La historia de una familia cristiana, los TAMRAS, que durante un año estuvieron retenidos por el Daesh. La noche del asalto, el encarcelamiento y la fe de tres chicos, junto a su padre y al abuelo. Mientras la madre negociaba con el jefe de los milicianos. «Para buscar aquel rescoldo de humanidad que tenía que permanecer aún encendido bajo las cenizas»
Tommy Tamras se convirtió en el hombre que es hoy en la noche del 23 de febrero de 2015, cuando el Isis hizo irrupción en su aldea. Tenía veinte años. Recuerda todo de aquella fecha con precisión milimétrica: las horas, los movimientos, los pensamientos. Lo primero fueron los combates entre kurdos y milicianos del Daesh por la noche, poco antes de que las luces del alba inundasen el valle del Khabur, en el norte de Siria, y sus treinta y cinco aldeas, habitadas mayoritariamente por cristianos caldeos y sirios.
Lo segundo que recuerda son los disparos de kalashnikov cada vez más cerca de su casa. En ese momento agarró el móvil para llamar a su padre. «Mis padres estaban en la ciudad de Al Hasakah por trabajo. Yo estaba en casa con mi hermana Josephine, que tiene 23 años, mi hermano Charbel, de 14, y mi abuelo Michael, de 90», cuenta Tommy, que en aquellos días de febrero había vuelto a la aldea durante una pausa de las clases en la universidad de Al Hasakah. «Mi padre me dijo por teléfono que escapáramos todos juntos. Traté de salir y me di cuenta de que habían disparado ya a todos los generadores de electricidad».
En la penumbra su vecino corría agarrando de la mano a su hija. Con un hilo de voz le dijo: «Han llegado. Están haciendo salir a todos para llevarnos». Tommy se precipitó en la casa y encontró solo al abuelo. No le dio tiempo a salir de casa, pues ya tenía una pistola apuntándole a la cabeza. El hombre llevaba la cara descubierta: «Venid conmigo u os mato aquí mismo». Pocos metros y alcanzaron a los otros vecinos, unos noventa, hacinados en una casa en el centro de la aldea. Estaban también los hermanos de Tommy, Josephine estaba con las demás mujeres: las separaban de los hombres, junto a los niños más pequeños. Al cabo de unas horas, los trasladaron a todos al norte, a la zona bajo control del Estado islámico. Les esperaban otras doscientas personas, secuestradas esa misma noche.
Pero el shock más grande para los hermanos Tamras llegó a media mañana. «Eran las diez cuando Charbel y yo vimos llegar el coche de nuestro padre», cuenta Tommy. «Bajó y se entregó. Les dijo a los milicianos: “Habéis detenido a mis hijos y a mi padre. Detenedme a mí también”». Martin en ese momento tenía 48 años. Siempre había desempeñado el oficio de leñador. Después, con la crisis que asoló el país, se puso a trabajar en una organización para los desplazados. Aquella noche tuvo que tomar una decisión terrible: «Entendí que la situación era gravísima. Mi mujer Caroline y yo queríamos irnos en seguida. Traté de calmarla. Después, con la muerte en el corazón, salí sin que ella me viera». Le dejó unas pocas palabras en un trozo de papel: «Perdóname. He ido con ellos».
«Cuando vi a papá, sentí una gran fuerza», cuenta Charbel. «Entendí que tenía que mirarle a él». Como cuando, pocas horas después del secuestro, el jefe anunció que mataría a todos los que no se convirtieran. «Mi padre alentó a todos: “Es una mentira. No le creáis. Mejor creed que Dios nos ayudará”». Así fue.
Rosario con huesos de aceitunas. Su prisión duró doce meses. Muchas veces temieron que el fin estuviera cerca. Y en cambio siempre fue el inicio de una paz nueva que volvía a conquistarles en los trances más dramáticos. Los primeros días Tommy se encerró en un aislamiento total. «Trataba de alejarme de todo el mal que veía. Había encontrado unos papeles y un bolígrafo azul y pasaba las horas dibujando». Después los milicianos entraron en su habitación. «Tomaron todas nuestras cosas, entre ellas rosarios, estampitas y cruces, y las quemaron. Eso fue una sacudida, una especie de despertar para mí». Por primera vez Tommy levantó la mirada y entendió que no podía autoinfligirse una prisión dentro de la prisión. Podía ser libre ante el mal. Con sus compañeros, empezó a recoger los huesos de las aceitunas, su comida y su cena, a rasparlos contra la pared, agujerearlos con hilos de hierro tomados de las almohadas y hacer con ellos rosarios. «La oración se convirtió en el centro de nuestros días. Nos dimos cuenta de que nos mantenía vivos, humanos». Rezar juntos era muy arriesgado. En las celdas había continuos registros. «Nos habíamos hecho muy hábiles en esconderlo todo. Un día, al salir de la estancia, el rosario se me cayó del bolsillo. Pensé: “Muy bien, ahora vienen los problemas” y empecé a rezar a la Virgen». De pie en la puerta, miró a los hombres que revolvían la habitación, mientras su rosario estaba ahí, en el centro de la cama, y ninguno lo veía. Los ojos de Tommy se agrandaron de asombro al oír a uno de los hombres decir: «Aquí está todo en orden. Vamos a la otra».
Josephine, separada del resto de la familia, vivía en el campo con las otras mujeres. En ella había miedo y soledad. Pero en las horas que corrían iguales en seguida asomó algo nuevo. «Había muchos niños. Todos aterrorizados. Empezamos a rezar el rosario hasta cuatro veces al día, ante ellos y con ellos. Además, todos los días los hacíamos jugar y siempre encontrábamos un momento para contar alguna página del Evangelio». Los carceleros les sorprendieron más de una vez. «Nos decían que dejáramos de hacerlo, porque nuestra oración era haram, prohibida. No sé cómo, pero yo me enfrenté muchas veces a sus pretensiones». Y lo hizo mostrando toda la humanidad de ese gesto. A uno de ellos le dijo: «¿Por qué es pecado rezar a Dios? ¿No lo hacéis también vosotros? Permitidnos hacerlo». Y desde ese día aquel hombre empezó a fingir que no oía todas esas avemarías que traspasaban los muros y las puertas de los sótanos donde estaban encerradas las mujeres.
Por Pascua, Josephine tuvo una idea. Con la ayuda de otras mujeres consiguió recuperar unos cuarenta huevos; por la noche los pusieron a hervir en té y los decoraron. «Al levantarse, los niños no podían contener su alegría. Y ver sus rostros felices nos hizo experimentar la resurrección».
Delante del scheik. El hecho más dramático sucedió ocho meses después del secuestro. Todos se habían trasladado a Raqqa, capital del Estado islámico. El Isis empezó a pedir dinero a las familias de los prisioneros. Entonces decidió subir el precio y pedir a la Iglesia siria un rescate para la liberación de los presos. En cierto momento de las negociaciones decidieron forzar la mano con algunas ejecuciones. Eligieron seis prisioneros, les vistieron con los trajes naranjas y los llevaron a pleno desierto. Entre ellos estaba Martin Tamras. «No sé por qué me eligieron a mí», cuenta: «Quizá porque, cuando el scheik entraba en nuestras celdas y nos forzaba a convertirnos, buscaba su mirada y trataba de desarmar sus palabras». En Martin, cada gesto, cada palabra nace del amor que le tiene a la vida. La suya, la de sus hijos, la de todos. En aquellos días trató por todos los medios de obtener un ejemplar del Evangelio. Aunque a todos les resultaba imposible de conseguir. «Me daba cuenta de que necesitábamos a Jesús para estar frente a nuestros verdugos». Y al final el “regalo” se lo entregó el mismo scheik. «Nos dijo: “Así os demuestro todas las contradicciones que hay aquí adentro”. No sé si se dio cuenta de que, dejándolo en nuestra celda, había encendido la mecha que alimentaba nuestra fuerza».
Al teléfono. Para Martin la cosa se hizo extrema el día que se encontró ante el pelotón de ejecución. «Antes de hacernos desfilar, nos encerraron en una choza. Estábamos aterrorizados. En un momento de debilidad uno de nosotros dijo: “Tenemos que convertirnos, es la única posibilidad que nos queda”. Allí vi que Cristo era todo lo que nos quedaba, la única posibilidad verdadera de salvación era pegarnos a Él». Los carceleros dejaron en el suelo pan seco y agua, la última comida. «Yo no soy cura», cuenta Martin, «pero los tomé, los bendije y le pedí al Señor que estuviese con nosotros a través de esos signos». Todos comieron y bebieron. Después se entregaron en manos de los carniceros. «Allí, de rodillas, pensé que si Jesús me quería con Él, yo estaba preparado para seguirlo». Pero ningún tiro lo alcanzó. Tres cuerpos cayeron a tierra: el de su primo, el de su médico y el de un hombre de otra aldea. «Después nos hicieron enterrar los cadáveres. Mientras cavaba, pensaba en cómo la salvación se había hecho real en aquellas horas. Había visto a estos hombres pasar a través del martirio, acompañados de la certeza de que la vida es algo que nadie puede quitarnos».
La ejecución fue filmada y el video, enviado a los que estaban negociando el rescate. Entre ellos estaba Caroline, la mujer de Martin, que trabaja en la Cáritas diocesana.
Unas semanas después se convirtió en uno de los interlocutores de los milicianos. «Martin, en el campo de prisioneros, había reconocido entre los jefes a un hombre sirio con el que había mantenido relación en el pasado», explica Caroline. «Habían conseguido hablarse y Martin había ganado su respeto». Por eso quería hablar con ella: quería darle noticias de su familia e iniciar con ella las negociaciones. Para Caroline no es fácil. Le ha llevado meses apartar el resentimiento terrible por lo que le estaban haciendo a su familia. Pero hablando por teléfono con aquel hombre, también la última brizna de rabia se deshizo. Y también toda estrategia: «Empecé tan solo a buscar en él aquel rescoldo de humanidad que tenía que permanecer aún encendido bajo las cenizas. Soplé sobre ese rescoldo durante meses, para que su corazón humano empezara a latir».
Entre los dos nació un diálogo. Un día, el hombre le confió: «Veo que tienes fe. Hace pocos días ha nacido mi hijo, pero está enfermo. ¿Qué puedo hacer para que se cure?». Ella le respondió: «Reza a Dios y cuida de todas las personas que están ahí contigo. ¡Busca el bien!». Además le hizo llegar un frasquito con el aceite bendito de san Charbel Makhlouf, el santo libanés del siglo XIX venerado por los cristianos de Oriente. Él se lo agradeció: «Eres buena, si te convirtieras irías al paraíso». Caroline aguantó la presión: «Lo que ves de bueno en mí me lo da Jesús. Por tanto debes respetarlo, como yo respeto tu religión». Fue lo último que se dijeron. Desde el 22 de febrero de 2016, el día de la liberación de todos los rehenes, Caroline no sabe nada más de él.
Hoy la familia Tamras vive en Al Hasakah, en un apartamento en alquiler. Su aldea ha sido completamente destruida. Nadie ha podido volver a vivir en su casa. Tommy y Josephine han reiniciado sus estudios en la universidad, Charbel en el instituto, Martin y Caroline su trabajo. Con la casa perdieron todo su pasado: fotos, libros, ropa, objetos. «Incluso nuestro futuro es incierto. Hoy la situación es tranquila, pero no sabemos qué sucederá mañana», cuenta Tommy. Martin mira a su hijo hablar, su mirada es seria y llena de compasión al mismo tiempo. Añade: «En esta prueba que nos ha tocado vivir hemos visto crecer nuestra fe. Si pedimos ayuda al Señor, él nos concede amar a todos. Toda circunstancia, y hasta al enemigo. Es lo que esperamos para todo hombre en este país».
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