La de los 19 mártires del período yihadista ha sido la primera beatificación en un país musulmán. «Ha hecho emerger un deseo de fraternidad entre las distintas almas de la sociedad». Marco Pagani, sacerdote del PIME, relata su primer año en Touggourt, en el Sahara oriental, donde la única misión es estar ahí
Este evento trazará en el cielo argelino un gran signo de fraternidad dirigido al mundo entero». Las palabras del papa Francisco, que se leyeron al final de la beatificación de los 19 mártires de Argelia, el pasado 8 de diciembre, resonaron como una profecía en el santuario mariano de la Santa Cruz, en lo alto de Orán. Por primera vez en la historia un país musulmán ha celebrado unos mártires cristianos. Y por primera vez Argelia ha hecho cuentas con el período más oscuro de su historia reciente, el del terrorismo yihadista que, desde 1991 a 2001, arrastró al país en un baño de sangre, provocando 200.000 muertos. Entre ellos, 19 religiosos que, a pesar del peligro, decidieron permanecer junto al pueblo argelino. Los primeros en caer fueron el hermano Henri Verges y la hermana Paul-Héléne, asesinados en 1994 en la biblioteca de la Casba de Argel. Y el último Pierre Claverie, obispo de Orán, matado por una bomba junto a su chófer y amigo musulmán Mohammed Bouchikhi. Entre tanto perdieron la vida cuatro padres blancos, seis religiosas de distintas congregaciones, entre ellas dos españolas, y los siete monjes del monasterio trapense de Tibhirine, cuya historia ha relatado también la película De dioses y hombres.
«Su beatificación ha hecho emerger un deseo de fraternidad entre las distintas almas de este país», cuenta el padre Marco Pagani, 61 años, misionero del PIME (Pontificio Instituto de Misiones Extranjeras), que lleva en Argelia poco más de un año. «Muchos imanes y autoridades argelinas han querido participar en la ceremonia, dando testimonio de que es posible convivir juntos». En realidad, ya se notaba el fermento de algo nuevo desde el día antes del evento. Hubo distintos momentos de encuentro y oración. En la catedral de Orán, se celebró una vigilia por la noche: rezos en latín, árabe y francés, cantos sufíes, luego los testimonios de los que sufrieron en su propia piel la saña del terrorismo y conocieron la fe y la entrega de los mártires. Como Anne-Marie, hermana del obispo Claverie, cuyo cuerpo se custodia ahora en la catedral, que contó de su hermano y de su testimonio de amor por querer «tomar parte en el sufrimiento y la esperanza del pueblo argelino». Hubo un momento de oración también en la gran mezquita de Orán donde, delante de los representantes políticos y religiosos y de los representantes de la Iglesia católica, intervino la viuda de un imán. Muy conmovida, recordó el sacrificio del marido que, como otros 113 imanes asesinados por los fundamentalistas durante aquel triste decenio, «no podía aceptar que el nombre de Dios se asociara a la violencia».
«Hablar de ese período aquí no es normal», continúa el padre Marco. «Cuando en 2002 acabó el conflicto, caló el silencio». La amnistía que había ofrecido a muchos la posibilidad de salir de la lucha armada quedando impunes, había juntado en los mismos barrios a terroristas y víctimas, sin que se llevara a cabo ningún intento de reconciliación nacional. «Y en el silencio crecieron la rabia y el miedo. No son pocos los que todavía hoy toman psicofármacos para poder seguir viviendo después del horror sufrido». El padre Marco vive en Touggourt, un oasis de 150.000 habitantes, en el Sáhara oriental. Él y el padre Davide, junto a las tres religiosas de las Hermanitas de Jesús, son los únicos cristianos de la ciudad. Un porcentaje incluso por debajo de la media nacional, donde los cristianos son el 0,5% de la población. «Me han enviado a Touggourt para hacerme cargo de la parroquia, para que se convierta en un lugar de acogida de las personas que pasan por aquí. Empecé a estudiar árabe, porque está claro que el francés no es suficiente para entrar en diálogo con la gente, sobre todo con los jóvenes que ya no lo estudian en el colegio».
Sus días pasan así: la santa misa, el estudio, la compra. Luego las obras de reestructuración de la iglesia. La gente mira con simpatía su presencia. Desde el carnicero donde compran la carne al médico que le atiende, casi todos saben quiénes son. El pasado junio, durante el ramadán, los niños les llevaban dátiles y pan caliente cada noche. «Un signo de amistad hacia nosotros. Un gesto gratuito por "alguien que reza con las manos juntas", como me llaman ellos que, en cambio, rezan inclinándose en el suelo». De vez en cuando, el padre Marco y el padre Davide suben al coche y se van al desierto para estar en silencio, sin nada alrededor. Solo el móvil para tirar alguna foto. «No tenía ni idea de lo larga que puede ser una hora en silencio en el desierto. Tan solo oyes el viento, cuando sopla. Las primeras veces sentía un cierto malestar. Pero allí, justo porque no hay nada, todo se convierte en oración. Así he aprendido a mirar alrededor y a "ver" también en el desierto. Ahora, siempre me parece demasiado pronto cuando tenemos que volver».
Durante la pasada cuaresma, el Domingo de Ramos organizaron una procesión desde la iglesia hasta la capilla del convento de las Hermanitas de Jesús. «Cristianos, pocos, pero palmas muchas», ríe el padre Marco. «Estábamos nosotros, los cinco, y atravesamos el barrio, cantando y rezando, mientras la gente seguía con sus tareas diarias como un día cualquiera. El Evangelio de ese día me hizo entender mejor nuestro gesto, tan aparentemente desproporcionado». Era la unción de Betania, cuando María Magdalena derrama el perfume, lava con sus lágrimas y seca con sus cabellos los pies de Jesús. El padre Marco lo ha leído centenares de veces, pero ese día le llegó al alma. «Ese “derroche" me parece el signo de un verdadero amor. Nunca se sabe cómo acabará uno cuando ama.
Pues bien, Dios derrocha su presencia para nosotros. Se entrega totalmente, se vacía. Esto es lo que da sentido a nuestro estar aquí, así como a la entrega de la vida de los 19 mártires. Una semilla puesta en esta tierra para que el corazón de cada hombre pueda florecer, pueda encontrar una paz más verdadera».
El padre Christian de Chergé, prior del monasterio de Nuestra Señora del Atlas, en Tibhirine, beatificado con seis de sus hermanos de religión, escribía en su testamento espiritual, unas semanas antes de ser secuestrado, que su vida «ya ha sido donada a Dios y a este país» y que «de esta vida perdida, totalmente mía y totalmente de ellos, doy gracias a Dios». Aunque los tiempos de la persecución han pasado, es imposible quedarse en Argelia sin esta dimensión de libre ofrecimiento. «Porque aquí no puedes hacer lo mismo que en las demás misiones, no hay escuelas u obras que levantar. ¡Ni siquiera tengo que escavar un pozo! Toda nuestra misión radica en estar aquí. Como para el padre Christian, que pudo dar la vida porque vivía de la relación con el Padre, así yo vivo llevando dentro una pregunta que me acompaña desde hace años: “¿Me basta Cristo para vivir?". Cada día digo mi “sí" y añado una pequeña respuesta. Aunque sé que esta cuestión se cerrará solo cuando le vea cara a cara».
Una mañana, mientras un martillo neumático estaba derribando un muro entre la iglesia y la canónica, el padre Marco oye que llaman al timbre. Va a abrir, y se encuentra delante dos jóvenes chicas veladas. «Por estos lares jamás dos mujeres se dirigirían en público a un hombre. Un tanto cortado, pregunto: “¿Qué buscáis?". Ellas me contestan: “Tenemos curiosidad por ver la iglesia"». Las hace pasar, las acompaña a ver las obras. Ellas le cuentan que estudian en la universidad, una Filología y la otra Economía. Luego, en un momento dado, una le pregunta si es judío. «Les dije: “No, yo soy un sacerdote, soy católico". Ella entonces me sonrió y me dijo: “Jesús. ¡He entendido!"». En la puerta le piden hacerse un selfie con él. «No sé si volveremos a vernos, pero ya no es como antes. Ni para ellas, ni para mí. Estas relaciones imprevistas que Dios me concede me llenan de agradecimiento».
También el beato Pierre Claverie solía decir, hablando de su amigo Mohammed que había decidido quedarse a su lado hasta el final: «La palabra clave de mi fe es el diálogo. No por una táctica o estrategia, sino porque el diálogo permite a Dios construir su relación con la humanidad. Y trabar relaciones con las personas».
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