Los errores, el populismo, los «fundamentos flexibles». Pero para el historiador HAROLD JAMES la Unión sigue teniendo una oportunidad. Con una condición
Cuando el profesor Harold James, un británico instalado en Princeton desde hace más de treinta años, dirige su mirada al otro lado del Atlántico ve una paradoja: «Tradicionalmente, América ha intentado moldear Europa a su imagen, y por eso Europa ha desarrollado una vena antiamericana. Ahora la América de Donald Trump es el modelo de los antagonistas de Europa y la Casa Blanca quiere una Europa de tracción nacionalista».
¿Extraño? No tanto. No para alguien como James, uno de los estudiosos más autorizados de la historia económica contemporánea, que ha observado los efectos políticos de las crisis financieras de los últimos 120 años, identificando tendencias recurrentes. Como las de 1907 y 1929, la crisis de 2008 desencadenó una variedad de fuerzas antisistema, algunas con tintes nacionalistas y otras construidas sobre identidades locales, pero todas tienen en común un enfoque crítico de la globalización y los proyectos supranacionales. Marine Le Pen, Nigel Farage, Frauke Petry, Geert Wilders, Pablo Iglesias, Beppe Grillo y demás son hijos muy diferentes entre sí de una misma crisis a nivel global.
Trump, observa James, es la síntesis de estos movimientos denominados con cierta imprecisión como “populistas”, pero al mismo tiempo «los “utiliza” porque también quiere debilitar a Europa. Fomentar los nacionalismos y las divisiones es una manera de neutralizar a un rival», explica James. La Unión Europea, sometida a la presión del Brexit, la crisis migratoria, las fricciones entre Bruselas y las cancillerías que ya constituyen el ruido de fondo de la vida europea, afronta un año que tiene el clima de un test existencial. Las elecciones en Holanda, Francia y Alemania pueden dar el golpe final a un equilibrio ya precario o bien armar, consolidar esa unión.
A este profesor, abiertamente europeísta, no se le escapan las debilidades estructurales e históricas del proyecto europeo. En su libro Making the European Monetary Union de 2012 identificó las carencias y fragilidades del sujeto político en el que se instauró el euro. Resumiendo, si la Eurozona sufre es porque sus fundamentos políticos y culturales son flexibles, no porque los economistas hayan hecho mal los cálculos.
Existe una analogía entre el contagio de la crisis financiera y el de los movimientos antisistema, y «será interesante ver hasta qué punto este paralelismo seguirá adelante», explica James, que propone un cambio de perspectiva. «Todos se preguntan: “¿qué pasará si ganan los populistas?”, pero también conviene preguntarse qué pasará si uno de estos experimentos antisistema fracasa. Creo que un solo fracaso podría bastar para desacreditar a los demás, como una especie de efecto dominó».
El observatorio especial, en este sentido, es Trump: «Mientras el gobierno nacionalista de Vladimir Putin es ordenado y capaz de pensar en términos estratégicos, Trump de momento parece extremadamente desordenado y su gobierno, inestable. Con todo, creo que su victoria no ha sido una buena noticia para Marine Le Pen, porque corre el riesgo de convertirse en un modelo negativo en vez de ser un trampolín para los movimientos identitarios europeos».
Incluso podría suceder, bromea James, que la estrecha relación entre Putin y Trump llegara a reavivar un sentimiento de pertenencia europea que se vea humillado por unas instituciones lejanas y unos representantes inaccesibles: «El retorno al nacionalismo no es la respuesta, y basta notar que en la mayor parte de los países europeos la identidad nacional es en sí misma una cuestión problemática. La manera más natural de interpretar el Brexit, según los datos que tenemos, es el choque entre la Inglaterra rural y Londres, no entre nacionalistas ingleses y europeístas. En Alemania, el partido antisistema reivindica raíces bávaras, en Italia la Liga es un partido nacional pero de origen territorial. En cierto sentido, Francia es una excepción».
Draghi está relanzando el proyecto europeo con un lenguaje propio de estadistas, explicando, mucho más allá de los límites de su papel institucional, la necesidad de una mayor integración: «Y tiene razón, pero Europa debe ofrecer mucho más. Suena extraño decirlo, pero las circunstancias históricas suponen una ocasión para demostrar que no se trata de una caravana burocrática ni de un club para socios en litigio. Para afrontar la crisis migratoria, por ejemplo, es necesaria una estrategia común, lo que significa crear las condiciones necesarias para acoger, pero también para estabilizar las regiones de las que salen estos flujos. ¿Qué estado puede hacer esto solo? La política energética es otro ámbito en el que hace falta coordinación. Cuando se habla en términos abstractos de mayor consolidación, como en el caso de la defensa o del espejismo de la unión fiscal, resulta difícil convencer a los estados para que cedan parte de su soberanía. Pero cuando hay objetivos concretos de interés común, hay una actitud distinta, hay más apertura. Y también es más fácil de explicar a la gente».
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