LA CAMISETA ROJA
Apoyado en la mesa de la cocina, el móvil empieza a vibrar. Laura, con las manos ocupadas amasando la pasta, echa un vistazo a la pantalla: “Linda”. Activa el altavoz y responde: «Hola Linda, ¡qué agradable sorpresa!». «Buenos días, profe, ¿todavía tiene guardado mi número?». «¡Claro! ¿Cómo estás?». «Bueno… tranquila, las notas bien. Si todo sigue así, tendré una media de ocho. Pero no la llamo por eso. Es todo lo demás que no funciona». «¿Quieres hablar ahora o prefieres que nos veamos?». «No, por teléfono me cuesta. ¿Qué le parece si nos tomamos una pizza?». «Estupendo, ¿cuándo?». «Mañana por la noche, si puede. También vendría Judit, ¿la recuerda?».
Laura recuerda muy bien a ambas, esas dos antiguas alumnas tan vivaces. Con ellas y los demás chicos de los Caballeros del Grial pasó tres años estupendos: el estudio en su casa, las excursiones, los encuentros y la Promesa –el compromiso de seguir la amistad con Jesús– que hicieron con otros grupos. Pero aquella experiencia terminó al llegar a tercero. Solo los había vuelto a ver de vez en cuando paseando por la ciudad. Nada más.
Pero llevaba a aquellos chicos en su corazón. Seguía en ella la pregunta: ¿cómo poder continuar? Y ahora esa llamada… «Está bien, Linda. Nos vemos donde “Osvaldo”, en la plaza de la iglesia».
A las ocho están en la pizzería. Linda dispara: «Profe, ¿recuerda la excursión a Venecia con la Promesa, cuando me perdí en San Marcos?». «Claro. Estabais en primero, hacía poco que nos conocíamos. Hasta don Marcelo estuvo dando vueltas por la basílica buscándote. Ahora puedo decírtelo: ¡me asusté de verdad!». «Sin embargo parecía tan tranquila y segura». «Parecía… Tú me has liado muchas, en clase y fuera. Eras un río en crecida». Linda esboza una sonrisa. «Profe, ya no soy la que usted conoció. Si me viera en clase no me reconocería». Ahí estaba el problema. Laura le pregunta: «¿De eso querías hablarme? Cuenta».
«Estoy en una clase “difícil”, como la definen los profesores. Ciertos compañeros empezaron a tomarla conmigo con mucha pesadez y nadie me ha defendido nunca. De hecho, estos dos años la situación ha empeorado, casi todos se divierten burlándose de mí». «¿Y cómo has reaccionado tú?». «Tenía miedo y me he aislado, prácticamente no hablo con nadie. Tengo cuidado de no dar mi opinión y hablar lo menos posible para evitar comentarios malvados».
La voz de la chica se rompe. Para unos segundos y luego sigue: «Pero no podía seguir así. En la escuela hay una grafóloga. Analizando mi escritura, me ha dicho que soy una persona expansiva, abierta, que necesita expresarse». Laura la interrumpe: «¡Y tiene razón! Yo te he conocido así». «No, no, ahora ya no es así. Mire, si por la mañana me pongo una camiseta roja y voy a clase y los compañeros me dicen “¿pero te has puesto una camiseta blanca?”, yo me lo creo. Ya no sé quién soy. Profe, necesito un lugar donde alguien me recuerde quién soy realmente. Para que los demás no me puedan cambiar».
A Laura le vienen a la cabeza las palabras de un amigo suyo. «Estos chicos te son dados para siempre». Judit, que hasta ese momento había estado en silencio, dice: «Yo en clase no tengo los problemas de Linda. Pero llevo dentro esta pregunta: ¿por qué vale la pena levantarse por la mañana?». «Es la pregunta que llevan dentro todos los hombres. Os hago una propuesta: ¿por qué no empezamos a vernos en mi casa, como hacíamos con el Grial? Intentemos continuar aquella experiencia de otra manera, ¿qué decís?». Las chicas sonríen: «Sí, ¿el jueves le viene bien?». «Ok». Mientras se despiden, Judit pregunta: «Pero profe, usted ha descubierto el motivo por el que levantarse por las mañanas, ¿verdad?». «Hablamos el jueves».
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