Algunos pasajes de la lección de monseñor Pierbattista Pizzaballa sobre el lema tomado del Fausto de Goethe
Podemos volver a partir de lo que hace de nosotros una realidad humana nueva y distinta. Tenemos que volver a generar un sentido de comunidad, la comunidad de los creyentes que se reúne por la fe y que sabe ponerse en discusión. Así el deseo se transmite de generación en generación, un deseo no se nutre de añoranza del pasado, sino de esperanza. Antaño este deseo construyó las catedrales, ahora está llamado a construir algo distinto cuya forma tendremos que averiguar con el tiempo.
En cualquier caso, tendrá que asumir la forma del estilo cristiano, que nunca pretende imponerse al mundo, sino ofrecerle una propuesta. Luego, el anuncio encontrará su expresión en el ámbito civil y social, en la cultura, la economía, la política, etc. Es el modo cristiano de anunciar que «Dios se hizo hombre para que el hombre pueda seguir siendo humano… y para enseñarle a reconocer su gloria en cualquier lugar en donde esta aflore» (Fabrice Hadjadj, Resurrección), iluminando con su experiencia cualquier ámbito de la vida, contagiándolos con su esperanza y otorgándoles sentido.
El estilo cristiano. Hay otro paso del evangelio que quiero recordar. «María Magdalena fue a anunciar a los discípulos: “¡He visto al Señor!” y les contó lo que él le había dicho» (Jn 20,18). El cristiano es aquel que anuncia como Magdalena: «¡He visto al Señor!».
Otro modo cristiano de hablar de herencia, ganancia y nueva posesión es el que se refiere al testimonio y a la evangelización. En los tiempos nuevos que estamos llamados a vivir, debemos recobrar la alegría del evangelio, el deseo de comunicar al mundo la belleza de lo que vivimos. ¡Hay tanto bien, tanta belleza, tanta verdad en el Evangelio que hemos recibido de nuestra tradición! Sin esta conciencia (que solo una lectura miope puede confundir con fundamentalismo o integrismo…), el dinamismo fecundo del heredar se pervierte en estrategia de marketing inútil y banal, o peor aún, en adquisición de actitudes rígidas y defensa obtusa. El anuncio –ciertamente según el estilo del Reino, que es cortés y no derrotista, acogedor y no indiferente– es la forma concreta y privilegiada con que la Iglesia entrega a las futuras generaciones su tesoro más querido, la perla preciosa por la que cualquier hombre puede vender “sus bienes” y comprarla. Os invito a leer los números 22 y 23 de Evangelii Nuntiandi porque parecen escritos ayer, hasta tal punto siguen siendo actuales.
Es una distracción inútil quedarse en la queja de lo que hemos perdido y no tomar conciencia, por el contrario, de lo que estamos llamados a construir. Parafraseando la parábola de los talentos, si no invierto, si no me arriesgo y me pongo en juego, jamás ganaré algo y no tendré ni siquiera lo que creía tener. Simplemente perderé lo que había recibido en herencia. Este es el reto ante el futuro: ser capaces de formular una propuesta atractiva, un anuncio comprensible, un reto provocador, a partir de lo que hemos recibido de nuestros padres y que contiene una novedad interesante, que tiene algo que decir en el mundo de la cultura, de la ciencia, de la técnica, de la formación. De nada sirve un cristianismo puramente moral e impersonal. No sirve hablar de valores cristianos sin decir que Cristo es lo mejor que uno puede encontrarse en la vida.
El jardín y la ciudad. No se trata, por tanto, de construir muros que nos separen o marcar distancias con el mundo, sino de saber acoger el mundo como una realidad que nos interpela –hoy a nosotros, como en el pasado a nuestros padres–, como una realidad que interpela nuestra fe. No hay nada de la experiencia humana que no pueda ser iluminado y valorado por la experiencia del Evangelio. Esta es nuestra tarea y solo nosotros podemos hacerla. Entonces sucederá que lo que, a través del proceso de encarnación del Evangelio, hemos vuelto a ganar no será solo mío, o tuyo, sino de todos, será un patrimonio y una riqueza para todos.
La Biblia comienza con un jardín y termina con una ciudad. Comienza con un lugar hecho solo por Dios y concluye con un lugar donde la obra de Dios se trenza necesariamente con la obra del hombre: la Jerusalén del Apocalipsis, la ciudad que desciende del cielo, una creación que Dios no quiere edificar sin la ayuda del hombre. Por eso entrega a cada cual sus talentos, a unos cinco, a otros tres, a otros uno. Nuestra tarea es convertirlos en ladrillos de la nueva Jerusalén.
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