Como dijo un joven que cumple pena en una cárcel de menores de Nápoles participando en la Jornada anual de recogida para el Banco de Alimentos en Italia. En estas páginas, la experiencia de los que han vivido en primera persona este y otros gestos de caridad, en «continuidad operosa» con la Jornada Mundial de los Pobres. Para recobrar el origen de todo lo que hacemos. En bien nuestro y en el de todos
«Qué bien, el viento en los cabellos. No me acordaba de esto». Alí empieza así su Jornada de recogida, bajando hacia Nápoles el sábado por la mañana, con la ventanilla abierta del Ford C-Max, sentado en el puesto del copiloto. A su lado, Ciro, ambos de veinte años (ambos nombres ficticios, al ser historias y vidas que hay que custodiar). Al volante Giovanni Jovinella, llamado “Felice”, que acaba de cumplir 45 y trabaja como arquitecto. Desde 2012, además de ocuparse de su estudio, tres veces por semana acude en coche a la cárcel de menores de Nisida, que se encuentra en una posición aislada con respecto al centro urbano, en la isla homónima a la que se accede cruzando un puente. Esa cárcel que acaba de levantar la barrera para dejar pasar el coche.
Curiosa cosa la Jornada de recogida de alimentos. En una ocasión, don Giussani la llamó «el fondo común de los italianos», un gesto de caridad capaz de implicar a un país entero. Entre los que donan (la estimación para este año es de cinco millones de personas) y quien recoge los alimentos que luego se reparten a los pobres. Ciento cuarenta mil voluntarios implicados en este día de 25 de noviembre, llegados también desde donde no te lo esperarías. Por ejemplo, de la cárcel de Nisida. El instituto penitenciario de la isla napolitana alberga a unos sesenta chicos, además de doce chicas en la sección femenina. Todos tienen entre 15 y 25 años, el límite de edad para cumplir con la pena por un delito cometido por menores. La mayoría proviene de los barrios de Nápoles conocidos por el libro de Roberto Saviano Gomorra.
Muchos chicos entran y salen de la cárcel, todos tienen historias muy duras. Alí es de Casablanca, vive en Italia desde hace tiempo y ha crecido en un ambiente que pronto lo extravió. Ciro vive en la calle desde que tenía 12 años. Hoy tenía cita con su hermana, era el primer coloquio después de cuatro años. Ha preferido salir de la cárcel para participar en la recogida. Lleva una chupa de cuero negro y se atusa el flequillo cada dos por tres. Alí le toma el pelo: «Pareces el de Happy Days…».
La cita es en el Carrefour en la calle Foria, esquina calle del Duomo, en pleno centro. Detrás, se sube a la catedral donde se conservan las ampollas con la sangre de san Genaro, en frente, al otro lado de la calle, empieza el barrio de Sanitá. Alrededor, Nápoles y su variada humanidad: alegrías y dolores que puedes leer impresos en los rostros de los que pasan por delante de los voluntarios con peto amarillo, para entrar a hacer la compra. Son nueve, casi todos universitarios. Hay un buen clima, mucha alegría. Contagia a muchos de los que se asoman a la entrada con el carro y toman las bolsas para «ayudar a los pobres». Muchos dicen que no o no dicen nada, es lo normal. La propuesta es muy sencilla, donar algo de la propia compra para los menos afortunados, hace emerger lo que cada uno lleva dentro.
Alí se enfunda el peto rápidamente, Ciro tarda un poco más en lanzarse. No han podido prepararse, leer el discurso del Papa, las “diez líneas” explicativas. Solo en el último momento supieron que podían salir. «Es mejor no suscitar expectativas, cuando a lo mejor el permiso puede no llegar a tiempo por cuestiones burocráticas», explica Felice. Pero en seguida están allí entregando sonrientes los folletos de la campaña a quienes entran y salen del supermercado, a colocar los alimentos que la gente dona, repartiéndolos en las cajas correspondientes. Pasta, legumbres, latas…
«ADDO’ STA STU GGESÚ?». «El primer año recogimos los alimentos en el instituto», cuenta Felice. «Fue en 2012. Los chicos tienen su lista de la compra, que llega siempre el miércoles». Pidieron que se añadiera el letrero “Alimentos para la infancia”. Luego uno de ellos salió para llevar lo que había recogido al punto de encuentro de los distintos grupos de voluntarios. En una caja había escrito con un pintalabios de una educadora: “I.P.M. Nisida” (Instituto Penitenciario de Menores Nisida, ndt.), porque no tenían lápiz. Lo recordaré siempre».
Su historia en Nisida había empezado unos meses antes «casualmente. Solo había oído ese nombre en una canción de Bennato, ¿la conoces?». Un amigo tenía que dar allí un curso sobre seguridad y debía ponerse de acuerdo con el director. «Me encontré con una persona a la que le importaban estos chicos, que se preocupaba por ellos, que quería que aprendieran algo que le sirviera en la vida», Gianluca Guida sigue allí de director. Pero Felice, sobre todo, se encontró con los chavales: «Su energía, sus ganas de hacer, sus inquietudes… Bueno, arquitecto, ¿qué hacemos? ¿Cuándo empezamos? Llamé en seguida a mi amigo: “Mira, tenerlos sentados viendo diapositivas, lo veo imposible... Tenemos que inventarnos algo”».
Así nació el laboratorio de edilicia, que me ha enseñado el día antes, recorriendo los pasillos del antiguo castillo que hospeda la cárcel: las salas restructuradas, el pavimento antiguo restaurado, los muros encalados y recién pintados «che aggio fatt’io» (que hice yo, ndt.), cuenta Ciro, orgulloso. Mientras, Genaro me explicaba cómo abrieron los muros para reestructurar las escaleras. Es uno de los proyectos para enseñar un oficio a los chavales. Hay otros que enseñan el oficio de pizzaiolo, pastelero o ceramista. Pero en Nisida también se estudia teatro, escritura… Desde este verano también cuentan con un curso para aprender a hacer belenes napolitanos. Y los cursos no sirven solo para un trabajo el día de mañana, sino para el presente. «Felice me ha dado confianza, me ha ofrecido su amistad», dice Alí en una pausa de la recogida: «Ha sido la primera vez en mi vida y no lo quiero defraudar».
Sería fácil pasar a consideraciones sociológicas, a comentarios sobre los padres ausentes o las circunstancias duras. Todo sería verdad. Pero “confianza” es una palabra de doble dirección, que te invitan a no darla por supuesto por ambos lados. «El primer año que me permitieron llevar a los chicos a la recogida de alimentos, estaba muy preocupado», cuenta Felice. «Me esperaba que enviaran una escolta, en cambio, no. Ningún control. Me acuerdo que nada más subir al coche bloqueé las puertas. Una vez llegados, me parecía que no veían nada de lo que yo veía: el mar, el día, la belleza, la gente… Y ellos fijándose en los coches, en los móviles». A la vuelta, sin embargo, había un silencio bonito. «Pensaba que estaban tristes porque debían volver a la cárcel. Pero antes de bajarse del coche, uno de ellos me dice: “Felí, quiero darte las gracias. Porque he entendido que yo también puedo hacer el bien”». Se quedó sorprendido. «La verdad es que me sorprenden continuamente. Me ayudan a no dar nada por supuesto, de mí, de mi historia, de nuestras iniciativas. Por eso, entiendo que los necesito. No tienen filtros y están llenos de preguntas». Hace unos meses, les visitó en la cárcel el padre Eugenio Nembrini, un amigo de Felice. «El tiempo de intercambiar algunas palabras y uno le dice: “Tú eres cura, ¿no? Alló famme vedé: addo’ sta stu’ Ggesú”. Vamos a ver, ¿dónde está este Jesús? Es la pregunta que yo también quiero mantener viva siempre».
BOLSAS GEMELAS. Lo mismo me dice Raffaella, aquí, en la calle Foria. Tiene 26 años, es ingeniero y trabaja en condiciones precarias. Esta mañana no quería acudir a la recogida. «Pero en un momento así, cuando todo lo ves confuso, necesitas algo que te vuelva a poner frente a ti misma. Aquí esto se da», delante de los que ni siquiera te miran a la cara o delante de aquel que te dice: «Que Dios os bendiga» mientras te entrega un paquete de arroz. A la anciana que sale del súper con dos bolsas gemelas, una blanca y otra amarilla, con el mismo contenido, y dice: «Una es para mi familia, otra para la vuestra». Y los chicos de Nisida con los que Raffaella ha sintonizado en seguida, al igual que con los demás que llevan el peto amarillo: «Deberían estar amargados, sin esperanza. En cambio, los miras y ves una vida que a veces no veo en mi día a día. Soy yo la que carece de esperanza, cuando hago mi rutina diaria dando todo por descontado…».
Alí está acostumbrado a los “no”, pero a los que al entrar ni se inmutan y no quieren donar nada, les responde manteniendo su sonrisa en la cara. «No me importa. Tengo paciencia. Antes no la tenía, la he aprendido a fuerza de darme golpes contra una pared». Ciro se hace eco de sus palabras cuando, al final de la mañana, le preguntas si está contento con su trabajo. «¡Claro que sí! Aquí ves otros rostros, entablas conversaciones distintas. Y tú también cambias». ¿Es decir? «En la cárcel estás todo el rato a la defensiva. Aquí no. Aquí soy yo».
Es media tarde cuando dejamos Nápoles para desplazarnos hacia Salerno y llegar a Fisciano, el almacén del Banco de Alimentos de la región de Campania. Desde aquí, cada año salen 7 toneladas de alimentos que sirven para dar de comer a 151.000 pobres. Aquí confluyen los camiones al final de la Jornada nacional de recogida y una veintena de voluntarios los reciben. Otros se suman más tarde. Ciro ayuda a descargar. Uno maneja un elevador, otro guarda las cajas en los estantes correspondientes. Por la noche, el ambiente es todo un hervidero de voluntarios, algunos con su familia al completo. Uno de ellos se pone a cocer piadinas en una plancha puesta encima de un hornillo para el pueblo de la Jornada de recogida, otro se lleva a los niños para jugar al escondite y sacarlos del vaivén enloquecido de cajas, carretillas elevadoras y gentes.
Los chicos de Nisida me comentan sus deseos para el futuro. A Alí le gustaría «trabajar en un bar o un restaurante y, con el tiempo, abrir un local propio. Lo importante es marcharme del barrio donde vivía antes, porque el riesgo de volver a caer en la red de la delincuencia está siempre al acecho. Es como un castillo de naipes: basta un ligero movimiento equivocado y todo se viene abajo. Y tienes que volver a empezar». Ciro me comenta los cursos que ha hecho en la cárcel y me dice: «Me gustaría trabajar haciendo pizzas». Arduo camino les espera, pero lo intentarán. Ciertamente, ya no están solos. Caes mejor en la cuenta de por qué el director de Nisida promueve que estos chicos puedan participar en gestos como este: «Para aprender a construir relaciones positivas más allá de un ambiente protegido, como es el de una cárcel para menores». Y entiendes mejor también lo que te comentó Felice el día anterior: «Hace tiempo conocí a un chico somalí, Abdul Karim, que pasaba por un momento muy difícil. Lo veía en las prácticas, en las obras; no trabajaba, estaba receloso. El director estaba muy preocupado y yo también. Le pedí a otro chaval que estuviese pendiente, que lo buscara. “No arquité...”. ¿Por qué yo? “No me apetece...”. Pero al poco tiempo los vi al lado uno del otro. Una mano guiaba la mano del otro, mientras le decía: “¿Lo ves, Abdú? Se hace así...”. Para mí fue clave. Soy yo también el que necesita esa mano, en cada instante».
El límite para volver a Nisida es la medianoche. Prohibido pasarse un solo minuto. Me cuenta Felice que también esta vez, a la vuelta, estaban callados en el coche. «Por primera vez en mi vida puedo decir que he hecho algo bueno», murmura Ciro, «hice muchas cosas malas para poder comer, pero el bien existe. No siempre somos malos». Lo han vivido y lo han manifestado ante todos. «Por su parte, ellos harán cuentas con lo que han vivido hoy. Pero sin duda su presencia me interroga a mí», reflexiona Felice, «me vuelvo muy feliz de este Jesús que me ha salido al paso hoy».
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