El testimonio de Cristina San Martín, Superiora General de las Misioneras de María Inmaculada, en el día del DOMUND. Una inteligencia de la fe que se hace inteligencia de la realidad. Y no necesita comentarios añadidos
Hace diecisiete años, nuestra comunidad de las Misioneras de María Inmaculada fue solicitada para ir a un país de misión, Honduras. Somos una comunidad muy pequeña y en España prácticamente muriendo debido a la edad de las hermanas. Ante esa llamada que se nos hizo dijimos que sí sin pretensiones. Enviamos entonces a tres de nuestras mejores hermanas y, como la viuda del evangelio, dimos todo lo que pensábamos teníamos para vivir.
El avión en el que viajaban las hermanas fue el primero que aterrizó en San Pedro Sula después del huracán Mitch. Ese avión portaba víveres de Cáritas España y las portaba a ellas. Fue muy grande la impresión que recibieron. Todo estaba arrasado. Sufrieron mucho, tanto que pensaban en su interior: «La Superiora General no nos puede dejar aquí. No nos va a dejar aquí, nos va a llevar con ella de vuelta a España». Pero sucedió que la fe, en aquel momento su fe, se vio fortalecida por la presencia real de Jesús en aquella Iglesia, por la solicitud de los cristianos. Uno llegaba con un vaso, otro con un plato; otro aparecía con un poco de comida, otro con una pequeña planta, una flor, para alegrar la vida de aquella casa que estaba también arrasada. La presencia de los cristianos las sostuvo y también la Eucaristía, la presencia de Jesús en la Eucaristía. Esa es una de las cosas más bellas que he vivido al viajar a Honduras para visitarlas: me encuentro tan en mi casa en la Iglesia de Honduras –porque está el Señor vivo en la Eucaristía y en los cristianos–, que me siento en mi casa al igual que en el Vaticano o en cualquier lugar del mundo.
La mayor riqueza. El Señor da siempre el ciento por uno y nos concede verlo. Tres hermanas que apenas se conocían, por la urgencia de la misión, se fueron haciendo amigas; se generó entre ellas una comunión estrecha, al tener que afrontar juntas dificultades a las que nunca se habían enfrentado. Y se fue forjando una amistad cuyo centro era Cristo, cuyo centro sigue siendo Cristo. Os digo que viven –lo veo– como un inmenso don la comunión que se ha generado entre ellas. A veces pensamos que el Señor da el ciento por uno porque nos da cosas, pero no hay mayor riqueza que la comunión entre personas.
Dedicaron un tiempo a mirar, a ver qué había que hacer en ese pueblo, a conocer su cultura. Mientras tanto iban respondiendo a muchos imprevistos. Allí un imprevisto es lo normal. Igual te pueden pedir que prediques la Palabra de Dios en un momento en que ni siquiera te has preparado, igual tienes que llevar a uno al que han baleado al hospital y acompañarle, e incluso donar la sangre para que le puedan atender.
Estuvieron mirando qué podíamos hacer y, poco a poco, se fue abriendo paso el modo cómo el Señor nos pedía estar allí. Con la ayuda económica de las hermanas que podíamos trabajar de España, edificamos allí una casa. Una casa muy grande, porque allí todo es pequeñito. Queríamos una casa muy grande para poder acoger a muchos. Una casa muy sencilla, pero muy limpia, porque allí hay muchísima suciedad. Una casa muy limpia y un espacio que con el tiempo se va haciendo cada vez más bello. Da gusto entrar allí. Cuando uno viene de la ciudad o de las aldeas donde hay suciedad por todas partes, todo se tira al suelo y no hay recogida de basura, llegar a esa casa es poder respirar una paz y ver una belleza que te ensancha el corazón. Los muchachos necesitan ver la belleza y se alegran y disfrutan cuando llegan a casa. Todos necesitamos de la belleza.
¿Por qué a los adultos? Preparamos allí aulas sencillas, pero dignas, donde impartir educación a adultos. ¿Por qué a los adultos? Porque los niños allí, en sexto curso, mayoritariamente dejan la escuela, y ya los padres –si es que los tienen– no les pueden sostener en su educación; tienen que buscarse la vida y hacen lo posible por trabajar. Encuentran trabajo en la maquilas, obras de trabajo en serie, generalmente textil. Son lugares de explotación, con horarios terribles que están en manos de coreanos y norteamericanos, también hondureños; mientras el trabajador es muy productivo, le dan trabajo; si tú tienes treinta años y ya no eres productivo, entonces cogen a gente más joven y tú ya sales de allí. Y sin posibilidades de encontrar otro trabajo. Esto se debe a que la esperanza de vida es más corta que en Europa y la alimentación es muy mala.
Quisimos construir aulas para impartir en ellas talleres a través de los cuales poder hacer salir de la miseria a la gente una vez que termina este primer periodo de trabajo, porque se quedan sin nada y no tienen preparación para acceder a otro, no hay ninguna prestación social, ni servicios sanitarios como los que tenemos en el primer mundo. Muchos enfermos mueren porque no tienen medicinas; con un sueldo mínimo que es muchísimo más bajo que en España, las medicinas valen tres veces más que aquí. Incluso la leche para los niños –para todos– es mucho más cara que aquí.
Iniciamos con ellos un camino educativo: enseñar electricidad a los chavales, enseñar a preparar un huerto, computación, a cocinar… porque pueden poner un puestecito en la calle y con eso salir de la miseria, en el sentido de poder comer ese día. Al mismo tiempo, abrimos cursos para alfabetizar, enseñar a leer y escribir a gente adulta, jóvenes y no tan jóvenes, y prepararlos poco a poco hasta llegar a la Universidad.
Es un proyecto ambicioso para poquísimas manos, pero la Providencia es impresionante: siempre se presenta justo lo que necesitamos para salir adelante. Siempre. Me decía una hermana y me llenaba de alegría: «Mira, no nos deja equivocarnos el Señor; cuando vamos a tomar una decisión equivocada en algo importante, nos para, no deja que nos equivoquemos. Hasta ahí llega su cuidado por nosotras».
Surgen vocaciones. Y se van dando cosas muy bonitas. Algunas jóvenes hondureñas se nos han juntado y han hecho su consagración al Señor en nuestro Instituto. Otras están en formación. Algunos chavales que han recibido ayuda de las hermanas en nuestro centro, ahora dedican su tiempo libre a ayudar y colaborar para hacer salir a otros también de la miseria y para afrontar la vida de un modo digno.
Es un lugar bello, no solo físicamente. Físicamente es bellísimo porque allí la naturaleza es explosiva, pero nuestra casa es un lugar bello por la ternura, por la misericordia, por el afecto sólido con el que las hermanas cuidan a niños, mujeres, jóvenes y tantos pobres que necesitan, como nosotras, el significado para vivir: Jesús presente en el presente. Es lo que más necesitan. Más que cosas, necesitan el significado de la vida.
Aludía a un afecto sólido, porque allí los afectos no son sólidos y todos necesitan un afecto seguro. Y una mujer consagrada a Jesús en la virginidad, la pobreza y la obediencia, tiene un afecto sólido para acompañar estas vidas y no cansarse en este acompañamiento que exige mucho tiempo y dedicación.
¿Qué decir de la situación social? En toda Centroamérica y, en particular, en San Pedro Sula hay una violencia completamente gratuita. Narcos, maras, sicarios… Se mata a una persona por ocho euros o menos. Hay extorsiones, secuestros de niños para comercio de órganos, abusos de las mujeres, que no tienen ninguna conciencia de su dignidad, y de los niños. Todo lo que el Papa Francisco no se cansa de denunciar.
La globalización hace que miren nuestro mundo deseando lo que nosotros tenemos y, al no poder alcanzarlo, se genera más violencia y más rabia, con lo cual se produce un círculo vicioso terrible. Cada noche, cuando estoy allí, escuchamos los disparos, y yo pido al Señor que las hermanas no nos acostumbremos nunca a la violencia y al mal. Nunca. La gente recoge a sus muertos y no pasa nada. Parece que todo sigue igual, pero lo humano se deteriora a niveles extremos. Vamos viendo crecer la confusión, el “sálvese quien pueda”, a costa de lo que sea.
Estando allí como Jesús. Entonces, ¿qué hacen allí las misioneras, mis hermanas en medio de este mundo? Pues hacer que la presencia de Cristo, su abrazo, alcance a estos hombres y mujeres. ¿Cómo? Enseñando, educando, valorando, escuchando, abrazando bien, para sanar unas heridas indescriptibles. El pueblo está muy herido, hay malos tratos tremendos a los niños desde los propios padres: «A mí me educaron a palos, yo educo así, y golpeo», te dicen. Y los niños, lejos de aprender, están esperando a que llegue su momento para poder hacer ellos lo mismo. Hay muchísimas, es muy habitual que haya mujeres violadas por sus familiares más directos; también es una cultura donde la mujer no puede concebirse sin un hijo o sin un hombre, y entonces se expone a vivir machacada a cualquier precio. Imaginaos el contraste que produce ver allí a unas mujeres consagradas.
Es un pueblo muy herido, con unas heridas que las hermanas miran con gran respeto, con muchísimo cariño y también dedicando todo el tiempo, todo el tiempo, todo el tiempo. Estando allí como Jesús, por Él, para que puedan reconocer su dignidad las que se creen indignas, las que se creen nada; que puedan saber el amor que Dios les tiene y lo que valen a sus ojos. Ésta es nuestra tarea y la tarea de cualquier misionero.
Habiendo crecido la comunidad con algunas hermanas hondureñas, sin sobrarnos ninguna fuerza –para que veáis el genio misionero–, las hermanas me pidieron abrir ya otra casa para que el abrazo de Cristo alcanzara a más. Se conciben siempre en camino. Y es como si tuviéramos que estar siempre al límite de nuestras fuerzas. Yo cuando voy a verlas, ya digo: «¿Y ahora qué vamos a hacer?», porque siempre tienen algo preparado para que se ponga de manifiesto –siempre al límite de nuestras fuerzas– que quien guía es el Señor, que la obra es suya y que es él quien cuida de todo lo nuestro, y de todo lo suyo, porque nosotras somos suyas y vivimos en su casa.
Un anticipo de paraíso. En enero hemos abierto esta nueva casa. Hemos puesto una guardería, porque las madres necesitan trabajar –las que pueden– muchas horas al día y los niños viven abandonados o cuidados por gente que también los maltrata. Entonces, los niños dicen a las hermanas, al verse abrazados y cuidados: «Quiero que tú seas mi mamá». Es impresionante escuchar estas cosas.
Con ello quiero deciros que hay un amor, una expresión de la entrega virginal a Cristo que hace fecunda la vida, y los niños lo ven, y lo quieren para sí, porque el corazón está bien hecho y todos necesitamos ser bien amados. Y los chiquillos allí no se te despegan. Allí vamos viendo más necesidades, y ya he venido con otra urgencia en la cabeza y en el corazón: preparar un comedor para niños porque hemos visto que donde estamos ahora los niños no comen, algunas veces, ni una vez al día.
Los misioneros no somos allí una ONG. Hacemos cosas y ayudamos porque, a través de lo que hacemos, se hace presente Aquél que justifica allí nuestra presencia. Se puede vivir con muy poco. Yo sé que puedo vivir con muy poco y allí lo voy aprendiendo; allí he perdido el miedo a la pobreza, pero sé que sin significado no se puede vivir: ni nosotros ni ellos. No damos dinero al Domund para que los pobres tengan aquello de lo que carecen sino, sobre todo, para sostener a los misioneros, a los hermanos que manifiestan allí la presencia de Jesús para mirar a la persona devolviéndole su dignidad.
Cuando yo llego a la misión y voy viendo, paso miedo. Pero cuando sigo a las hermanas en su quehacer diario, todo se hace sencillo y aquel lugar se convierte en un anticipo de paraíso en medio de un infierno.
Allí se me hace hermosísima la vida de la Iglesia, porque es impresionante que exista en medio del mundo, en medio de tanta dificultad, un lugar así.
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