El relato de dieciocho días en la Villa 21 de Buenos Aires, con el padre Charly y los curas amados por el Papa. Pero sobre todo con Paula, Ana, Juan Cruz... Y una humanidad cargada de belleza
La Villa 21 es un asentamiento urbano en la periferia sudeste de la ciudad de Buenos Aires: por lo menos 40 mil habitantes, entre casas pobres y barracas, basura y calles deterioradas. Las villas en Buenos Aires son muchas, todas paupérrimas, peligrosas y devastadas por el paco, la pasta a base de cocaína cortada con material de muy mala calidad –disolventes, veneno para ratas– que cuesta poco y hace mucho daño a quienes la usan. En la Villa 21 está la parroquia Virgen de Caacupé, en la que vive el padre Charly Olivero, junto con otros dos sacerdotes. Hasta 2010 estaba también el padre Pepe di Paola, quien tuvo que marcharse a causa de las graves amenazas de los narcos. Ambos han participado en el Meeting de Rímini durante los últimos años. Y allí, en 2015, empezó mi amistad con el padre Charly. Empezamos a compartir experiencias, a dialogar acerca de nuestras obras sociales, a intercambiar sugerencias. Finalmente decidí que, para comprender hasta el fondo lo que él vivía, tenía que aceptar el método que me sugería: vivir y trabajar con él en la villa, por lo menos durante un tiempo. Y fui. Durante dieciocho días, en septiembre.
Vivir en la Villa 21 es como ser arrojados a un universo extraño. El primer impacto es que te ves abrumado por la miseria, por las personas que viven al lado de montones de basura, por los adolescentes ya destrozados por el paco, por el peligro potencial de la violencia que te obliga a ir acompañada por alguien de confianza cada vez que te desplazas. Pero basta poco para entender que el verdadero corazón de la villa no es este horror.
El padre Charly está en primera fila en la respuesta que la Iglesia argentina trata de dar a la marginalidad, sobre todo cuando se presenta bajo la forma de jóvenes cuya vida está destruida por la droga. La respuesta cobró forma hace unos años en los Hogares de Cristo, centros para recibir a los chicos que están metidos en el paco y proponerles un recorrido para «salir del consumo».
Tiempo y espacio. Cuando el Papa Bergoglio era todavía arzobispo de Buenos Aires, dio como consigna a los curas villeros que realizaran un trabajo «cuerpo a cuerpo». Lo cual implica involucrarse con cada persona encontrada, buscar soluciones apropiadas para cada caso concreto, dado que cada persona y cada historia es distinta; y recibir la vida «como viene», sin condiciones previas, para empezar un recorrido del que no se conoce la duración, porque «el tiempo es superior al espacio».
Un día el padre Charly me cuenta un hecho que ayuda a entender vitalmente su método, su mirada. Una mujer joven (la llamaremos Paula), que siempre va a la parroquia a pedir cargada de pretensiones, con una historia de violencia y droga a sus espaldas que la volvieron a su vez violenta, le hace leer una poesía que le dio su hermana. Habla de un hombre que sufrió muchas injusticias, pero que no dejó de amar. Mientras leía la poesía , la mujer lloraba. El padre Charly me dice que se conmovió mucho porque «era la primera vez que veía su corazón: entonces existía un punto por dónde poder empezar, un punto del que partir».
En el fondo su presencia allí consiste en esperar que el corazón humano dé señales de vida. Continúan abrazando al otro para que su corazón hable, grite, pida. Porque el corazón solo se reanima cuando es acogido de manera incondicional. No hay forma de dejar de drogarse si no se encuentra una respuesta a la amarga razón por la que uno se droga. Y esta respuesta viene antes que todo lo demás y tiene la forma de un encuentro.
Me lo explica una noche Juan Cruz, un chico que ha salido del infierno del consumo y ahora está bien, trabaja y es feliz. Cuando le pregunto qué le permitió salir del paco, contesta con pocas palabras, que sin embargo impresionan por su agudeza: «Cada uno en la vida tiene un significado. Hay que encontrarlo. Yo lo encontré».
El collarcito rojo. Por las mañanas empiezo a echar una mano en el hogar Niños de Belén. Está en una plazoleta llena de barro y basura, en la que muchos hombres y mujeres adictos al paco viven bajo cartones apilados para protegerse del frío y de la lluvia. Tienen historias de abandono, violencia, prostitución, hijos a menudo criados por otros. Por la mañana, estos hombres y mujeres que viven en la calle llegan para calentarse un poco, tomar el desayuno, lavarse, hablar con alguien. El hogar es el primer lugar donde se toma contacto con ellos, un punto de referencia para su vida. Es también el primer paso del recorrido que después se desarrolla en otros hogares donde se empieza la terapia de desintoxicación, en cooperativas que ofrecen oportunidades de trabajo y en distintas iniciativas que el abordaje «cuerpo a cuerpo» sugiere en cada caso concreto.
Las personas que concurren al hogar Niños de Belén son sufrientes, descuidadas. En un primer momento parecen todos iguales, sin una individualidad propia y quizá no del todo conscientes. Abrazarlos es muy difícil, pero ellos no se echan para atrás. Es nuestra familia, dicen a menudo, entonces en ella se dan muchos abrazos. Más evidente aún que su suciedad es que estas vidas son amadas una a una. En el hogar se apuntan los cumpleaños en la pared y es el único lugar donde alguien se acuerda de ellos. Al principio me cuesta, pero no puedo quitarme de la cabeza cómo el padre Charly y sus amigos se inclinan sobre ellos. Esto hace simple y deseable empezar a abrazar a esta gente. Así nos hacemos amigos con muchos. Y pasan hechos que ponen de manifiesto, simple y puro, el corazón, el punto inflamado e irreductible.
Un día, mientras lavo los platos, me pregunto si son conscientes de este abrazo silencioso. Quién sabe si algo se mueve en ellos. Entra Ana, muy sucia. Tiene puesto un collarcito rojo. Llama la atención porque es una coquetería que parece no tener nada que ver con lo demás. Seguramente tiene que ver con algo más profundo y oculto que se agita en ella, pero no con su aspecto exterior. Le digo que es un lindo collar. Ella no lo piensa ni un minuto: se lo quita y me lo da. Me quedo sorprendida, le recuerdo que solo tiene ese collar. «Por eso te lo doy», contesta. Y se va. Me siento en el banco, donde otro amigo agobiado duerme con la cabeza apoyada en la mesa. La levanta y encuentra mi mirada. Le digo que Ana me ha regalado su collar. Él se da cuenta de que estoy conmovida y me muestra una sonrisa hermosísima. Me dice: «nosotros tenemos el corazón hermoso», y vuelve a dormirse. Frente a hechos de este tipo, entiendes que la presencia del padre Charly y de sus amigos –una acogida incondicional y una entrega total– genera un clima humano “distinto”. Te das cuenta por cómo la gente al poco de estar allí te saluda por la calle, por la laboriosidad gozosa que anima la parroquia las veinticuatro horas del día, preparando comida para todos, haciendo un seguimiento de las personas en dificultad, escuchando toda esta pobre humanidad que encuentra una familia en esa comunidad.
Me impresiona el hecho de que no existe una diferencia clara entre los “asistidos” y quienes se ocupan de ellos: según sus posibilidades, cada uno hace su parte, cada uno está llamado a una responsabilidad.
Para ir a buscar también a aquellos que todavía no van a los hogares, una vez por semana, un grupo de personas va por la noche a llevar comida por las calles. Salen con unos carritos cargados con una olla enorme, platos, pan, bebidas. Se distribuyen por las zonas del barrio. Antes de partir, el padre Charly lee el Evangelio del día. Aclara en seguida que «no leemos el Evangelio porque toca, porque somos religiosos, sino porque nos interesa la humanidad de Jesús».
De uno en uno. Vamos a llevar comida caliente a personas que viven cubiertas de cartones, vestidas con harapos, paupérrimas. Pero no abandonadas. Charly y sus amigos las conocen una a una. Van a buscarlas, las llaman por su nombre, hablan de eventuales hijos o parientes. Es la persona concreta la que es abrazada. Y la gente de la villa es muy consciente de este abrazo. La primera noche le di pan a un hombre en muy mal estado. Él me devolvió un pedazo porque «es demasiado y después podría faltar para otros». Otro volvió atrás, arrastrando un poco los pies, para darme un beso. «No te lo había agradecido», me dice.
Esta forma de testimonio, que de un modo tan explícito se traduce para estos amigos en «ir al encuentro de las heridas del hombre llevando la presencia fuerte y sencilla de Jesús», genera una comunidad, una forma de vida nueva cuyos protagonistas son hombres y mujeres que viven la certeza de la fe. Y, al volverse gozosos por la presencia de Jesús, llevan por el mundo algo tan hermoso que incluso el horror tiene que echarse a un lado.
*Presidenta de CdO Obras Sociales
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