Los populismos y el pueblo, el partido único y el bipolarismo eclesial, las élites, el consenso... Y los llamamientos a filas. En el debate sobre el papel de los católicos en la sociedad, se da por descontado al «sujeto» católico. El «qué» y el «cómo» de nuestra contribución en una conversación con el jesuita y politólogo Francesco Occhetta
Brasas bajo las cenizas. Así llama a ese «deseo de los católicos de estar presentes» en la política, de dar su contribución a una sociedad que cada vez parece más perdida. Un deseo que «no muere», apunta el padre Francesco Occhetta, jesuíta, politòlogo y firma ilustre de La Civiltà Cattolica. De hecho, el papa Francisco lo reaviva continuamente, «sin perder la ocasión de invitar a hacer Política con P mayúscula».
El problema es ¿cómo y dónde? ¿Y qué quiere decir hacer política así? Son preguntas que llevan un tiempo circulando, no solo en los medios. Muchos responden apoyando con convencimiento a partidos concretos. Otros imaginan el retorno de un partido cristiano, una especie de Democracia Cristiana 2.0. Incluso algunos -pocos, en realidad- apuntan que antes de organizar llamamientos a filas habría que preguntarse si se puede dar por descontado que exista un sujeto, un pueblo católico compacto con una visión unitaria del vivir y del "bien común".
En un editorial reciente de La Civiltà Cattolica, el padre Antonio Spadaro, hombre muy cercano al Papa, señalaba que «después de años en que hemos dado por descontado la relación entre Iglesia y pueblo, cuando creíamos que el Evangelio en Italia había penetrado en la conciencia de la gente, constatamos en cambio que el mensaje de Cristo sigue siendo un escándalo». Se refiere a lo que se ve alrededor, a ciertos posicionamientos de muchos católicos en temas calientes como, sobre todo, el trabajo, Europa, la acogida de inmigrantes. Cuestiones que dividen y confunden. Y que han llevado al padre Occhetta a preguntarse por dónde se puede volver a empezar. Lo hace en un libro con un título comprometido (Ricostruiamo la política [Reconstruyamos la política, ndt], ediciones San Paolo, con prólogo de Marta Cartabia, vicepresidenta del Tribunal Constitucional italiano) y un subtítulo que va acompañado por la imagen de una plaza llena de gente reunida en torno a una brújula: «Orientarse en tiempo de populismos».
Usted analiza a fondo ciertas características de los populismos: la superación de categorías tradicionales como "derecha” e "izquierda”, la creación de nuevas líneas divisorias (norte y sur, élite y pueblo), la comunicación que apuesta por el pathos, la eliminación de intermediarios... ¿Por qué el populismo está abriendo brecha tan deprisa?
Basta observarlo. Porque son borrascas que arrecian sobre gobiernos e instituciones. Liberan su energía cada vez que surgen en la historia crisis financieras, desempleo, aumento de flujos migratorios, medidas de austeridad, dificultades para la clase media, desconfianza hacia las instituciones... Resumiendo, como dice un texto de 1919 que cito en el libro, cuando «las clases dirigentes pasan de ser populares a aristocráticas». Los populismos expresan todos los síntomas del sistema pero, ¡ay!, corren el riesgo de no incluir la cura. Si se destruye sin reconstruir, ¿qué queda? Los antropólogos tildan de "despreocupación nihilista" a nuestro tiempo, en el que los ciudadanos están dispuestos a ceder todo el poder a otro que les diga «yo te guío»
¿Y por qué también muchos católicos se ven tentados por el populismo?
Porque tampoco nosotros somos inmunes a estos vientos. En los últimos veinte años hemos invertido muchas fuerzas en la gestión y pocas en la formación; en las parroquias y también en los movimientos muchas veces se ha preferido evitar abordar cuestiones políticas para no dividirse. Además, internet ha transformado la participación -también de los católicos- de vertical a horizontal. Pero en estos últimos meses, por lo menos en Italia, está surgiendo el deseo de repensar juntos la política.
La democracia directa tiene grandes límites, pero también goza de cierta fascinación...
Cierto, ejerce una gran fascinación. Simplifica los procesos, cuesta menos y no exige responsabilidad. Pero la participación del "uno vale uno" solo es verdad en parte porque nos vemos obligados a elegir entre un sí y un no algo que ya ha sido decidido por los lobbies de poder. La historia lo demuestra. «Dadme un balcón en cada pueblo y seré presidente», decía Velasco Ibarra, elegido cinco veces en Ecuador, la última en 1968. Chávez en una emisión en directo por televisión, mientras dialogaba con el pueblo, mandó carros armados a la frontera con Colombia. Sus dinámicas nos sumergen en un gran espectáculo, hasta que las consecuencias nos tocan directamente. En ese momento se comprenden los elevados costes que supone abdicar de nuestra responsabilidad.
¿Qué diferencia hay entre el "uno vale uno” y la necesidad de volver a empezar desde abajo, desde la persona, de la inclusión de todos? En definitiva, entre el populismo y el popularismo de tradición católica.
La diferencia está precisamente en la categoría de pueblo. Para los populistas, es una especie de "objeto moral", cuyo consenso puede modificarse en poco tiempo, puesto que su conciencia está dormida. En el popularismo, en cambio, hay un sujeto moral: una comunidad pensante que actúa, obra, se mueve, reflexionando sobre las consecuencias de su acción... En cierto modo, CL también es una comunidad de este tipo: se mueve con una conciencia sólida, viva, no adormecida.
Usted sostiene en su libro que «el verdadero enemigo» en este momento «es el miedo, mucho más que la secularización». ¿En qué sentido?
El miedo paraliza también el mundo interior, donde se toman las decisiones. Solo se ve lo que se conoce interiormente, en lo más hondo de la conciencia. Todo lo que se desconoce da miedo. Así, en la cultura muere también el segundo mandamiento del decálogo: el otro, en vez de ser una llamada para mí, se convierte en un peligro, y dejo de ver las necesidades del prójimo. Una política que no parte de las necesidades humanas, de los múltiples sufrimientos latentes, va contra sí misma. El Papa lo subraya: «La realidad en sí misma no tiene un significado unívoco. Todo depende de la mirada con que se percibe, de las "lentes" con que decidamos mirar. Si cambiamos las lentes, la realidad aparece como distinta».
¿Qué puede ofrecer la Iglesia frente a este miedo?
Si por Iglesia se entiende la jerarquía, son conocidos los pronunciamientos e invitaciones a volver a una nueva etapa de responsabilidad. Si por Iglesia entendemos el pueblo de Dios, el testimonio cristiano siempre ha sido político. Pero el debate en el seno del mundo católico se ha bloqueado en las opciones políticas, en la búsqueda del consenso: ser o no ser un partido, una presencia homogénea parlamentaria, lo que la jerarquía puede decir a los laicos, etcétera. En este libro trato de cambiar de enfoque y poner en primer plano las políticas del mundo católico: las competencias, los lugares y soluciones que tenemos para resolver problemas complejos que afectan a la sociedad. Estoy seguro de que relanzando el debate sobre el "qué" será mucho más sencillo comprender el "cómo". También lo dice Marta Cartabia en su extraordinario prólogo, cuando vuelve a poner en el centro la fuerza del logos sobre el pathos y el magisterio del papa Juan XXIII: «In necessariis unitas, in dubiis libertas, in omnibus caritas».
Don Giussani afirmaba que «el primer nivel de incidencia política de una comunidad cristiana viva es su misma existencia, pues esta implica un espacio y unas posibilidades de expresión, (...) cuyo influjo en la sociedad civil tiende inevitablemente a ser cada vez más relevante; la experiencia cristiana se convierte de este modo en un protagonista de la vida civil, en constante diálogo y confrontación con todas las demás fuerzas». ¿Qué le parece?Sintéticamente, es el sentido de la encarnación (política) en el tiempo. Para Giussani era también una exigencia de relaciones «justas entre personas y grupos, la natural exigencia humana de que la convivencia facilite la afirmación de la persona, de que las relaciones "sociales" no obstaculicen el crecimiento de la personalidad» (El camino a la verdad es una experiencia). Para él, los bienes relacionales son "arriesgados". Son vulnerables y frágiles puesto que requieren reciprocidad. Pero en esta debilidad radica toda la fuerza de la alternativa política. Mire, en Giussani siempre me ha fascinado la idea del catolicismo como presencia. Para él, la fe es ya política, entra en el espacio público. Atención, no es partidista sino política, precisamente porque por su naturaleza la encarnación debe ser visible. Otra cosa fundamental es que lo hace valorando las diferencias. La presencia es una identidad clara pero inclusiva. Sucede mediante la amistad, el diálogo, el encuentro. El Meeting de Rímini es un ejemplo evidente de ello. Giussani toma una decisión muy valiente. Es algo que merece la pena recuperar, al menos en parte. No en el sentido del partido único [se hace referencia a la Democracia Cristiana que en una determinada etapa fue el partido que representaba a los católicos en Italia, ndt.], no es el momento...
¿Qué es hoy el testimonio en la política?
Es una vocación, una forma de amor, de servicio -como recordaba Pablo VI- para construir el "bien común", quiere decir poner en el centro de las decisiones la dignidad de la persona, gobernar desde la subsidiariedad. En democracia, se solía decir con Gandhi que ningún hecho de la vida se sustrae a la política. Hay un "pero". Para Aristóteles, algunas de sus formas son peligrosas: las tiranías de un hombre solo al mando, la oligarquía de unos pocos ricos, la politeia donde decide una masa indistinta.
Dice usted que «el desafío actual no es la unidad política de los cristianos sino cómo construir la unidad en el pluralismo». ¿Qué significa? ¿Qué implicaciones tiene?
La irrelevancia político-partidista no sería tan grave como una irrelevancia ante todo de opiniones e ideas. El bipolarismo político de estos últimos veinte años ha generado un bipolarismo eclesial, creando en muchas comunidades una barrera respecto al compromiso con el mundo. También hace falta un pacto intergeneracional entre las generaciones católicas. Sería una grave pérdida cultural si nuestro país agotara la experiencia de muchos hombres y mujeres que justamente gracias a su fe pensaron la Constitución y después apoyaron la democracia.
El papa Francisco ha intervenido de manera muy explícita sobre la situación de la sociedad y la política italiana: ahí están los discursos de Florencia en 2015 y Cesena en 2017. La pregunta es directa, ¿cree usted que lo han entendido?
El Papa ha abierto un proceso y cambiado un paradigma. Ofrece un método y la posibilidad de seguir siendo una voz constructiva en la sociedad. Cuando Francisco nos pide saltar al ruedo, nos está invitando a asumir nuestra responsabilidad para construir la sociedad. Silenciosamente, la comunidad cristiana lo está haciendo en muchos ámbitos, pero hay que hacerlo juntos y con una nueva idea de modelo de desarrollo. Eso también nos haría atractivos para muchos jóvenes que hoy viven sordos a la política, y para una parte importante de la cultura laica.
¿Pero cuál es la relación -y el límite- entre pre-política y política? Porque hablar de pre-política a muchos les parece genérico, como decir: «bien está educar, formar, debatir, pero luego hay que entrar en materia...».
Así entendido, todo es político. Yo trato de distinguir lo prepartidista del partido. En muchos lugares, los creyentes se dividen entre varios partidos, pero llevan adelante juntos grandes temas de la agenda política. Si se habla de aborto o de vida, por ejemplo, no hay bando político que valga: los católicos deben encontrarse juntos. Pero bien mirado, no se trata solo de los temas éticos más sensibles. Respecto a la inmigración, aparte de la gestión de emergencia, hay distintas formas de moverse: puedes tener en cuenta que el otro es ante todo una persona, o no. Y es una decisión que influye en el “bien común", porque afecta al futuro de todos.
Hay otra palabra que el papa Francisco cita continuamente y que usted también subraya: «discernimiento». ¿Qué quiere decir en este momento político? También a muchos les suena abstracto...
Entre los principios y la realidad, existe una tierra de nadie donde se toman las decisiones. Este es el campo del discernimiento. Se trata de la capacidad para elegir el bien para uno mismo y para los demás. El discernimiento es una lucha que desemboca en la construcción del "bien común", un arte que realiza humanamente quien lo practica y, en consecuencia, da «coraje, fuerza, consuelo y paz», como escribe el propio Ignacio de Loyola. Por eso, urge ahora "reconocer" las características que alimentan los populismos, "interpretar" el bloqueo de nuestro país por la falta de reformas necesarias para reactivarlo, y en tercer lugar "elegir" los temas sociales del pontificado de Francisco para humanizar la política.
Me ha llamado la atención la pregunta que en un momento dado usted plantea en el libro. «¿Estamos en el tiempo de la posverdad o de la pos-conciencia, que ya no sabe distinguir lo verdadero de lo falso, el bien del mal?». ¿Qué responde? En este caos que avanza, ¿también estamos perdiendo nuestra capacidad para juzgar o aún queda algo irreductible sobre lo que apoyarnos?
El Oxford English Dictionary consagró el término "posverdad" como la palabra del año 2016, precisando su significado: «Los hechos objetivos son menos influyentes para formar la opinión pública que los llamamientos a las emociones y las creencias personales». Siempre ha existido alguien que genera falsedades, pero hoy es como si se hubiera dejado de buscar el bien. Es la abdicación del querer distinguir entre el bien y el mal, lo verdadero y lo falso. Se niega hasta el dato menos opinable, el más científico. Al final, te fías más del primero que cuelga en redes sociales una opinión sobre vacunas que de un médico titulado. Es en parte un retorno del idealismo (abstracto), una especie de «espíritu puro» de matriz hegeliana que se cree porque debe creerse. Las ideas de nación y pureza de la sangre, la nostalgia de un pasado épico, la ilusión de un gobierno perfecto, la referencia al líder, "padre y amo". Todas ellas cosas que prevalecen sobre cualquier hecho concreto. Es como tener que enfrentarse con una conciencia adormecida.
¿Qué puede despertarla?
Honestamente, no lo sé. En otros tiempos hicieron falta hechos traumáticos. Ahora ni siquiera la crisis económica, que ha golpeado y está golpeando fuerte, parece suficiente. Pero lo cierto es que tiene que pasar algo. Hace falta un acontecimiento para despertar a la persona.
Esta primavera se vota, será un momento fundamental. La UE pierde apoyos, está bajo sospecha y está mostrando unos límites enormes en su razón social, que debería ser la solidaridad. En cambio, usted sostiene que hace falta «más Europa». ¿Por qué? ¿Y cómo?
Hay que repensar Europa, pero una cosa es tener la idea de reformarla y otra es pensar que ya no sirve. Nuestra tradición viva exige pensarla desde los principios de subsidiariedad y solidaridad. Pero hay miles de jóvenes que están viviendo en Europa, tal vez habría que escucharles a ellos para entender cómo reformarla.
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