Un viaje entre los que no han huido a pesar de la crisis humanitaria. En un país donde un sueldo vale lo que un cartón de huevos, hay gente que trabaja (gratis incluso) por el bien de todos. Carlos, Francisco, Bernardo, Argenis, Andrea... La grandeza de un pueblo
La señora Ana sale de casa a las cuatro y media de la mañana para estar a las ocho en el pequeño taller artesanal donde hace unas prácticas no remuneradas. Allí aprende a hacer chocolate. Es una gran oportunidad, por lo que está agradecida, y además en este momento uno no puede permitirse desaprovechar ninguna oportunidad. En Venezuela el salario base es de 18.000 bolívares al mes (5 euros). Un cartón de huevos cuesta 12.000. Un paquete de pan de molde, 3.000.
En un país con dos presidentes -uno “oficial", Nicolás Maduro, y otro actual presidente de la Asamblea Nacional y reconocido como presidente encargado por muchos países del mundo, Juan Guaidó-, ante una Europa dividida y un Donald Trump que no excluye la acción militar, una crisis humanitaria sin precedentes está llevando a millones de personas a huir.
Y a los que se quedan, a vivir en condiciones muy difíciles. Se sobrevive gracias a las ya escasas ayudas alimentarias del Estado o a las pocas entidades
caritativas que consiguen comida; en muchos casos por el dinero que llega de familiares que han logrado encontrar trabajo en el extranjero. O bien trabajando en las pocas empresas que aún consiguen mantenerse activas a nivel internacional y todavía tienen acceso a dólares.
En la mayoría de los casos, no hay correlación entre el salario obtenido por el propio trabajo y la posibilidad de vivir. No estamos hablando de vivir dignamente. Estamos hablando de vivir y punto. Sin embargo, hay gente que trabaja. O que quiere trabajar.
El hospital público de Caracas es un palacete de nueve pisos. El ascensor está roto hace tiempo y pediatría está en la novena planta. Por las escaleras suben madres exhaustas cargando a sus niños enfermos. El hospital no tiene luz, porque han robado muchas de las bombillas. O porque se han roto y no hay dinero para cambiarlas. Por tanto, al caer la noche ya no se ve casi nada hasta la mañana siguiente. En cualquier caso, cuidar a los pacientes es una ardua tarea también durante el día: no hay medicinas y los equipos no funcionan. Pero hay médicos y enfermeros. Pocos, pero hay.
Tendrían oportunidades de un trabajo mejor remunerado en clínicas privadas, donde va la clase acomodada del país y donde están muy solicitados. Pero muchos deciden aceptar un sueldo mísero y convivir cotidianamente con la imposibilidad de curar a los pacientes. Y esto ya tiene algo de increíble.
Alejandro, Mariloly, Diana, Henry y otros amigos trabajan en la asociación Trabajo y Persona, que organiza por todo el país cursos de formación laboral. Forman a más de mil personas al año, enseñando a hacer chocolate, a cuidar a personas mayores, a convertirse en “emprendedoras de la belleza" con cursos de peluquería. Todos los relatos de los que van allí tienen un rasgo en común. «Nos han dado una oportunidad y con esto nos han devuelto la dignidad. Con nuestro trabajo lograremos dar una pequeña contribución al mantenimiento de nuestra familia. Y juntos haremos algo útil por nuestro pueblo, por el bien de la gente».
Utilidad, dignidad, el bien de todos. Andrea y sus amigos se dedican a una red de ayuda para tratamientos médicos. Con el apoyo de la Fundación Banco Farmacéutico y otras asociaciones, consiguen repartir casi 1.200 tratamientos al mes entre personas que de otro modo no tendrían posibilidad de curarse. Andrea comenzó esta obra porque ella misma enfermó, experimentó lo que significa no poder curarse, y conoce la gratitud hacia quien se lo permitió. La gratitud está en el origen de este pequeño milagro.
Cada medicina que llega está destinada a una persona, con la que existe una interlocución constante para verificar su necesidad real. Hay pocos fármacos y dárselo a uno implica decidir no dárselo a otro. Andrea se ve probada por esta continua necesidad de tomar decisiones tan extremas, ante las cuales todos los criterios que intentan establecer juntos resultan insuficientes. Hay una persona que pide y hay fármacos que no llegan para todos. Y hay un misterioso amigo que se hace compañero cotidiano. Que no resuelve, pero que sostiene el corazón. Bernardo y Argenis viven en Mérida. Argenis trabajaba, pero el sueldo era insuficiente para mantener a su esposa y tres hijos; Bernardo estaba jubilado y en su caso el importe recibido tampoco le permitía vivir. Tenían amigos dispuestos a ayudarles económicamente, pero tampoco eso bastaría. No les daría razones para levantarse por las mañanas, no daría respuesta a su deseo de ser útiles, constructivos, protagonistas. Junto con Alejandro, Leo y otros amigos italianos empiezan a ver qué se puede hacer, y surge una idea: «Nos ponemos a disposición de nuestra comunidad haciendo gratis el trabajo que sabemos hacer, y vosotros nos apoyáis en esto». Argenis empezó a ofrecerse en las escuelas para enseñar música. Las maestras presentan la iniciativa a sus alumnos, que se suman entusiasmados. Nace el primer coro interescolar infantil de Mérida, con más de cien miembros.
Bernardo, por su parte, apasionado del arte y la historia, mira con entusiasmo la preciosa catedral de su ciudad. Allí se custodian la fe, la historia, la belleza. Ahí está el corazón de su pueblo, que tanto necesita caer en la cuenta de su propia grandeza. De modo que hay que redescubrirla y para ello organiza un curso para hacer visitas guiadas. Empieza formando a los primeros veinticinco jóvenes y el éxito supera todas las previsiones. Según la gente y las autoridades locales, se trata del programa cultural más importante surgido en Mérida en estos años. La universidad local reconoce el curso y otorga un diploma a los participantes. Bernardo lo cuenta con el entusiasmo propio de un niño. Un niño, dicho por él, «renacido a los 68 años». Hay que pararse un momento para recordar que no está formando a guías para la catedral de Florencia sino para la de Mérida, Venezuela.
Francisco es un joven que ha estudiado guitarra, jazz y tiene una gran pasión por la música. La venezolana es bellísima y le gustaría mucho darla a conocer. Alejandro se pone con él a pensar cómo concretar ese sueño, y cómo convertirlo en una oportunidad de trabajo. En el Meeting de Rímini conoce a Eugenio, que tiene una casa discográfica y le ofrece publicar un disco, adelantando los gastos y reinvirtiendo las ganancias en el trabajo de Francisco. También conoce a Micael, que es profesor de música y puede ayudarle en la selección del repertorio. ¿Pero qué tema elegir? El trabajo. Porque el pueblo venezolano es un pueblo que trabaja. Y que, también canta mientras trabaja. Francisco involucra a uno de los principales guitarristas venezolanos, que se pone a disposición del proyecto e invita a grupos y cantantes, incluso a gente culturalmente alejada de él, gente con una historia cercana al actual partido de Gobierno. Con el fin de que el disco sea para el bien de todos. Señala que sin trabajo no se puede construir un pueblo. Y sin un abrazo.
Carlos es hijo de una de las familias de industriales más importantes de Venezuela. Tienen plantaciones de cacao y producen chocolate. Es un joven, en definitiva, poco afectado por la crisis económica. Sus empresas venden mucho en el exterior, el producto es de una calidad óptima y cuenta con su sector de mercado. Pero no consigue estar tranquilo. En mayo nacerá su primera hija, ¿y qué país se está preparando para ella? Por eso se implica con grupos de empresarios e intelectuales que se reúnen para buscar juntos una posible salida pacífica de la actual situación política y social.
Parece una empresa imposible. Venezuela tiene petróleo, atrae a todos. ¿Cómo va a encontrar su camino? El país tiene seis millones de empleados públicos que desde hace tiempo no puede mantener. Las infraestructuras están en ruinas. La gente es pobre. La mayor parte de las industrias están cerradas. Pero Carlos comprende que ese es el camino. Nada de personalismos mesiánicos sino personas que empiecen a poner sobre la mesa la cuestión del bien común; que en primer lugar decidan ponerse a disposición del país, de la gente; que favorezcan y busquen espacios en los que educar a construir ese bien común. Hace falta echarse una mano, salir del propio recinto, realizar el éxodo necesario para comprender al otro, «que es hermano», como recordaba el papa Francisco a los obispos italianos en 2015. Encontrarse con este reducto de pueblo venezolano ha supuesto un viaje impagable para descubrir la irreductibilidad del corazón, que renace delante de alguien que lo interpela, y de aquellos que no dejan de interpelarlo.
Comunión y Liberación ha publicado en América Latina un documento titulado Amistad con el pueblo venezolano. Repasa la dramática situación que vive este país y la postura de la Iglesia, llamada a ser mediadora en el diálogo, la única que defiende el grito del pueblo, su sufrimiento. Tanto de los que se quedan como de los que huyen. El texto plantea cómo nos interpela todo esto y ofrece a todos un camino, una invitación:
1) «Es fundamental saber cuáles son las certezas sobre las cuales se apoya nuestra vida».
2) «Es indispensable aumentar el tejido de amistades operativas y creativas».
3) «Hacemos un llamado a ser protagonistas del cambio en Venezuela a través de gestos sencillos, pero de un gran valor, que partan del encuentro con personas concretas». Sugiere además dos posibilidades concretísimas: adoptar a una familia, ayudando a una persona a mantener su trabajo en el país (amistadconvenezuela@gmail.com).
E invitar a casa a una familia de inmigrantes venezolanos para «brindarle un almuerzo y compartir con ella el abrazo y la acogida de Cristo».
Para los venezolanos la esperanza «es posible si nos dejamos traspasar por la mirada de Cristo para salir al encuentro del otro».
El documento integral en clonline.org
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