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Huellas N.7, Julio/Agosto 2017

PRIMER PLANO

La revuelta y la profecía

Maurizio Vitali

«No hay dos mundos separados». OLIVIER ROY, invitado a Rímini, habla de Occidente, islam, tradición y comunicación del sentido

Olivier Roy, nacido en 1949, politólogo, orientalista e islamista de gran prestigio, autor de libros de éxito, es profesor en el Instituto Universitario Europeo de Florencia y consejero científico en el Robert Schuman Centre for Advanced Studies. Ha trabajado como consultor en el gobierno francés, la ONU y la OSCE, de la que ha sido representante en Tayikistán. Un tema en el que se centra su trabajo es la crisis de la transmisión de valores religiosos y culturales a los jóvenes, especialmente a las llamadas “segundas generaciones”. Una clase de reflexiones que vienen que ni pintadas a propósito del Meeting por la Amistad entre los Pueblos de este año (Rímini, 20-26 agosto), que lleva por título “Lo que heredaste de tus padres vuelve a ganártelo para que sea tuyo”. Olivier Roy ha aceptado la invitación y su intervención se anuncia sin duda muy valiosa.
Roy no solo ha estudiado en los libros sino también sobre el terreno, viajando mucho y buceando con curiosidad y sin vacilaciones para conocer pueblos y culturas. La primera vez fue a los 19 años, cuando viajó en autostop hasta Kabul, dejando a medias sus exámenes. Los meses previos estuvo estudiando persa en los libros, sin saber cómo era la pronunciación porque no tenía discos («pero constaté en aquel viaje que entendía y me hacía entender bastante»). Corría el año 1969 y los únicos occidentales que iban a aquella zona eran hippies en busca de un oriente utópico y hachís fácil. Cuando iba a graduarse (en filosofía), Olivier Roy propuso una singular tesis sobre Leibniz y China, porque sentía curiosidad por la correspondencia entre el filósofo ilustrado y los misioneros jesuitas. Por cierto, entretanto Olivier ya había estudiado también chino.
A los 68 años, este famoso estudioso y politólogo es curioso y disponible como un joven que tiene por delante todo un mundo por descubrir. En su despacho del Instituto Europeo, donde las tranquilas colinas de Florencia se deslizan por el Fiésole, su escritorio, al estilo de los viejos cronistas, luce altos montones desordenados y creativos de libros y papeles. Apenas encuentran hueco en medio de este caos el teclado del PC (que por ironías del idioma para Roy se llama también ordenador) y algún botellín de agua del que bebe a sorbos de una pajita un par de veces.
Entre sus libros más conocidos y traducidos se encuentran El islam mundializado, editado por Bellaterra, La Santa Ignorancia. El tiempo de la religión sin cultura (Península), y recientemente ha publicado Generación Isis, donde cuenta quiénes son los jóvenes terroristas que han nacido y crecido en Europa y por qué eligen la violencia homicida y suicida en nombre del Califato. Dicho en dos palabras, y un poco a la ligera, la tesis es que estos chicos no son violentos por islamismo sino por nihilismo y desesperación. Veamos por qué.

Profesor, usted sostiene que el terrorismo yihadista actual en Europa es resultado de un proceso de «islamización del radicalismo y no radicalización del islamismo». En otras palabras, no es su origen religioso sino el nihilismo lo que explica la opción de la violencia.
Lo que fascina del yihadismo a estos jóvenes es la muerte, la muerte de otros pero también la propia. De hecho, cometen atentados suicidas. Creen en un paraíso después de la muerte, pero no creen en la posibilidad de una vida mejor ni de una sociedad más justa en esta tierra.

¿Ni el islam ni la civilización occidental les ofrecen un ideal convincente, que dé un sentido a su vida?
No.

Pero en Occidente abundan las ofertas de valores, bienes de consumo y modelos de éxito.
«Mi vida estaba vacía». Lo dicen todos los que han elegido la yihad. Los llamados valores occidentales les parecen hipócritas, puramente materialistas, les dejan vacíos e imposibilitados para realizarse. Reprochan a la sociedad que no los reconozca y para ellos el reconocimiento solo pueden obtenerlo con la muerte.

Se trata por tanto de jóvenes en su mayoría nacidos y criados en nuestras metrópolis, París, Londres, Bruselas… Han ido al colegio aquí, han crecido con otros jóvenes europeos…
Cierto. Le diré más. Comparten la misma cultura juvenil que todos los demás, los gustos musicales, la ropa, la comida, el lenguaje; ven las mismas películas, intercambian el mismo tipo de videos en las redes sociales, hablan la misma jerga, van a las mismas discotecas, toman lo que les ofrecen como todos, ligan con las chicas igual que los demás. Ninguno de ellos sueña con luchar contra la pobreza o la opresión, ni contra la islamofobia, lo que supone una gran paradoja.

¿Y la tradición cultural y religiosa de su familia de origen no les ofrece la perspectiva de una fisonomía e identidad propias? Mueren gritando “Allah Akbar” (Alá es grande, ndt).
La verdad es que hay una grave crisis de transmisión. La mayoría de las veces los padres no saben cómo transmitirles su credo y su cultura. Ni siquiera conocen bien el islam auténtico. Conocen tal vez ritos y prácticas aprendidos, qué se yo, en un barrio marroquí, propios de un contexto sociocultural que ya no existe, sin duda en Francia no. Para los futuros yihadistas, el islam es una etiqueta pero no una realidad conocida realmente. Los padres suelen parecerles portadores de un islam malo, folclórico y supersticioso. Ven madres que observan el Ramadán pero preparan dulces para hacer un convite al anochecer. Ven padres que hablan de Dios y luego toman alcohol. Y preguntan: ¿pero por qué habéis venido a Francia? «Para una vida mejor», oyen como respuesta. «No, esto no es una vida mejor». Resumiendo, en la tradición no perciben ningún atractivo. La rebelión extremista de estos jóvenes es una revuelta generacional.

Y el Daesh, entonces, ¿qué tiene que ver?
El Daesh ofrece una estética de la violencia que hace atractivo el gesto extremo del nihilista. Se presenta con una estética totalmente moderna, en línea con el estilo de las películas americanas (donde la sangre prevalece ya claramente sobre el sexo) y los videojuegos de moda. Las masacres efectuadas y transmitidas con una gran puesta en escena, la tortura filmada y narrada por una voz en off, es un formato muy utilizado por los narcos mexicanos. Los arquetipos y modelos de esta estética son muy occidentales.

Entonces la fascinación de la violencia y la muerte vienen esencialmente del vacío y la desesperación.
Exactamente. Estos jóvenes saben que no pueden ser felices. Ni sexualmente ni en familia. Es bastante singular que ciertos terroristas hayan tenido un hijo el mismo año que cometían el atentado, o mientras lo estaban organizando. Tienen una mujer, una compañera, un hijo, pero sin disfrutarlo ni gozarlo. Y con la muerte los abandonan a la organización… o a su destino. Pero atención, todo eso es contrario al islam, que es notoriamente muy familiar y que condena el suicidio porque niega la voluntad de Dios. Sin duda, hay una problemática existencial muy fuerte en la base de todo esto.

El 68 europeo y americano también fue en su origen una revuelta generacional contra los valores tradicionales y las instituciones burguesas, ¿dónde está la diferencia?
El 68 fue utópico, no nihilista. Seguía el deseo de una sociedad feliz. Además, no hubo una ruptura total de la transmisión de tradiciones y culturas políticas. En Italia y Francia los movimientos de la contestación asumieron casi todos la tradición del antifascismo y el comunismo. Las bandas extremas dieron vida a formaciones terroristas, como las Brigadas Rojas, que cometían atentados y homicidios para provocar la sublevación general de la clase obrera. Cosa que no sucedió y entonces la falta de un nexo con un punto real marcó el fin de su acción. Los terroristas yihadistas también están muy lejos de un punto real, pero eso no detiene su acción que, insisto, no tiene objetivos políticos ni utópicos.

Los políticos siempre ponen el acento en la seguridad, garantizada, por decirlo así, con más fuerzas del orden y con muros. ¿Vale como respuesta?
Para prevenir los atentados y la violencia del terrorista yihadista hace falta comprender qué arma la bomba de rebelión homicida y suicida que lleva dentro de sí. No hay que inscribir esta bomba en un paradigma religioso. Como digo siempre, la radicalización viene antes. No olvidemos las matanzas cometidas por jóvenes suicidas en Estados Unidos, por ejemplo en las escuelas de Colorado (Columbine 1999, 15 muertos), Virginia (2007, 33 muertos) y Connecticut (28 muertos). No olvidemos que, a pesar de esto, no se consiguió imponer por ley la prohibición de llevar armas de fuego a la escuela en todos los Estados. Texas, por ejemplo, se opuso. Matanzas totalmente parecidas en la escenificación y en el uso de los medios a los atentados de ahora, y no tenían nada que ver con el islam.

¿Quién está más obligado a interrogarse, el islam u Occidente, o el propio cristianismo?
Todos. Todos somos actores protagonistas de la misma escena, no hay dos mundos separados. El problema que a todos nos afecta es la crisis de la transmisión de valores, del sentido de uno mismo y del mundo. Esta crisis también implica a las religiones. Lo determinante no es la secularización en sí, porque el cristianismo y también el islam han demostrado poder “adaptarse” a la sociedad secularizada y estar presentes sin renegar de su propia identidad. Lo determinante es más bien la deculturación, la separación de la religión y la cultura, la desconexión con la vida real de la gente… Porque es absolutamente cierto que la religión no es una cultura –el cristianismo es un anuncio, un acontecimiento– pero no puede dejar de expresarse culturalmente en las condiciones que le vienen dadas.

¿Puede decirse que su concepto de deculturación de lo religioso es similar a la separación entre fe y cultura que apuntaba Pablo VI y entre saber y creer que indicó Benedicto XVI?
Sí. El divorcio entre religión y cultura contiene gérmenes de violencia fundamentalista porque elimina la “zona gris” del encuentro o de la comprensión mutua. En Francia, si un obispo en un discurso público dice «gracias a Dios» o algo parecido, inmediatamente le tachan de fanático. En Italia, este fenómeno no es llamativo de momento porque la Iglesia “todavía forma parte del paisaje”. La deculturación de la religión en Italia es menos drástica y violenta, y eso explica una menor violencia religiosa. En Francia es más fuerte porque la laicité es antirreligiosa y muy agresiva. Esto explica por qué muchos de los terroristas –no solo en Francia, también los que han actuado en Londres– son francófonos. La laicité ha tolerado el velo como el cuscús de las ancianas abuelas marroquíes, sin permitir que las jóvenes nacidas en Francia lo llevaran a clase. Es decir, ha pretendido y pretende del islam un formateo inmediato, una integración en nuestros esquemas sin tener nada que proponer u ofrecer a cambio.

La deculturación, al suavizar las diferencias culturales, ¿no favorece mejor la integración y el diálogo?
Al contrario. La deculturación de lo religioso transforma en barrera el espacio entre el creyente y el no creyente; a cambio, el creyente resulta absurdo cuando no fanático para el no creyente. Una vez consolidada la ruptura entre religión y cultura, puede suponer el encerramiento en una “pureza religiosa” que fácilmente puede asumir la forma del fundamentalismo. Los evangélicos en el ámbito cristiano y los salafitas en el musulmán, para proteger la pureza de la fe, quieren desembarazarse a toda costa de la cultura dominante. De hecho, ignoran intencionadamente esta cultura. Eso es lo que yo llamo Santa Ignorancia. En cambio, debo decir que los católicos romanos, en general, tratan de permanecer ligados a la cultura y mantenerla en el ámbito religioso.

¿Qué hacer entonces? ¿Qué caminos emprender para afrontar este desafío?
En mi opinión, el camino es la resocialización y la reculturación de la religión. La religión debe buscar la “reconexión” con la gente y su existencia real, es la única alternativa a la reclusión de lo religioso en un gueto. El Estado no tiene que decir en qué debe reformarse la religión, qué debe creer o hacer (por ejemplo, no puede decidir si la circuncisión puede hacerse o no, como hizo el Tribunal de Frankfurt en 2013). Las sociedades civiles deben garantizar las condiciones básicas y las reglas de juego para una laicidad no agresiva, donde la religión puede tener una visibilidad adecuada en el espacio público.

¿Y entre religiones?
Entre las religiones hay que favorecer el intercambio y la puesta en común. Valoro mucho a un sacerdote austriaco que lleva a grupos musulmanes a visitar los monasterios del Tirol para mostrarles qué es el cristianismo. Creo que en Europa el islam, para contrastar su deculturación, necesita sobre todo imanes preparados y cultos que ayuden realmente a volver a conectar el islam con la cultura, la religión con la vida consciente de los fieles en las sociedades occidentales. En cambio, la mayoría son autodidactas improvisados. Debería haber lugar para facultades o cursos de teología islámica. Es un problema muy grave sobre todo para los sunitas; entre los chiitas hay quien ha leído a Kant o Marx, entre los sunitas no.

¿Y cómo puede volver a ponerse en marcha un proceso de “transmisión”, de comunicación de la religión, quiero decir una educación que sea plausible y convincente hoy?
Occidente tiende a proponer a los jóvenes reglas que seguir y valores que percibe como una caja vacía. Los movimientos populistas también reclaman la defensa de una “identidad” que al final solo es formal, carece de contenido. Igualmente la religión debe evitar los atajos fideístas. Con los “valores no negociables” no vale el legalismo. El padre Paolo Dall’Oglio, el jesuita secuestrado en Siria en 2013, decía: no somos leguleyos sino profetas. Estoy de acuerdo. Debemos “advertir” a los jóvenes del riesgo de la deriva nihilista, pero no les convenceremos con definiciones apodícticas. No vale la declamación ni la imposición, lo que hace falta es la profecía, es decir, el testimonio.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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