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Huellas N.10, Noviembre 2018

PRIMER PLANO

Los afectos de la mente

Alessandra Stoppa

«Hace falta una renovada cultura del conocimiento». El neurocientífico Vittorio Gallese describe la brecha que existe entre el dato real y la percepción de la realidad. Un viaje al encuentro del yo, el mundo y los otros. ¿En qué consiste el carácter único de la experiencia humana?

Si disminuye la dimensión afectiva, nuestras decisiones se vuelven irracionales e inadecuadas». Son palabras de Vittorio Gallese, profesor de Psicobiología y Neurociencias Cognitivas. Nacido en 1959, científico «no cientificista», agnóstico fascinado por el maravilloso enigma del ser humano, está firmemente convencido de que el modelo de la mente como una racionalidad perfecta es insostenible. Igual que la presunta equivalencia entre el conocimiento y una razón «sellada ante las emociones y sorda a las solicitaciones afectivas suscitadas por el encuentro con el mundo de la vida. Nada más lejos de la realidad».
Gallese formó parte del grupo de investigación que en el verano de 1991 descubrió las neuronas espejo. «Y no las estábamos buscando», dice. Pero no es solo una cuestión de serendipity. «Aunque fuera por casualidad, no es casual que fuéramos nosotros quienes las descubrieron, pues estábamos dispuestos a reconocer esas nuevas propiedades y sobre todo a intuir su relevancia. Una vez que te topas con lo inesperado, es importante saber reconocerlo, y sobre todo no dejarse condicionar por un canon dominante o un modelo teórico que deba prevalecer. Nunca hay que dar nada por descontado definitivamente».

Parece que hoy lo que domina es la percepción de la realidad más que la realidad efectiva. Asistimos, en varios niveles, a una fragilidad en la manera de conocer. Se habla de "crisis cognitiva”, ¿qué piensa usted?
Es absolutamente cierto que asistimos cada vez más a una brecha potencial entre lo que existe y cómo lo percibimos. Y esa disociación se vuelve problemática cuando se trata de la realidad social, política y económica. De la percepción que tenemos del estado de las cosas no solo proceden nuestras decisiones, sino también la forma en que hacemos experiencia, hasta el punto de interesar y condicionar profundamente las tonalidades afectivas que caracterizan nuestra vida cotidiana. Vemos cómo se extiende en la sociedad un sentimiento creciente de consternación, confusión, miedo, que a su vez evoca una sensación de frustración y rabia. La brecha entre la realidad efectiva y su percepción depende muchísimo de las nuevas formas de comunicación. De hecho, nuestra relación con la realidad depende cada vez menos de nuestro encuentro directo con ella. Ya no somos nosotros los que nos encontramos con el mundo, es el mundo el que nos sale al encuentro diariamente, a través de la mediación del filtro digital, que por un lado produce efectos miméticos a gran escala (la llamada "viralidad” de contenidos que se difunden a veces de manera pandémica y en brevísimo tiempo). Pero hay otro lado. Estas particulares formas de difundir la información seleccionan y privilegian fatalmente las emociones negativas que, por motivos que aquí sería demasiado complicado resumir, encuentran mayor resonancia. Si a eso se añade el progresivo envejecimiento de la población, el resultado es una sociedad cada vez más orientada hacia el pasado, un pasado mítico donde todos eran más felices y vivían mejor, un pasado al que volver asumiendo una modalidad existencial que tiende a defenderse y a cerrarse. De esta manera quedan dañadas las tendencias hacia una reinvención y redefinición de la realidad que imponen los nuevos escenarios de un mundo que está cambiando a una velocidad vertiginosa. Estamos bloqueados y nos cerramos en nosotros mismos. Tenemos miedo. Hace falta una cultura del conocimiento renovada, que nos eduque en la complejidad de la realidad que vivimos, ofreciéndonos instrumentos culturales para comprender mejor lo que sucede. Que ningún hombre es una isla es, en mi opinión, un dato claro: a partir de este presupuesto, hay que esforzarse en comprender que esto es así tanto a nivel personal como global.

¿Qué considera prioritario para desarrollar una relación nueva y adecuada con la realidad?
Debemos partir de un mejor conocimiento de nosotros mismos. Es una receta antigua, lo sé, pero sigue siendo válida. Mejor conocimiento de nosotros mismos, desde mi limitado punto de vista como neurocientífico, significa comprender mejor las bases neurobiológicas y corpóreas de lo que nos hace humanos. Eso implica también comprender mejor cómo comunicamos, cómo estamos junto a otros y cómo comprendemos lo que se nos comunica. Hoy las neurociencias pueden ofrecer una contribución fundamental para abordar estos temas, sobre todo si se las declina de manera crítica y en diálogo y colaboración con las ciencias humanas. Nuestra especie tiene ciertos rasgos distintivos. Somos creadores de imágenes y narradores de historias. Estas dos facultades comparten una gran dimensión performativa. Nuestras "manufacturas simbólicas", tótem, pinturas rupestres, esculturas, pinturas, poemas, novelas, sinfonías, obras, películas, etcétera, nacen de un proceso de externalización de contenidos, gracias al ritualismo y reconfiguración de actividades cotidianas, como construir utensilios, edificar refugios y habitáculos o procurarse alimento. En otras palabras, veo un continuum, más que una discontinuidad, entre la mente que crea con fines utilitaristas un hacha de piedra y la que es capaz de concebir la Capilla Sixtina. Nuestra inextirpable tendencia a crear mundos paralelos de ficción, ya sea mediante la creación de imágenes o historias, ha condicionado desde siempre nuestra existencia, ha hecho de nosotros animales culturales. El límite entre naturaleza y cultura es más aparente que real. Para los humanos, ciencia y tecnología son tan "naturales" como lo es el canto para los pájaros. Naturaleza y cultura son dos caras de la misma moneda, dos modos distintos de declinar ese mismo unicum holístico que llamamos ser humano. Hoy asistimos a un cambio en los vehículos de las formas expresivas culturales y su recepción. Y eso debe animarnos a comprender mejor los sustratos neurobiológicos y corpóreos, sobre todo ahora que el “medio" condiciona el mensaje y su recepción. Parte de mi investigación va precisamente en esta dirección. Hay una gran diferencia, por ejemplo, entre afrontar un problema como el de la inmigración solo con números y tablas o hacerlo en cambio mediante la narración de las historias de personas que viven esta dramática condición existencial. Cuando se nos pone en condiciones de asignar a un tema un rostro, un cuerpo, un nombre, en definitiva la existencia de uno de nuestros semejantes, nuestra actitud cambia radicalmente. El problema, el tema, pasa de ser abstracto a calar en la relación entre personas, se enriquece por una historia individual, de sentimientos, emociones, dolores, alegrías, esperanzas y miedos. Nuestra percepción de ese aspecto concreto de la realidad acaba transformándose profundamente.

Recientemente, en una entrevista en el Corriere della Sera decía que la «dimensión experiencia!» se está convirtiendo en uno de los nudos centrales en el estudio del cerebro-cuerpo. ¿Puede explicarlo mejor?
Durante décadas nos han contado que la mente humana es una máquina computadora que no difiere demasiado de un ordenador. Según la visión del cognitivismo clásico, lo importante no es tanto el sustrato (biológico o sintético, da igual) sino el algoritmo, el programa que guía nuestros pensamientos y competencias mentales. De ahí nace el sueño de reproducir la mente humana en robots y ordenadores. Un proyecto, debemos añadir, que todavía no se ha realizado, y por buenos motivos. Si hay algo de lo que estoy profesionalmente orgulloso, es de haber aportado, junto a otros colegas de todo el mundo, una contribución para demostrar la falsedad de estos asuntos. Nosotros hacemos experiencia del mundo. Todos los procesos fisiológicos y neuronales que caracterizan nuestra vida producen una experiencia del mundo.

¿Qué quiere decir con «hacer experiencia»?
La conciencia de estar en el mundo y del mundo en que vivimos, que probablemente compartimos al menos en parte con muchas otras especies animales. Pero lo que hace única la experiencia humana es la posibilidad de traducirla en relato. Como decía antes, no solo naturaleza y cultura son dos caras de la misma moneda, sino que es precisamente nuestra dimensión corpórea y encarnada la que nos confiere todas las prerrogativas que colectivamente definimos como mente humana. Nuestros pensamientos, nuestros sueños, nuestras ilusiones y nuestras esperanzas, y las acciones que de todo ello derivan, son expresión de nuestra naturaleza corpórea y del mundo físico en que esta corporeidad evoluciona. Sin olvidar el otro ingrediente fundamental en la base de nuestro ser humanos: nuestra naturaleza social. Como decía Martin Buber, no hay Yo sin Tú. Nuestra experiencia del mundo se construye, desarrolla y reposa en el encuentro con el otro. No comprender esto significa empezar con mal pie, significa acabar en un callejón sin salida. En el encuentro con el otro, lo que más nos interesa es ser reconocidos y deseados por él. Pensamos que existimos solo en la medida en que nos reflejamos en la mirada y en las atenciones que los otros nos dirigen. Desde este punto de vista, la invisibilidad social equivale a una negación de la existencia. Por eso debemos esforzarnos en alimentar y sostener momentos y situaciones de agregación social, e instituciones, empezando por la familia, que las hagan posibles. Estamos hechos para encontrarnos, para reconocernos mutuamente en la diferencia, para compartir objetivos y realizarlos juntos. No podemos reducir nuestro carácter social, ni la sociedad, a una suma de mónadas narcisistas que se relacionan a distancia de manera exclusivamente virtual gracias a la mediación tecnológica digital. Por favor, no quiero demonizar el progreso tecnológico, que tiene muchísimos aspectos positivos, pero este no es el mundo que yo deseo para mis hijos.

Usted afirma que «si disminuye la dimensión afectiva, nuestras decisiones se vuelven irracionales e inadecuadas». Pero el papel que desempeña la "implicación afectiva” en la tarea del conocimiento es comúnmente devaluado, acusado de parcialidad y condicionamiento. ¿En qué consiste su importancia?
Otro de los corolarios del cognitivismo clásico consiste en definir a la especie humana como expresión de una racionalidad idealmente perfecta, guiada por estrategias utilitaristas orientadas a maximizar el propio beneficio, que resultarían tanto más eficaces cuanto más "selladas" a las emociones y sordas a las solicitaciones afectivas suscitadas por el encuentro con el mundo de la vida. Nada más lejos de la realidad. Sabemos que las cosas no son así. Sabemos que nuestras decisiones y elecciones solo se adecúan al contexto cuando van acompañadas de una resonancia emotivo/afectiva. La racionalidad, privada de la guía de las emociones, se vuelve ciega, hace descarrilar nuestra existencia. Una vez más, a propósito de esto resulta fundamental la contribución de las neurociencias, especialmente las investigaciones de Antonio Damasio o las de Jaak Panksepp, el primero que habló de forma pionera hace ya treinta años de neurociencias de la afectividad (affective neuroscience) y de su relevancia para comprender quiénes somos.

¿Cómo vive la relación entre conocimiento objetivo y subjetividad?
Para mí, hacer ciencia sin ser cientificista significa partir de una posición de gran humildad intelectual respecto a los inmensos desafíos que plantea abordar la complejidad de la dimensión humana. Hay umbrales más allá de los cuales la ciencia debe admitir su ignorancia y/o impotencia. No estoy diciendo que se pueda o deba decidir a priori qué se puede conocer y qué no. Estoy diciendo que partir de la presunción de que todo se puede explicar antes o después, reduciéndolo a mecanismos físico-químico-biológicos es un acto, muy humano, de hybris y presunción. La complejidad de la condición humana exige ser afrontada de modo complejo, mediante la convergencia de varios enfoques que obedezcan a lógicas y lenguajes descriptivos en gran parte diferentes, precisamente porque se refieren a distintos aspectos del ser humano. Creo que la ciencia, y la neurociencia cognitiva en particular, debería ser cada vez más capaz de establecer un diálogo y una colaboración fructífera con las ciencias humanas. Llevo muchos años comprometido en este sentido, trabajando con filósofos, lingüistas, antropólogos, psiquiatras, historiadores del arte y teóricos de la literatura. Necesitamos formar competencias en parte transversales, fertilizar mutuamente diversos terrenos del pensamiento, con el objetivo de construir un lenguaje lo más común posible, o al menos elaborar conceptos puente que incrementen la coherencia mutua y la reciprocidad de los distintos enfoques y sus respectivos métodos de investigación. En definitiva, todo esto no debe quedar confinado entre las paredes de nuestros laboratorios, sino que debe servir para mejorar nuestras estrategias y acciones para construir una sociedad equitativa, inclusiva y respetuosa con los derechos de las personas y la calidad de sus vidas. Esto forma parte de eso que hoy llamamos “Tercera misión". En la medida en que la ciencia se alimenta del dinero de los contribuyentes, debe tener entre sus objetivos el de contribuir al crecimiento de la sociedad en la que actúa y que la sostiene.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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