Una mente inagotable, códigos repletos de intuiciones, caprichos, ideas futuristas. Hasta la capacidad de concebir la ciudad moderna viviendo en Milán... En su 500esimo aniversario, descubrimos la relación entre el artista y el cardenal Federico Borromeo, viajando a la Pinacoteca Ambrosiana donde el arte se alió con la reforma de la Iglesia
Un genio, pero también un haragán. No tenía reparos el cardenal Federico Borromeo delante de uno de los grandes genios de la historia, Leonardo da Vinci. En un libelo impreso en 1628 hablaba de él con extrema franqueza. «El ingenio suyo fue maravilloso... superando a todos los demás de su siglo», escribió. Pero era inconcluyente, porque la mayoría de los proyectos que salían de su cabeza «no llegaban a concretarse». Como diciendo que «perdía el tiempo en esos caprichos» de modo que pintaba poco, sin secundar «ese don tanto de la naturaleza como de Dios, en el que era verdaderamente excelente».
Federico, primo de san Carlos, al que Manzoni dedicaría una de las páginas más bellas de Los novios, sabía bien de qué hablaba. De hecho, en 1603, habían recibido una donación de Guido Mazenta, sacerdote barnabita, que reunía 11 manuscritos de Leonardo, actualmente denominados C124. Y no ocultaba su felicidad al poderlos manejar. Cuando en 1615 se abrió la posibilidad de comprar el más rico de los códigos leonardescos, el Código Atlántico, Federico escribió a un interlocutor suyo: «Ahora está valorado en cuarenta escudos, y se puede comprar, porque es una verdadera joya. No lo compró entonces. Pero llegó como donación a la Biblioteca que Federico fundó en 1630, gracias a la generosidad del conde Galeazzo Arconati, según atestigua una solemne placa en el escalón de acceso de la Pinacoteca Ambrosiana.
En suma, Federico por una parte reprendía a Leonardo en la distancia, por otra procuraba hacerse con esos extraordinarios códigos repletos de intuiciones y de invenciones, para ponerlos a disposición de los estudiosos de su Biblioteca, «la heroica e inmortal librería», como la definió Galileo Galilei. Abrió sus puertas en 1609 «para ofrecer un servicio universal», es decir, para estar abierta gratuitamente a todos.
Había mandado edificar la Biblioteca en un lugar a medio camino entre la casa de los Borromeo y el Arzobispado, al lado del Duomo, donde se había instalado. Pero el lugar elegido tenía una connotación leonardesca: surgía en el área de la Iglesia y de la Cripta de San Sepolcro que el artista, con su extraordinaria capacidad intuitiva, había identificado como un punto central para Milán, casi el ombligo de la ciudad. En un mapa a vista de pájaro, que se conserva precisamente en la Ambrosiana, lo había dibujado como "el centro" de Milán, en cuanto que la iglesia y la cripta surgían en el cruce entre el decumano y el cardo en la topografía de época romana (el Decumanus maximus, con orientación este-oeste, se cruzaba perpendicularmente con el Cardo maximus, tanto en el trazado de una ciudad romana como en el de un campamento militar, ndt.). Leonardo hizo también otro dibujo, representando en planta con extraordinaria precisión la iglesia y la cripta. Lamentablemente, este dibujo no se conserva en la Ambrosiana, porque en 1795 Napoleón se llevó a París todos los códigos leonardescos de Federico. En 1815, tras el Congreso de Viena, cuando Antonio Canova se presentó para solicitar la restitución según los acuerdos firmados, recibió como respuesta que los manuscritos donados por Mazenta se habían perdido. Volvió llevándose consigo solo el Código Atlántico, que no es solo el más rico e importante, con sus 1119 hojas, sino el que cuenta también con el formato más espectacular (con las dimensiones de un "atlante", de ahí su nombre). Pocos años después, los manuscritos, obviamente, volvieron a aparecer. Pero el momento propicio ya había pasado y se quedaron en el Institut de France.
Federico dedicó "su" biblioteca a Ambrosio porque, como destaca Francesco Braschi, uno de los estudiosos que gobiernan la institución, «en palabras del cardenal Borromeo, él "había huido de la ignorancia"». La idea era que esa Biblioteca fuera un lugar de conocimiento y de formación. De ahí la intuición genial de asegurarse el gran cartón con la Escuela de Atenas de Rafael, recientemente restaurado y devuelto al público de forma espectacular. Federico quería que este inmenso dibujo funcionara como una "palestra" para los nuevos artistas. Por lo que se refiere a Leonardo tenía otros planes. Lo consideraba un pintor único e inimitable. En particular, como escribe en ese texto sorprendente que es el Musaeum, le llamaba la atención la capacidad de Leonardo de representar los sentimientos del alma a través de los del cuerpo. Explica Marco Rossi, profesor de Historia de arte medieval y gran conocedor de esta etapa de la cultura ambrosiana: «Con Leonardo, Federico descubre una pintura capaz de suscitar devoción y afecto por lo sagrado. Por eso el cardenal confiaba en que las copias de las obras famosas del maestro proporcionarían una adecuada educación a los jóvenes pintores que se formarían en la Academia Ambrosiana».
Ya, las copias. Para ello, Federico tenía a un artista de referencia. Se llamaba Andrea Bianchi, apodado el Vespino. Entre 1606 y 1612 este realizó una copia a escala 1:1 del Cenáculo. Pero, siguiendo una indicación del cardenal, quitó todo lo superfluo, limitándose a las figuras de Cristo y los apóstoles, con el fin de enfatizar la capacidad de Leonardo de devolvernos la verdad del suceso, restituyéndonos un estado de ánimo de desconcierto. Para celebrar dicha atención de su fundador, la Ambrosiana ha querido conmemorar los 500 años de Leonardo exponiendo una de las variantes de su Última Cena que Andy Warhol realizó en los últimos meses de su vida. Federico también confió al Vespino la copia de la segunda Virgen de las Rocas que en aquellos años se encontraba en Milán, en la iglesia de San Francisco el Grande, delante de la actual Universidad Católica. Curiosamente, en la copia las figuras no llevan aureolas, porque esta fue la opción original de Leonardo. Solo más tarde fueron añadidas, como se comprueba visitando la National Gallery de Londres, donde actualmente se conserva el cuadro. Federico no tenía estos escrúpulos: la dimensión de la santidad pasaba a través de la verdad y la belleza de las figuras.
Federico gobernó la Iglesia milanesa durante más de treinta años, de 1595 a 1631. Llevó a cabo uno de los programas de reforma diocesana más profundos y ambiciosos de la Iglesia después de Trento. En esta perspectiva había puesto gran confianza en el arte, como en una valiosa aliada en la acción reformadora. Fruto de esta convicción fue el proyecto, único en la Europa de entonces, de la creación de una triple institución que incluía la Biblioteca, la Academia y el Museo. En la estela de Ambrosio y de su extraordinario texto el Hexamerón (que fue definido como el elogio de la “naturaleza enamorada"), tenía una visión optimista de la creación. Cada cosa tenía un valor porque todo había de considerarse como don de Dios. Escribió: «¿No es acaso la naturaleza la humildísima sierva de Dios y su obediente doncella?». Esto explica por qué Federico quiso fuertemente adquirir aquella obra maestra que es la Cesta de frutas de Caravaggio, aunque teniendo un juicio decididamente negativo sobre el pintor de ese mismo cuadro.
Federico era un hombre moderno, una mente ilustre e innovadora. No podía dejar de sentirse en sintonía con un personaje como Leonardo, que por muy inconcluyente que fuera, había demostrado ser capaz de intuiciones que permitirían mejorar la vida pública en el futuro. Leonardo era aquel genio sin estudios que se apuntaba las palabras latinas con su traducción, para recuperar las faltas de una infancia de hijo ilegítimo. «Un fatigoso y conmovedor ejercicio de Leonardo, privado de una educación humanística, para hacerse con una lengua docta», refiere Edoardo Villata, profesor de Historia de arte contemporáneo y experto conocedor del artista.
El tema de su escritura con la mano izquierda abre otro capítulo que toca la imagen de Leonardo. A menudo se pensó que era un modo de guardar en secreto sus avances en el estudio y exploración de la realidad, casi en clave mágica u ocultista. En realidad Leonardo escribía así incluso las notas más banales, como las cuentas de la compra. Federico incluyó este detalle entre las "rarezas" del personaje, sin captar ninguna tentación de tipo esotérico. Por otra parte, era un hombre pragmático, muy poco dado a razonar sobre símbolos y misterios, como demuestran sus escritos y su propensión a la acción, dando prioridad a su propia función pública. «No hay ningún Código da Vinci», advierte Villata. «Si apartamos las fantasías esotéricas que algunos necesitan para darle sabor al asunto, las páginas de sus Códigos no pierden ni un ápice de interés, si estamos dispuestos a emocionarnos entrando en el taller intelectual y también humano de Leonardo».
Ese taller conmovió a Carlo Emilio Gadda -no es casual que este fuera ingeniero antes que escritor- que hablaba de su «conocimiento vivido y fatigado», de Leonardo; «no arbitrio o juego, sino un lento camino de indagación» por parte de este «ingenio peregrinante». Los dibujos del Código Atlántico, custodiados en el caveau de la Ambrosiana y expuestos a rotación en la sala Federiciana (la primera construida para albergar la biblioteca) relatan esta mente inagotable, empeñada en la observación precisa de la realidad e impulsada por una fuerza imaginativa que todavía nos fascina a los contemporáneos, aunque "ya lo hayamos visto todo"... Federico le reprochaba que esas ideas suyas fueran tan futuristas que resultaban imposibles de poner en práctica. En una óptica distinta, podemos ver en Leonardo a un genio libre de los resultados.
Sin embargo, con el paso del tiempo muchas de sus intuiciones se han demostrado ciertas. El historiador de arte Alessandro Ballarin ha estudiado la visión de la ciudad que tenía Leonardo, dedicando a los años milaneses de Leonardo una obra monumental e imprescindible. Precisamente en Milán, donde vivió durante 17 años, Leonardo desarrolló la concepción moderna de una ciudad. Aquella de entonces era una Milán en obras para levantar el Duomo, la ciudad donde estaba naciendo el primer gran hospital moderno de Europa, la Ca' Granda, pensado a la medida del enfermo. En aquel clima, su imaginación cabalgó hacia adelante prefigurando una expansión de las viviendas en las zonas verdes del primer cinturón urbano, una organización del tráfico pesado con vías por debajo de los edificios, un potenciamiento de la red de canales navegables, i navigli... Y es que, entre todos los elementos de la naturaleza, Leonardo se reconocía sobre todo en el agua, que detenida «en la estabilidad se corrompe» y que «no halla quietud». Preciosa e inquieta, exactamente igual que él.
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