Hoy se contrapone la transmisión de la cultura a la libertad de pensamiento de los chicos, en una escuela pensada para que estos no tengan que hacer ningún esfuerzo. Pero «del vacío no surge nada». El intelectual FRANÇOIS-XAVIER BELLAMY explica por qué enseñar no tiene precio. La profunda crisis de la enseñanza nos pone ante una encrucijada y nos obliga a elegir
Es una cara muy conocida en Francia: intelectual, escritor y también político. Pero la verdadera profesión de François-Xavier Bellamy, nacido en 1985, es la de profesor de filosofía en institutos de la banlieu parisina y en colegios de barrios ricos. En su libro Les deshérites, ou l’urgence de transmettre (ojalá dispongamos pronto de una traducción al castellano) toca un tema candente, siempre actual, no solo en Francia: la educación de los jóvenes.
Bellamy denuncia una profunda crisis de identidad en su país, que «priva a los jóvenes de una razón por la que comprometerse». Son ellos los “desheredados” del título, a los que se les ha privado de una herencia cultural y de su sentido, sustituyéndola por un tecnicismo nocional. Huellas ha mantenido con él una conversación sobre lo que sentimos como el desafío más urgente: «Abrir a los chicos a la libertad. Y ofrecer una propuesta que merezca ser vivida».
¿Por qué decidió dedicarse a la enseñanza?
La fecundidad que la filosofía ha tenido en mi vida me llevó a la enseñanza. Conocí a un profesor muy apasionado por su trabajo. Una pasión que, por desgracia, les falta a muchos profesores. Muchos caen en la queja, se repliegan en un pesimismo. En cambio, si pudiésemos mostrar a los alumnos la pasión por lo que hacemos, les ayudaríamos también en su vocación laboral. Decir que «nuestra tarea es ayudar a los estudiantes para que el día de mañana se inserten en el mundo del trabajo» es falso e hipócrita cuando se limita a llenar sus cabezas de nociones. Nuestra contribución es otra. El objetivo no es solo trasmitir los “contenidos”, porque lo que cuenta es ofrecer una mediación, abrir un camino para que el alumno vaya hacia su libertad.
¿Qué aprende dando clase?
Lo maravilloso de la enseñanza es ver cómo los alumnos pueden descubrirse a sí mismos gracias a lo que puede suponer el encuentro con un profesor, a pesar de todos sus límites. La experiencia más hermosa es la fecundidad –me refiero a lo que yo llamo “mediación”– que constituye la cultura y que nos permite abrir los ojos ante nuestra vida y nuestra libertad. Sin mediación no se desarrolla lo humano. Tu humanidad crece mediante el encuentro con lo que otro te transmite. Y todos estamos en este camino. No es que al crecer ya no se tenga necesidad de mediación; encontrarse y descubrirse es posible solo a través de esta experiencia, porque paradójicamente nos hace salir de nosotros mismos.
¿No debería cada generación recibir la herencia de la cultura que la precede y aportar su propia impronta? ¿Pueden los estudiantes asimilar una herencia sin cristalizarla?
Esta pregunta apunta al corazón de la crisis actual. Muchos dicen: «Si en la escuela ofrecemos una cultura a los chicos, hacemos una suerte de duplicado, recreamos lo mismo. Sería como reproducirnos en los alumnos, como una clonación, con el fin de alienarles. Tenemos que dejarles libres, darles los instrumentos suficientes para que afronten ellos el mundo, para que vivan su aventura…». Pensemos, por ejemplo, en la ruptura de la transmisión de la fe; en el fondo, subyace el escrúpulo de que no les dejamos libres. Sin embargo, la condición imprescindible para gozar de una herencia cultural y poder criticarla es, ante todo, recibirla. La capacidad crítica no puede nacer de la nada y madurar por sí sola. Cuántas veces hoy nuestros chicos son incapaces de criticar la historia porque ni siquiera la conocen.
La «mediación» de la que habla usted requiere del profesor una gran capacidad de ponerse en juego…
Debemos recobrar el sentido esencial la cultura. Hoy se considera una suerte de capital que hay que acumular. En cambio, la cultura está hecha para ser entendida, no solo acumulada. Si se mira correctamente, el trabajo del profesor es todo menos superficial; requiere una verdadera comprensión del saber que se comparte con los alumnos. El problema es que se ha creado una situación por la que esto resulta una rareza. Muchos entran en la enseñanza por pasión; pero nada más empezar, les tachan de burgueses y les presionan para que su única tarea sea la de “no entorpecer” el desarrollo de los alumnos. Todo esto mata el deseo de transmitir. El objetivo deja de ser transmitir conocimientos, para que los alumnos “se hagan a sí mismos”. De esta manera, la enseñanza queda sustituida por una suerte de psicologismo.
¿Qué es hoy la cultura para los jóvenes?
Es un lujo superficial, un fardo pesado. Este rechazo cultural se debe a que estamos alimentando una contraposición entre la autoridad de la tradición que nos precede y la libertad del nuevo individuo. Y esto antes no existía, es un resultado de la modernidad. Se dice que los chicos tienen que ser “autores” de su propia vida. Por ejemplo, en filosofía se nos dice: deberías llevarles a reflexionar sobre sus propias ideas, no es necesario que aprendan las reflexiones de los autores antiguos.
Quizá estas observaciones sugieren que no sirve una cultura enciclopédica si no se tiene experiencia.
Hay que tratar con cuidado la palabra “experiencia”. Existe el riesgo de distorsionarla cuando se contrapone a “conocimiento”. Del vacío no surge nada. La experiencia debe apoyarse en el conocimiento y supone siempre algo que la precede. Sin un contenido, sin las palabras, que yo no he inventado sino que he recibido, no puedo pensar, no puedo ver el mundo, no puedo reflexionar. Hay un contenido que precede mi experiencia. Debo haber recibido para dar. Dicho esto, estoy de acuerdo en que el concepto de conocimiento enciclopédico está equivocado, es una inmediatez abstracta, opuesta a lo universal, como si nada fuese digno de interés excepto, precisamente, este conocimiento enciclopédico inmediato (véase el uso de internet). Para alcanzar lo que en nosotros es universal, hace falta pasar por lo particular. El encuentro con la cultura es el encuentro con una persona singular. Es un encuentro particular donde se transmite una filiación universal. Es aquí donde la encarnación de Cristo provoca tanto escándalo y parece ir contra la razón, porque es en la encarnación particular donde tiene lugar una salvación universal…
Usted es un hombre de fe. ¿Cómo incide esto en su trabajo, en particular en la enseñanza de la filosofía?
En primer lugar, la fe nos ayuda a mirar la simple razón como un don de Dios. Y esto es ya motivo de asombro y nos lleva hacia la contemplación. El asombro desvela que las cosas tienen un sentido, aun antes de llevar a cabo un acto de fe. La vida tiene un sentido y este sentido merece ser descubierto: búsqueda y descubrimiento son actos que pertenecen al ámbito de la razón, que tiene su propia autonomía. La Iglesia nos ayuda a mirar con confianza a la razón. Reflexionar sobre la necesidad de una mediación para reencontrarnos a nosotros mismos es también un modo de recuperar la figura de Cristo como “el” mediador. O bien, una hipotética necesidad de la Encarnación, de un Dios mediador entre Sí y el hombre. Abre un camino hacia Cristo. Si se retoma cada día la conciencia del valor de la enseñanza, volvemos a empezar con entusiasmo. A menudo me pregunto cómo es que me pagan. Esta experiencia no tiene precio, tendría que pagar yo por vivirla…
En sus intervenciones se interroga a menudo sobre «qué merece el don de nosotros mismos».
El drama es que se ha rebajado la escuela al nivel infantil: «No os preocupéis. No encontraréis jamás algo que suponga esfuerzo o resulte arduo». Pero cuando reduces todo a tu medida, dejas de tener estímulos, tu horizonte se cierra. Un chico puede acabar sus estudios sin haber encontrado nada más grande que él. En cambio, solo cuando hallamos algo más grande nos encontramos también a nosotros mismos. Por tanto, esta situación crea un vacío deprimente, como si nada mereciese el don de uno mismo. Es un problema de los adultos. No son los alumnos los que dicen: «No nos transmitáis nada demasiado difícil». Ellos quieren ser estimulados, desafiados. La crisis de la vocación política tiene la misma raíz, porque no se ven personas que trabajen por grandes ideales.
¿Qué valor tiene la enseñanza en una sociedad que pretende simplemente preparar a los jóvenes para el mundo laboral?
El profesor debe saber que el alumno no se limita a su capacidad inmediata, puede ir más allá: «Eres capaz de superarte, pero ahora no sabes hacerlo». Es decir, eres capaz de hacer cosas que ahora ignoras pero que descubrirás; esto requiere un trabajo, supone un esfuerzo. Por ejemplo, al comienzo del curso muestro a mis alumnos un buen examen hecho por los del curso anterior. Ellos reaccionan diciéndome que no llegarán jamás a ese resultado. Y yo digo: «Sí que llegaréis, pero no enseguida; tenéis que aceptar poneros a trabajar, lo cual implica escuchar, ejercitarse, realizar un esfuerzo». En cambio, cuando he visto los nuevos manuales de la reforma de la educación aquí en Francia se me ha caído el alma al suelo: un examen de francés está pensado en forma de un sms sobre temas de adolescentes, como anunciar a la propia chica que se quiere romper la relación con ella. La idea es que los alumnos campen a sus anchas, porque saben escribir sms. ¡Pero esto es tomarlos por cretinos!
¿Por dónde se puede volver a empezar?
Todas las crisis –y la crisis de identidad de la Francia de hoy es la más profunda de su historia– son momentos privilegiados, porque a la fuerza se llega a una encrucijada en el camino. En este caso, de una lógica que destruye la enseñanza. Lo bueno de una crisis es que el problema aparece en su forma radical. Y, desde este punto de vista, es una suerte también para nosotros los cristianos, porque nos plantea la pregunta: ¿aceptamos que algo que nos precede sea la condición de nuestra libertad? Es una pregunta intelectual, pero también espiritual. Los alumnos no son ateos, pero no quieren hablar de Dios, porque «si se habla de Dios, ya no se es libres». Dios es, por excelencia, lo que nos precede. Una figura por tanto que supondría una amenaza a nuestra libertad. O asumimos esta lógica o nos despertamos. Es una ocasión para mostrar que solo reconciliándonos con lo que nos precede podemos hacer una verdadera experiencia de libertad. Es hora de renunciar al mito del hombre que se hace a sí mismo, del que han nacido tantas ideologías: el transhumanismo, la técnica, la libertad como mero resultado de nuestro deseo, etcétera. Un segundo punto: a lo mejor la escuela va mal, pero la sed de los alumnos no ha desaparecido. Por todas partes aparece esta sed, incluso en ambientes no favorecidos. El entusiasmo por la poesía de los alumnos de los institutos en zonas periféricas, que a lo mejor leen el francés ayudándose con el dedo, es un milagro que sostiene una esperanza infinita. Más aún, yo no he encontrado jamás alumnos que me hayan dicho que Platón no les interesaba. Al deseo de querer transmitir responderá siempre el deseo de conocer, la sed de aprender.
QUIÉN ES
François-Xavier Bellamy nació en París en 1985. Jovencísimo, fue alcalde de Versailles. Al cabo de unos años, dejó la política para dedicarse a la enseñanza de la filosofía.
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