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Huellas N.7, Julio/Agosto 2017

EJERCICIOS

Preciosa pobreza

P. Francesco Braschi

«Bienaventurado el que piensa en el necesitado». Segunda parte del recorrido sobre la pobreza en la iglesia de los primeros siglos, para superar el dualismo, siempre al acecho, entre la fe y la caridad

En un texto de la etapa más madura de su vida, san Ambrosio –obispo de Milán entre los años 374 y 397– nos ofrece una interesante reflexión sobre el tema de la pobreza. Subraya que ante todo nunca se puede prescindir de la consideración de Cristo mismo como prototipo y principio de cualquier juicio sobre esta condición. Así, comentando el Salmo 40,2, escribe (cfr. Explanatio Psalmi LX, cc. 3-7): «Escucha pues a quien dice: Bienaventurado el que piensa en el necesitado y en el pobre. Bienaventurado realmente el hombre que comparte el dolor del pobre… ¿pero qué sentido tiene empezar así un discurso referido a la pasión del Señor? Es cierto que sufrió por los pobres, sin embargo no dudó en reprender a Judas cuando este, a propósito de aquel ungüento que María derramó sobre los pies de Cristo, exclamaba: ¡Se habría podido vender por trescientos denarios y dárselo a los pobres! Pero Cristo dio una respuesta que vale para todos: ¡Dejadla! Se ha adelantado a embalsamar mi cuerpo para la sepultura. Porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros y podéis socorrerlos cuando queráis; pero a mí no me tenéis siempre. Por tanto, debe ser otro el bienaventurado que piensa en el pobre. Aquí se trata de la fe, mientras que en el otro caso se trata de la misericordia. De modo que en primer lugar está la fe, y en segundo la misericordia. La misericordia tiene valor solo si va acompañada de la fe, sin la fe es mero ropaje, sin la fe es insegura, pues la fe es el fundamento firme de toda virtud. Bienaventurado por tanto quien piensa en la miseria y en la pobreza de Cristo, que siendo rico se hizo pobre por nosotros. Rico en su reino, pobre en la carne, porque tomó sobre sí esta carne de pobres. De hecho, nosotros nos hemos empobrecido hasta el extremo porque, a causa del engaño de la serpiente, hemos perdido las hermosas vestiduras de las virtudes; hemos sido desterrados del paraíso… Por tanto, si es necesitado y pobre en la carne, es sin duda necesitado y pobre en el sufrimiento de esta carne. No padeció en su riqueza, sino en nuestra pobreza… ¡de modo que si quieres ser rico, intenta penetrar en el sentido de la pobreza de Cristo! ¡Si quieres obtener salud, intenta penetrar en el sentido de su debilidad! Si no quieres avergonzarte, intenta penetrar en el sentido de su cruz; en el sentido de su herida si quieres sanar las tuyas; en el sentido de su muerte si quieres ganar la vida eterna; en el sentido de su sepultura si quieres alcanzar la resurrección».

Un modo de vivir. La pobreza de Cristo, por tanto, hay que comprenderla en primer lugar a la luz de la debilidad, de las heridas, de los sufrimientos que marcaron su vida terrena igual que marcan también la nuestra. Para reconocer sin tapujos el valor salvífico de esta indigencia, para eso se nos pide tener fe (para poderlo imitar), del mismo modo en que Cristo vivió su pobreza, antes que cualquier otra consideración de tipo caritativo.
De hecho, el ejercicio mismo de la misericordia, según Ambrosio, está guiado por la fe, y la fe consiste sobre todo en reconocer en cada momento el alcance que tiene la encarnación de Cristo, que vino a rescatar la pobreza que es –después del pecado original– la condición real de todo hombre. Pero, para Ambrosio, esta afirmación fundamental no puede ser puramente teórica. Por eso la declina inmediatamente en la vida cotidiana de cada fiel. «Pero me podrías decir: “¿Cómo hacer para ser rico en la pobreza de Cristo?”... El apóstol dijo: nuestro Señor Jesucristo, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza. ¿Cuál es entonces esta pobreza que enriquece? Reflexionemos y pensemos en este venerable sacramento [con esta palabra se refiere a la celebración pascual conjunta del Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía]. ¿Qué puede haber más puro y sencillo? El pecador no se lava en la sangre de cabras o carneros –así no se purifica, porque se lava el cuerpo pero no se disuelve la culpa. Pero, está escrito, sacarás agua de las fuentes de la salvación y tendrás puesta ante ti una mesa celeste. ¡Qué maravilla este cáliz embriagador! Esta es la riqueza de la sencillez y en ella habita la preciosa pobreza de Cristo. Una pobreza hermosa en su modo de vivir, que lleva al Señor a decir: Bienaventurados los pobres de espíritu. En los salmos también encontramos que el Señor salvará a los humildes de espíritu».
La participación cotidiana en la pobreza de Cristo tiene lugar, por tanto, en la Iglesia y a través de los sacramentos, cuyo objetivo es el de acrecentar nuestra familiaridad con Cristo de modo que podamos reconocer sus rasgos tanto en nosotros como en los pobres con los que nos encontremos, gracias a los cuales podemos aprender el sentido más verdadero de la pobreza: el de las bienaventuranzas, el de la “humildad de espíritu”. Así se entiende también la espléndida expresión de san Juan Crisóstomo (ss. IV-V), que muestra una audaz e innegable correspondencia entre la presencia real de Cristo en la Eucaristía y en los pobres: «¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo contemples desnudo... Porque el mismo que dijo: “Esto es mi cuerpo”, y con su palabra hizo realidad lo que decía, afirmó también: “Tuve hambre, y no me disteis de comer”, y “Siempre que dejasteis de hacerlo a uno de estos pequeñuelos, a mí en persona me lo dejasteis de hacer”… ¿De qué serviría adornar la mesa de Cristo con vasos de oro si el mismo Cristo muere de hambre?». Una identificación que el mismo Cristo quiere, y que supera todo dualismo, siempre al acecho también en nuestro tiempo, entre la fe y la caridad.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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