerpo y pasa varios días en la UCI. Su mujer no puede visitarlo más que una hora al día. El segundo día al llegar a casa, Candela le pregunta a su madre: «Mamá, dime la verdad: ¿papá se ha muerto?». Llora sin parar. «No, hija, pero está muy malito. ¿Por qué me preguntas eso?». «Porque cuando papá estuvo malo la otra vez tú estabas en el hospital siempre con él y ahora no. Mamá, dile a los médicos que les pagamos todo el dinero del mundo, para que curen a papá». Entonces interviene el hijo mayor: «Deja de llorar. ¿Puedes hacer algo? No, pues reza. Papá está vivo ahora, en este instante. Lo raro es que estemos vivos y no muertos. Tú has sido elegida para estar aquí, estate agradecida. ¿Por qué te preocupas? Papá está hoy vivo». Es el final del día, se van tranquilos a lavar los dientes, la niña se abraza a su madre y le dice: «Yo a ti te veo contenta y sé que le quieres. Yo quiero estar así».
La conversación es la de dos chavales de 13 y 11 años, pero han visto ya muchas cosas. La otra vez que su padre estuvo al borde de la muerte, su madre decía: «Hoy me sorprende porque está vivo, mañana no sé cómo me sorprenderá». Es claro que Mamen confía y se deja querer por el Misterio.
Mientras sus hijos mantienen esta conversación, Roberto lucha con la infección. Hasta que no le baje la fiebre, no pueden operarle, la válvula que le pusieron hace seis años se la ha comido una bacteria. Además, padece una enfermedad neuronal degenerativa (tiene 28 lesiones cerebrales), insomnios pertinaces y hemorragias continuas. Desde la cama, sonríe débilmente, nos mira y dice: «Si me muero descansaré con Jesús. Yo solo quiero testimoniar al mundo mi fe. Toda mi vida ha sido estar a los pies de la cruz, esa ha sido la condición de mi vida, pero no me cambiaría por nada del mundo». En un encuentro con universitarios, dijo: «He tenido muchos problemas en mi vida familiar y en mi salud, pero todo ha estado iluminado por el encuentro con Jesús y en el seguimiento a Julián. He podido descubrir que la vida es dependencia. Es una cosa que leí en El sentido religioso y me lleva acompañando toda la vida. Quizá una persona sin problemas de salud no lo pueda entender de modo tan inmediato como yo. Yo agradezco mucho esta claridad. Gracias, Señor, porque dependo de ti. Llevo la mitad de mi vida así y es una bendición».

No exagera ni una coma. Lo conocí siendo estudiante de periodismo. Su padre los había abandonado y su madre, para sacar adelante a sus hijos, llevaba una peluquería durante el día y por la noche vendía periódicos en la estación. Yo le preguntaba por su padre, pero él no quería oír hablar de él. Pasaron los meses, los años y yo de vez en cuando le decía: «¿No crees, Rober, que es mejor perdonar que llevar esa amargura dentro?». Un día lo buscó, a las semanas se tomó un café con su padre, al poco tiempo lo invitó a comer en su casa, pasó el tiempo, y lo acompañaba al médico a transfundirse sangre y por fin el padre murió en los brazos de su hijo, sabiéndose perdonado. Recuerdo el día que descubrió y se apasionó por Los miserables. El gesto de perdón del obispo con Jean Valjean le removió por dentro. ¿Es posible que leyendo a Víctor Hugo le rondase el deseo de perdonar a su padre? Ahora lo vive como un regalo de Dios, como si Dios le dijera: «Mira esto que creías imposible -la relación con mi padre- te lo concedo para que veas lo grande que es la vida».
La vida de Rober ha estado y está en la cruz, como lo estuvo la de Etty Hillesum, escritora a la que lee y relee. De ella aprende que incluso en un campo de concentración, se puede vivir en diálogo con un tú. «Tú, que me diste tanto, Dios mío, permíteme también dar a manos llenas», escribe Etty en el campo. «Mi vida se ha convertido en un diálogo ininterrumpido contigo, en una larga conversación. Cuando estoy en algún rincón del campamento, con los pies en la tierra y los ojos apuntando al cielo, siento (...) la gratitud». Rober vive así, agradecido y reza, con la sencillez de un niño, en la mano un rosario hecho con bolitas de colores del que no se separa.
El 26 de marzo -ocho días han tardado en doblegar la infección- los médicos deciden operar a vida o muerte de nuevo. Rober ha padecido alucinaciones y le dice a un amigo que lo que pide es no separarse de la realidad. Quiere aprender a no quedarse en la apariencia, quiere descubrir en esos momentos horrendos Quién le permite respirar. Mamen lo mira antes de bajar al quirófano y escribe minutos después: «Menos mal que estar con él me lava mis ojos del miedo y la fatiga, no me tengo que inventar nada, solo mirar». La presencia de un Tú en su carne es tan evidente que habla de Otro. Por eso la victoria sobre el miedo y la fatiga tiene un nombre para Mamen: «Solo la Resurrección de Jesús da consistencia a mi vida. Si no, lo que yo hago se me escurre entre las manos».

Rober sale de la operación, muy frágil, y los médicos dan su informe: «Se ha dejado operar y no estábamos seguros de ello. Es el tercer milagro que vemos en él. No podemos creer cómo viven él y los suyos». Mamen siempre está a su lado, ella que ha pasado también por la prueba de la enfermedad, dice que puede vivir así gracias al trabajo de la Escuela de comunidad y el seguimiento a Julián: «Parece mentira que en los momentos más difíciles, la persona más cercana es una que está a 2.000 km de distancia; a través de Julián comprendo la experiencia que estoy llamada a hacer en medio de la enfermedad: es la experiencia de la ternura de Jesús». Las horas del postoperatorio son muy complicadas, pero hasta los médicos están confiados. Ya han visto en él muchas cosas que parecían imposibles. Otro de los doctores en una de sus visitas le dice: «Rober, en el piso de arriba hay un enfermo desesperado: me gustaría que hablases con él».
Y es que la paz de Rober se hace deseable para todo el que lo ve, es tan consciente de su dependencia, de su ser hijo, que a su lado se experimenta algo nuevo, una especie de exigencia de cambio. Junto a él, amigos y extraños perciben la densidad histórica y cultural de la fe. Es difícil no sentirse arrastrado por el deseo de participar de lo que vive él. Un deseo de cambio antropológico, es decir, de vivir como un hijo, dependiendo de un Padre bueno. Un deseo de que su alegría llegue a todos; por eso los médicos, acostumbrados a bregar con la enfermedad, viéndole, se dan cuenta de que se necesitan hombres como Rober, porque su vida hace bien al hospital. Rober contribuye con su carne enferma y su mirada de hijo agradecido al bien común.


 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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