«El otro es esencial para que mi existencia se desarrolle, para que lo que yo soy tenga dinamismo y vida. El diálogo es esta relación con el "otro", sea quien sea, sea como sea». Una página del fundador de CL, tomada de sus primeros escritos
El diálogo es el instrumento de convivencia con toda la realidad humana hecha por Dios. Por eso el diálogo es el instrumento característico de la misión. Si estuviéramos totalmente separados del mundo, de los demás, o si un hombre estuviese solo, absolutamente solo, no encontraría novedad alguna. La novedad viene siempre por el encuentro con otro; es la regla con la que ha nacido la vida: nosotros existimos porque otros nos han dado vida. Una semilla aislada no crece; pero si se pone en condiciones de ser solicitada por otra cosa, entonces sale con fuerza. El «otro» es esencial para que mi existencia se desarrolle, para que lo que yo soy tenga dinamismo y vida. El diálogo es esta relación con el «otro», sea quien sea, sea como sea. ¿Qué aporta el otro? Aporta ciertamente l subrayado de un interés que, como tal, siempre es parcial, pero que en el conjunto de unas relaciones ordenadas ayuda a concretar una madurez unitaria, una plenitud. Cada uno de nosotros, precisamente porque es un individuo con un determinado temperamento, tiende a subrayar algunas cosas: el contacto con los demás le recuerda otras cosas u otros aspectos de la misma cosa, y así el diálogo sirve en función de esos horizontes de universalidad y de totalidad a los que está destinado el hombre. Pensemos, por tanto, en la importante función de catolicidad que tiene en la Iglesia el diálogo.
La apertura sin límite, que es propia del diálogo como factor de evolución de la persona y de creación de una sociedad nueva, tiene una gravísima exigencia: solo hay verdadero diálogo en la medida en que yo estoy en él con conciencia de mí mismo. Es decir, hay diálogo si se vive la confrontación entre la propuesta del otro y la conciencia de la propuesta que represento yo, que soy yo mismo: solo hay diálogo en la medida en que la conciencia de mí mismo está madura. Por eso, si la «crisis» -en el sentido de comprometerse en una criba de la propia tradición- no precede lógicamente al diálogo con el otro, la influencia del otro me bloqueará, o bien el rechazo del otro me llevará a un endurecimiento irracional en mi postura. Por tanto, es cierto que el diálogo implica una apertura hacia el otro, sea quien sea -porque todo el mundo manifiesta un interés o un aspecto que, si no, se habría olvidado y, por eso, siempre provoca una confrontación cada vez más completa-, pero el diálogo exige también una madurez mía, una conciencia crítica de lo que soy.
Si no se tiene esto presente, surge un gran peligro: confundir el diálogo con la componenda. En efecto, partir de lo que se tiene en común con el otro no significa decir necesariamente lo mismo, aunque se utilicen las mismas palabras: la justicia del otro no es lo mismo que la justicia del cristiano, la libertad del otro no es la libertad del cristiano, la educación según la concibe el otro no es la educación tal y como la concibe la Iglesia. Las palabras que usamos, utilizando un concepto de la filosofía escolástica, tienen una «forma» distinta, es decir, hay una forma distinta en nuestro modo de percibir, de sentir, de afrontar las cosas. Lo que tenemos en común con el otro no hay que buscarlo tanto en su ideología cuanto en la estructura natal, en las exigencias humanas, en los criterios originales que le hacen ser un hombre igual que nosotros. Apertura al diálogo significa, por tanto, saber partir de aquello a lo que la ideología del otro o nuestro cristianismo proponen una solución, porque entre ideologías distintas lo que hay en común es precisamente la humanidad de los hombres, que llevan esas ideologías como estandartes de esperanza o de respuesta.
(de El camino a la verdad es una experiencia, Encuentro, Madrid 2007, pp. 147-148).
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