Hemos ido al Cottolengo de Turín, la “ciudad” de la caridad, entre hospitales, escuelas y casas para enfermos y necesitados, «cuya razón de ser no es el asistencialismo o la filantropía sino el Evangelio». El “motor" que mueve todo aquí cambia la vida de los que son acogidos y de quienes los atienden
Vito nació sin brazos ni piernas. Con un año, sus padres lo llevaron a la Pequeña Casa de la Divina Providencia, en Turín. Allí lo dejaron para siempre. Era el año 1951.
Vivió 68 años en aquella pequeña ciudad dentro de la ciudad que es el Cottolengo. Una vida plena, digna, jamás replegado en su desdichada condición. En aquella nueva familia, su humanidad floreció. Aprendió a leer y escribir, trabajó como telefonista, actor de teatro, pintor y, en los últimos años, cuidador infantil en la escuela del Cottolengo. Pero lo que llamaba la atención no era todo lo que era capaz de hacer ni lo que decía: era él mismo. «Pobrecillo», era lo primero que pensaban los que le veían por primera vez, pero luego se iban en silencio, sintiendo que los «pobrecillos» eran ellos. «Me he criado aquí y la fe me ha dado dignidad», dice Vito en un video sobre esta obra de caridad. El pasado 3 de diciembre, en su funeral, la iglesia del Cottolengo estaba llena: enfermos, huéspedes, monjas, sacerdotes, enfermeros, médicos, voluntarios. «Has sido un don para esta casa y esta casa lo ha sido para ti. Don de la caridad de Cristo. Todo esto es un milagro de la Divina Providencia», dijo en la homilía Carmine Arice, padre general de la familia del Cottolengo.
Vito es una de las "perlas" de esta Pequeña Casa. Así llamaba Giuseppe Cottolengo a los enfermos y necesitados que llamaban a su puerta. De 1828 a 1842, año de su muerte, el santo piamontés puso en pie esta obra que acogió a más de seis mil personas necesitadas, ofreciéndoles atención médica, educación, trabajo. Una revolución. A él no le interesaba resolver los problemas sociales de Turín, hasta el punto de que rechazaba el apelativo de benefactor porque lo asociaba a la idea de filántropo, pero se dejaba provocar por las necesidades con las que se tropezaba, y encontraba la respuesta en la caridad de Cristo hacia el hermano. «Caritas Christi urget nos», "nos apremia el amor de Cristo", ponía en su puerta. Todavía hoy se puede leer esta frase esculpida a la entrada del Cottolengo. «La caridad era el motor que le movía, y movía a las personas», explica el padre Arice, «porque mediante la caridad el hermano necesitado puede encontrar a Cristo y tener una esperanza para su vida. Lo interesante es que encontraba soluciones allí donde los problemas parecían irresolubles. Incluso alguien como el conde de Cavour quedó pasmado por su obra. Para el padre Giuseppe todo nacía de los encuentros. Cuando el papa Francisco dice que la realidad es más importante que la idea, comprendo mejor la obra de nuestro fundador. ¿Se encontraba con sordomudos? Preparaba una familia para sordomudos, es decir, una casa dentro del Cottolengo para acogerlos. ¿Acaso el samaritano no hacía lo mismo? No fue a buscar a todos los maltratados de la zona. Ayudó a aquella persona».
De esos encuentros surgieron el hospital, las Familias -no institutos- de los Santos Inocentes, San Antonio, Santa Ana, Santa Isabel, los Ángeles Custodios, que acogían a pobres mutilados, sordomudos, enfermos mentales, personas con malformaciones, huérfanos, los que la realidad le ponía delante. Hoy, recorriendo las calles de estos 112.000 metros cuadrados de caridad, junto al hospital, ves las casas que acogen a los nuevos pobres: ancianos, personas con discapacidad, enfermos de patologías neurodegenerativas; y la escuela primaria y secundaria, donde el 13% de los alumnos (frente al 2% de las escuelas públicas) sufre algún tipo de discapacidad. Y mucho más, todo lo que nace a partir de la realidad. Por todas partes ves manos a la obra a las monjas que Cottolengo quería junto a los laicos. Las de vida apostólica al servicio de los necesitados, y también las de vida contemplativa porque «oración y eucaristía son las dos ruedas de la Pequeña Casa», como se lee dentro de la iglesia, donde todo el día se alternan las monjas para la laus perennis.
Cuando, en 2015, el papa Francisco visitó el Cottolengo, dijo que «la razón de ser de esta Pequeña Casa no es el asistencialismo, o la filantropía, sino el Evangelio: el Evangelio del amor de Cristo es la fuerza que le dio origen y la que le hace ir hacia adelante». «La mayor caridad no es dar algo, sino dar a Jesús», continúa el padre Arice. «Nuestro objetivo es que el hombre esté bien y que su bienestar lo pueda llevar al encuentro con Jesús. Esto determina nuestra acción. Cottolengo insistía a las hermanas: "Si a los pobres no les damos a Dios, no les damos nada"».
Este "Amor que apremia" caracteriza también a los que, como empleados, trabajan en la Pequeña Casa. Chiara Maghenzani lleva veinte años como enfermera en el hospital, aunque ha tenido mejores oportunidades económicas. «Me quedé por decisión propia. Aquí se respira un aire distinto. Se prefiere la fragilidad, y eso requiere una búsqueda del sentido, del porqué de tu trabajo. Por eso busco la compañía de las hermanas, que se han convertido en una presencia en mi vida. Aquí recupero la fuente de la caridad de Cristo. Pero a veces actuar con caridad genera celos, envidias, porque es algo que escapa de la comprensión normal. Es difícil entender que empieces el turno antes solo porque quieres estar con este enfermo o porque necesitas hablar con una monja, por ejemplo».
«¿Cómo os mantenéis en pie?». Es una pregunta que le hacen mucho al padre Arice. «Desde un punto de vista económico, atendiendo a indigentes no es posible cuadrar un presupuesto. No hay convenio que se mantenga. Pero la Divina Providencia, desde el principio, nunca ha permitido que nos faltara nada». Así, puede pasar que una mañana llegue una furgoneta llena de cajas de mandarinas. Demasiadas, y entonces una parte se envía a fundaciones de fuera de Turín. «Deo gratias», le dijo una hermana al conductor de la furgoneta. La misma expresión que usaba san Giuseppe Cottolengo cuando veía en acto la obra de la Providencia. Desde entonces, esas dos palabras se repiten al final de cualquier conversación o encuentro, aunque dure unos minutos. Para no olvidar nunca para Quién se trabaja.
Sobre cuadrar cuentas, algo sabe Rossella Puddu, encargada de controlar la gestión. «Una cosa está clara: no se recortan servicios. En cuestión de números, también se busca el sentido de la caridad de Cottolengo. Es difícil de explicar, pero luego esto repercute en mi trabajo con otras empresas».
Entre las "perlas" acogidas en esta Pequeña Casa uno descubre el tipo de esperanza que genera este lugar. Ángela es sordomuda y ciega. La comunicación con el exterior parecía imposible para ella. Durante años de trabajo, con la ayuda de las hermanas, aprendió un lenguaje de signos que le permite "hablar” con la gente. Cuando fue de peregrinación a Lourdes no pidió el milagro de su curación, sino la paz en su corazón. En noviembre de 2018 se instaló en la plaza Castello una exposición titulada “Con mis ojos". Con pinturas, esculturas, poemas y otras formas de expresión artística realizadas por los huéspedes de la Pequeña Casa, que llevaron a decir a Maurizio Momo, arquitecto turinés y comisario de la muestra: «¡Son obras de arte!».
En un panel, quiso Teresina, enferma de esclerosis múltiple, escribir su historia. «Señor Dios de amor, de ternura, has puesto tu mirada en mí antes incluso de que naciera. Tu amor, entre los pliegues de mi sufrimiento, ha abierto brecha en mi corazón, en mi alma herida, trastornada por la enfermedad, por la muerte precoz de mi madre y la consiguiente decisión de mi padre de arrancarme de mi tierra para llevarme a la lejana Turín y dejarme en la Pequeña Casa de la Divina Providencia. Te alabo, te doy gracias, Dios de amor, Dios de ternura, por haberme hecho comprender con el tiempo que el sufrimiento y la enfermedad ya no eran un abismo, sino una profundidad en la que vivir con alegre esperanza».
También puede suceder que, estando con estas "perlas" del Cottolengo, la caridad de Cristo se vuelva tan transparente y apremiante que llegue a indicar el camino de la propia vocación. Lucia, recién graduada en Enfermería, empezó casualmente a trabajar en el hospital de la Pequeña Casa. Pronto iba a casarse, todo estaba dispuesto. Era feliz con su novio. Pero un día se perdió por los sótanos del Cottolengo y llegó a un patio donde había una fiesta organizada por personas con discapacidad. Le preguntó a una hermana qué lugar era aquel. «Estás en la Pequeña Casa de la Divina Providencia, donde se acoge a personas solas, con dificultades». Se quedó allí clavada, mirando. Al día siguiente volvió, y al otro, atraída por ese lugar. «Me impresionaban esas personas tan especiales, tenían una serenidad que yo envidiaba, una profunda alegría». No le salían las cuentas. Allí había otra cosa, y ella necesitaba tiempo. Ya no se sentía segura de nada. Se retiró un mes en oración y meditación. Una tarde de lluvia, mientras leía en la Biblia «¡te haré mi siervo!», un rayo de sol entró en la habitación. Fue así, literalmente. «No fue nada sentimental, pero yo pensé: esta frase es para mí. Está bien, Señor, me fío, te sigo». No hubo boda pero sí la decisión de entrar como consagrada en la familia del Cottolengo. Hoy es sor Lucia.
Y hay quien recupera su vocación. Como una pareja en crisis que ya solo vivía incomprensiones y litigios. Parecía que había llegado el momento de poner la palabra fin a su matrimonio. Una mañana, la mujer dijo al marido: «Oye, antes de tomar la última decisión, vayamos como voluntarios al Cottolengo. Al menos así habremos hecho una obra buena». La obra buena, o mejor dicho un nuevo Amor les conquistó a través de los rostros de aquellos pobres que, dentro de su condición, eran felices. Al cabo de unos meses, una noche se miraron tal vez como nunca antes lo habían hecho. Y se preguntaron: «¿Pero qué estamos haciendo?». Allí volvió a empezar una nueva vida matrimonial.
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