El cuadro que abre paso al arte moderno. Del centro puesto en el sujeto representado a una pintura en la que predomina el evento que acontece al pintarlo
Si tuviéramos que identificar una fecha para el comienzo en pintura de la edad moderna, podríamos tomar con motivadas razones el año 1866. En ese año Édouard Manet, un artista parisino que había protagonizado un escándalo presentando en 1864 el desnudo de Olympia en el Salón de exposiciones de la capital francesa, había avanzado dos propuestas que consideraba conciliadoras: entre ellas había un retrato de cuerpo entero de un chiquillo con el uniforme de la guardia imperial tocando un pífano. Un sujeto inocente, que debía resultar absolutamente aceptable para el público burgués del Salón. Sin embargo, delante de esa segunda propuesta también se levantó una barricada unánime. El cuadro fue rechazado por la comisión encargada de decidir quiénes participarían o no en esa edición.
Hoy mirando El pífano (Le Fifre fue el título original del cuadro, actualmente expuesto en Milán en una muestra que se celebra en el Palacio Real del 8 de marzo al 2 de julio) nos preguntamos en qué consistió el escándalo. Si delante de Olympia se podía entender que el desnudo resultara inoportuno a los ojos de los biempensantes parisinos (aunque la historia de la pintura estuviera repleta de desnudos femeninos…), no se comprende qué clase de problema suponía el chiquillo de uniforme que toca el pífano. Evidentemente el escándalo no provenía del sujeto del cuadro, sino de otra cosa. Provenía de algo que está en el ADN de esa tela. Con Manet, en efecto, se produce un vertiginoso salto evolutivo, por el que con razón se puede decir que en este momento empieza el arte moderno.
Para entenderlo, hay que observar con atención esta obra de arte, mirarla desde dentro dejándose guiar por la mirada genial de Michel Foucault. El famoso filósofo pronunció una serie de memorables lecciones sobre Manet, recogidas luego en un libro (traducido también al español por Alpha Decay). Foucault había notado en primer lugar un elemento muy básico: Manet hizo desaparecer el espacio del fondo. Escribe Foucault: «No hay ningún espacio detrás del tocador de pífano; y no solo no hay espacio detrás, en cierto sentido, parece que no está situado en ningún lugar físico». Los pies del chico, en efecto, no se apoyan en nada, porque el fondo es un continuum neutro y tendencialmente vertical. El fondo de la tela y la superficie coinciden.
Ventana abierta. Luego Foucault notó otro factor que debió de resultar muy desestabilizador: la luz del cuadro no viene ni de la derecha ni de la izquierda; es rigurosamente frontal. En particular, la luz no viene de una fuente interna al cuadro, visualizada explícitamente o incluso solo sugerida, sino que viene desde fuera; quizás de la ventana abierta en la habitación donde está colgado el cuadro.
En resumen, al cabo de muchos siglos en que la gran pintura nos había acostumbrado a la ilusión de un espacio creado dentro de la tela, Manet nos dice que esa solución había agotado todas sus posibilidades. Toda la pintura que se veía en el Salón representaba el epílogo algo patético de una larga historia (y con la mirada actual eso resulta patente y manifiesto). Para darle otra chance, otra razón de ser a la pintura era preciso cortar los puentes con lo anterior. Y el cambio no se refería tanto a los sujetos, como demostraba con creces la peripecia del pífano. con Manet había nacido el “cuadro-objeto”: una pintura en la que ya no predomina el contenido (por lo tanto el sujeto), sino el evento que acontece al pintarlo. En definitiva, el cuadro no recibe su legitimación del sujeto que se representa, sino de la experiencia intensa, profunda que lo ha hecho ser.
En aquel 1866 la historia de la pintura dejó a sus espaldas la tercera dimensión. Se trató de un hecho patente que desconcertó a la comisión organizadora y que, por tanto, se le “ahorró” al público del Salón, rechazando El pífano de Manet. Aquel cuadro se salía de todas las categorías conocidas y contenía algo “inaudito”. Fueron muy pocos los que entendieron la novedad de Manet. Entre ellos Émile Zola que, ante el cuadro rechazado, dijo: «No creo que se pueda obtener un efecto más potente con medios más sencillos». A los dos años, Manet realizaría un retrato de Zola que es una bandera de la “nueva pintura”: el escritor se ve en tres cuartos, pero el corte es intencionada y violentamente “plano”, aplastado. En la mesa y sobre la pared se ponen en evidencia los nuevos puntos de referencia: las estampas japonesas, una incisión tomada de una obra de Velázquez, una reproducción de Olympia y la portada del libro combativo que Zola acababa de escribir sobre su amigo pintor.
Con Manet la pintura vive una suerte de re-inicio, que utiliza siempre soluciones muy sencillas. Por ejemplo, en la última sala de la muestra de Milán se encuentra un cuadro histórico que pertenece a la última etapa del artista (que murió en 1883 con tan solo 51 años). Es una pintura marina que narra la legendaria huida de la prisión de Rochefort de un puñado de temerarios. El mar ocupa toda la tela y en el centro aparece la embarcación de los fugitivos: pero el cuadro, de hecho, se proyecta en una dimensión de verticalidad, que restituye una tensión dramática que ninguna vista “en profundidad” hubiera logrado obtener. Casi como si el evento de la huida se hubiese traducido literalmente en evento pictórico. Y por lo tanto el sujeto se convierte en un pretexto y un estímulo para ahondar en su destino de pintor.
Lázaro. Para comprender a fondo el alcance de la revolución de Manet hay que fijarse en otra de sus obras maestras que se conserva en el Museo d’Orsay. Se titula Le Balcon. En ella se ven tres personajes, dos mujeres y un hombre, que se asoman a un balcón soleado, probablemente para ver algún desfile. Como Michel Foucault captó magistralmente, las tres figuras destacan por el contraste entre el blanco deslumbrante del vestido de las mujeres y el negro del hombre, que sale desde el “agujero” oscuro de la habitación: una oscuridad antinatural, que parece impermeable a la fuerte luz del mediodía estival que inunda frontalmente la tela. Foucault avanza la hipótesis de que, pintando Le Balcon, Manet haya trabajado sobre uno de los grandes temas de la historia de la pintura, el de la resurrección de Lázaro. La oscuridad de la habitación sería la del sepulcro y las dos mujeres serían las hermanas, testigos luminosos del retorno a la vida. Evidentemente Manet no tenía intención de representar aquel sujeto. Pero ese sujeto “acontece” o “vuelve a acontecer” por un dinamismo intrínseco al acto de pintar. En cierto sentido se materializa en una “experiencia”, que es algo más que una representación. Se trata de un dinamismo libre y gratuito por el que los contenidos que se albergan en el fondo de la conciencia humana (por ejemplo, el deseo de que algo o alguien venza a la oscuridad y la muerte) vuelven a aflorar con modalidades totalmente imprevistas. Y en algunos casos, como en este de Manet, magníficas e “inauditas”.
Con Manet arranca de nuevo la historia de la pintura y se abre hacia horizontes insondables en cuanto que vastísimos (por poner un ejemplo, pensemos en la pintura abstracta). La misma pintura religiosa, “liberada” de las reticencias propias de una iconografía agotada y, muy a menudo, encerrada en los límites de la oleografía, pudo experimentar desde entonces caminos y lenguajes nuevos que le devolvieron vida. Por eso, cuando nos encontramos delante de una simple naturaleza muerta de Manet, como el pequeño y sorprendente Espárrago (1880), debemos saber que nos encontramos delante de un renuevo, de conmovedora belleza, de todo el arte que le seguirá.
EXPOSICIÓN EN MILÁN
Manet y el París moderno
Del 8 de marzo al 2 de julio 2017
En el Palacio Real
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón