Viernes, final de la tarde. Juan se tira en el sofá tras un día de intenso trabajo. Después de un viaje de ochenta kilómetros para volver a casa, por fin puede descansar un rato. Pero cuando sus párpados están a punto de cerrarse, una vocecita rompe su momento idílico: «Papá, no te duermas. Tenemos que ir al oftalmólogo». Es Mireya, su hija de ocho años. Desde hace dos meses lleva un parche para corregir un ojo vago. Es una niña muy resuelta, que afronta decidida la visita y no teme estropear el sueño de su padre. «Mireya, te llevo yo», dice su madre viendo el cansancio del marido. Pero la pequeña no cede: «Quiero que me acompañe papá». La consulta del oftalmólogo está en el centro del pueblo vecino. Es hora punta. Será complicado encontrar aparcamiento. Y el sofá es tan cómodo. pero Juan es uno de esos padres que no sabe decir que no a ciertas cosas. Al cabo de unos minutos, ya están los dos en el coche camino de la consulta.
Un ahora de atasco y llegan a la cita. El resultado del control es positivo. Mireya está orgullosa de que sus esfuerzos se vean premiados. Un poco más y podrá quitarse el parche. Se enfundan el abrigo y se despiden del doctor. Mientras conduce, Juan nota la mirada fija de Mireya. Al rato, la niña rompe el silencio. «Cuando me case, mi marido tendrá que hacer tu mismo trabajo». El padre sonríe y pregunta: «¿Por qué?». «No quiero olvidarme de ti. Te lo ruego, no tires tu ropa.». Juan no entiende adónde quiere ir con esto la niña. «Papá, sabemos bien que antes o después esto pasará. Es inútil hacer como si nada y puesto que va a pasar, yo no quiero olvidarme de ti».
Juan arranca en primera cuando se abre el disco. Está conmovido. Sentada de copiloto está su hija de ocho años, pero la mirada no es de una niña. Piensa: «Es como la mirada inconfundible de Cristo que se abre paso en medio de mi distracción». Decide preguntar: «Mireya, ¿tú no tienes miedo a la muerte?». Y ella, de nuevo, saca palabras que no parecen suyas: «Claro que tengo miedo, pero hubiera sido mucho peor no haber nacido y no estar ahora aquí contigo».
En el coche cala el silencio. El tráfico es más fluido. Falta poco para llegar a casa. Y al sofá. Pero ahora en Juan, sobre el cansancio, prevalece el agradecimiento: «Esas mismas palabras de mi hija podría yo dirigirlas a Jesús.
Y me describirían verdaderamente».
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