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Huellas N.10, Noviembre 2017

IGLESIA

«Vivo con los invisibles»

Luca Fiore

Vive bajo protección policial, amenazado por los narcos por su compromiso con los migrantes en Méjico, que han sido secuestrados, asesinados y tratados como mercancía. El padre ALEJANDRO SOLALINDE cuenta qué es lo que ha cambiado su existencia y lo que descubrió al tomar en serio lo que dice el Papa

«Digan a ese sacerdote esta noche que lo mataré». Era 2008, el peor año de su vida, como cuenta el padre Alejandro Solalinde. Los narcos del cártel de Los Zetas lo habían atacado a él y a su refugio para migrantes, construido al lado del ferrocarril en Ixtepec, en el Estado de Oaxaca, en el sur de Méjico. Fue la primera vez que el padre Alejandro fue amenazado. Y no fue la última. Hoy, el sacerdote vive con cuatro hombres de escolta. Su compromiso lo convirtió en un hombre conocido y estimado, no solo en su país. Varias asociaciones mexicanas incluso lo han propuesto para el Premio Nobel de la Paz. Cuando lo encontramos en Brescia, en la Fiesta de la Misión, no parece ser un hombre cuya cabeza vale un millón de dólares. Responde con calma. Sonríe. Cuando se le pregunta por qué hace lo que hace, responde sin demora: «Porque Jesús me lo pidió. Él es mi mejor amigo. Yo lo amo». Pero, ¿por qué quieren matar a un hombre de Dios? ¿Qué hizo tan grave para molestar a los capos del narcotráfico?
Para responder a estas preguntas necesitamos entender quiénes son los migrantes hoy en Méjico, por qué están interesados en ellos los narcos y, sobre todo, quién es realmente Alejandro Solalinde.
En primer lugar, Méjico es cada vez menos un país de emigración hacia EEUU y cada vez más un lugar de paso para quienes huyen de Centroamérica: El Salvador, Honduras y Guatemala. Se trata de un flujo de medio millón de personas al año, siguiendo la ruta de “La Bestia”, el tren de carga que atraviesa el país del sur hasta el norte. Están desesperados, sin documentos, dispuestos a dejar atrás el mundo del que huyen. Pero no pueden ser identificados, oficialmente no existen para el gobierno mexicano. Entonces se convierten en el objetivo del crimen organizado. Cuando les va bien, son secuestrados para obtener un rescate de sus familias; cuando les va mal, alimentan el mercado clandestino de órganos (por un riñón o un hígado se paga hasta 150 mil dólares). Las estimaciones aproximadas hablan de 20 mil migrantes que desaparecen en la nada cada año. No exactamente en la nada, de hecho, en el último período, gracias a los activistas locales, se han hallado numeras fosas comunes. Todo sucede bajo los ojos, a menudo cómplices, de la policía y el personal del Instituto Nacional de Migración.
«¡No más muerte ni explotación!». Fue el grito del Papa Francisco en Ciudad Juárez, lugar símbolo del sufrimiento de los migrantes en la frontera entre Méjico y EEUU. Y agregó: «Siempre hay tiempo para cambiar, siempre hay una salida y siempre hay una oportunidad, siempre hay tiempo para implorar la misericordia del Padre».

«FUE ENTONCES QUE LOS VI». La historia del padre Solalinde tiene que ver con un cambio. Un cambio de mirada. Se tomó mucho tiempo para encontrar el camino. Él, que ahora tiene 72 años, lo descubrió cuando tenía 60. El punto de inflexión del viaje interior de Alejandro comenzó a principios de los años ochenta. Estaba caminando por las calles de Oaxaca, cuando encontró a tres indígenas sentados en cuclillas en la acera para vender su pobre mercancía. Estaba volviendo de una tarde de compras. Llevaba un traje de moda, bien peinado, y con su perfume favorito. «Más que un sacerdote, parecía un dandy», recuerda. Una de las mujeres le dijo que le gustaba su perfume. «En ese momento pensé que no me había hecho sacerdote para ir de compras, sino para estar al lado del otro, como Jesús. ¿Qué estaba haciendo?».
La pregunta comenzó a roerlo. Intentó alejarla sin lograrlo. «Comencé a forcejear con Dios. Intenté negociar. Dije: “De acuerdo, daré el 30% de mis ingresos a los pobres”. Luego relancé: “Vale, 50...”. Pero Dios me estaba pidiendo todo, y yo, que soy duro de mollera, tardé bastante en entenderlo».
Todo, o casi todo, se hizo claro para él en septiembre de 2005 (habían pasado casi veinte años). «Fue entonces que los vi. Eran muchos. Decenas y decenas. Sentados en pequeños grupos a lo largo de las vías del tren. Cansados, sucios, hambrientos ». Eran los migrantes. Con él había otro sacerdote. «Le dije: “Tienen hambre, tenemos que ayudarlos”, pero cambió de tema. Él no los había visto. Yo sí. Y no podía fingir no verlos».
Preguntó si en la Diócesis había un sacerdote que se ocupara de estas personas y le respondieron que no había. Comenzó a hacerlo él. Pero, ¿por dónde empezar? «Traté de entender lo que estaba sucediendo. Tardé un año y medio. Comencé a mezclarme con ellos. Viajé también en “La Bestia”. Seguí a la policía, a los agentes fronterizos. Las historias de los migrantes eran tan terribles que no podía creer que fueran realmente ciertas. El punto era que los migrantes ya no eran personas, sino que eran tratados como mercancías, ya estuvieran vivos o muertos, enteros o en pedazos».
Solalinde comienza a desear que los migrantes no se sientan solos sino bienvenidos, al menos con él. «Construí un refugio para ellos, comprando una tierra al lado del ferrocarril. Creé una ONG que se llama Hermanos en el Camino, hermanos que caminan juntos. Entonces solo había nueve de ellos en el país. Ahora hay más de sesenta, porque no soy el único que brinda este servicio».

«PRÉNDANME FUEGO A MÍ». En el muro que rodea el refugio de Ixtepec, construido con el dinero de una donación personal del Papa Benedicto XVI, destaca una frase escrita en grande: «Bienvenidos migrantes». Cuando bajan del techo de “La Bestia”, los migrantes llegan al refugio del padre Alejandro y, antes que nada, los identifican: nombre, apellido, dirección y fotografía. De “invisibles” vuelven de nuevo a su estado de personas. Los datos están encriptados para que no terminen en las manos equivocadas. Las personas son visitadas por un médico y curadas, en el caso de que se hayan lesionado durante el viaje. Son escuchadas. Se les brinda asesoramiento legal si han sido víctimas de alguna injusticia. El primer benefactor pidió que también hubiera una capilla en el refugio, donde el padre Solalinde podría celebrar misa para los que quisieran. Este trabajo no ha gustado a todos. Por ejemplo, a los narcos. O a los funcionarios corruptos. Hicieron todo lo posible para detener al padre Solalinde. Como aquella vez que se había difundido la falsa voz que uno de sus migrantes había violado a una niña. Una pequeña multitud de un centenar de personas llegó al refugio con piedras y palos en la mano. Iban a la cabeza el alcalde de la ciudad y el jefe de la policía municipal. Alguien había traído tanques de combustible para quemarlo todo. «Préndanme fuego a mí más bien», dijo Solalinde dando un paso al frente.

«ELLOS SON NOSOTROS». «Jesús me pide que, al igual que Él, sea un pastor que defiende a sus ovejas. Entonces, cuando llegó el lobo, no tenía miedo. Siempre he estado con los migrantes y si era alguien que quería secuestrarlos yo estaba allí, dispuesto a denunciarlos a las autoridades y también a la prensa». Hoy el padre Solalinde, que vive bajo protección, admite que, por su exposición en los medios, a los traficantes de drogas ya no les conviene eliminarlo. «Pagarían un precio político demasiado alto. Así que sigo adelante».
¿Pero al principio? «Las primeras cuatro quejas contra Los Zetas, entonces el cártel de drogas más potente del país, me costaron un aviso de muerte. Pero el valor me viene de Dios. Una cosa es el valor humano, otra la fuerza que te da el Espíritu Santo. Eso es algo que tuve que aprender. No es una fuerza psicológica lo que te hace invencible, sabes que al hacer ciertas cosas pones en riesgo la vida, pero es como si la intervención divina te anestesiara de la sensación de terror. La primera frase que los apóstoles escuchan de Jesús resucitado es precisamente: “No teman”».
Con los años, Hermanos en el Camino, además de ayudar a los migrantes, se ha movido para que el gobierno mejicano establezca una ley que regule el flujo de migrantes. Pero para el padre Solalinde, la recepción y la actividad política son consecuencias, porque, haciendo eco al Papa Francisco, «los migrantes nos evangelizan». ¿En qué sentido? «Creemos en un Dios que no se comunica con los discursos. Dios no nos habla directamente, sino que se comunica a través de imágenes y gestos. Los pobres son estas imágenes», explica el sacerdote mexicano, ya sean indigentes, migrantes o personas vulnerables. «En este momento histórico, Dios nos está hablando sobre todo a través de ellos. Y Dios nunca está callado. La cuestión es saber escucharle, saber reconocer esta imagen. Tampoco cuando Jesús vino a la tierra le escuchamos, porque era humilde y pobre. No vemos lo que acontece. Y no me refiero a que no les damos una limosna, sino a que no entendemos el significado que ellos portan».
¿Y qué significa esto? «Lo primero es simple: si hay millones de personas huyendo, significa que algo terrible está pasando en algunos países. Y este es un problema que afecta a todo el mundo. En el mundo hay algo que no funciona». ¿Cómo puede ser que también en EEUU haya tantos sin techo?, se pregunta Solalinde. «El tránsito de estas personas es la imagen de nuestro tránsito. ¿Qué hacemos por ellos que son nosotros?». Sin embargo, Jesús, reprendiendo a Judas, dijo: «Los pobres estarán siempre con ustedes». «¡Cierto! El pobre siempre estará allí, mientras exista el mundo habrá siempre egoísmo», dice el padre Alejandro: «Pero el mundo puede ser menos pobre, nuestra tarea es combatir el egoísmo. La clave es que, antes que nada, cambien las relaciones entre las personas. Esto es el Evangelio». Si le preguntan: «Usted comenzó todo para amar a Jesús. Después de todos estos años, ¿cree que lo ama más?». La respuesta sale se sus labios sin sombra de duda: «Sí, totalmente».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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