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Huellas N.7, Julio/Agosto 2016

LECTURA

La fuerza de Jean Valjean

Davide y Paolo Prosperi

Es uno de los libros que el movimiento propone para el verano. Su protagonista apareció en un pasaje de los Ejercicios de la Fraternidad en Rímini. ¿Qué poder sorprendente campea en Los Miserables? He aquí una posible respuesta que discurre entre la novela, el cine y el musical

¿Quién es Jean Valjean? Cuando lo encontramos por primera vez, lo vemos empeñado en arrastrar un asta enorme con la bandera de Francia, obligado por su carcelero verdugo, Javert. Los dos se miran: en los ojos de Javert se adivina una malévola complacencia; en los del preso, arde la llama del odio. Jean Valjean aparece como un galeote con una fuerza hercúlea. Pero, ¿de dónde le viene semejante fuerza?
Valjean ha robado, es verdad, pero no se siente culpable. Vive recluido durante diecinueve años por haber robado un trozo de pan para alimentar a sus sobrinos. No, él no se siente en deuda. Más bien es Francia la que está en deuda con él.
La fuerza descomunal de Jean Valjean no es un mero don de la naturaleza. Más bien materializa el arrojo de su cólera por esos diecinueve años robados y que nadie podrá devolverle. Una cólera tan vehemente y potencialmente devastadora, como grande es su alma. En efecto, todo es grande en Jean, aunque nadie lo sepa, ni mucho menos él. Unas pinceladas son suficientes para desplegar ante nuestra mirada todo el horizonte de la novela. Jean es a la vez él mismo y mucho más que él mismo. Encarna el espíritu de su tiempo y en su fuerza arde la rabia contenida de una generación entera. Al igual que los Marius, Enjoras, Courfeyrac, que encontraremos en las barricadas de París dispuestos a verter su sangre al grito de «Liberté, Egalité, Fraternité!», también Valjean es un hombre herido por la injusticia del mundo, del Estado, de la ley, de la sociedad.
Sin embargo, algo acontece en su vida que le abre un camino distinto, una ruta que le llevará hasta la meta tan anhelada: «Levantemos el estandarte de la libertad, ¡cada hombre será un rey!», cantan los jóvenes de las barricadas el día antes de la revuelta en la que casi todos perderán la vida. En realidad, solo Jean Valjean realizará este sueño. Él es el hombre realmente liberado, que de esclavo pasa a ser “rey”.
La metamorfosis se realiza gracias a un encuentro. Después de varios intentos de fuga, corroído por la desgracia y la maldad, al salir de prisión sigue marcado a fuego por su destino. Fue condenado y sigue siéndolo: su nombre es el número 24601.
Hasta que se topa con monseñor Myriel, el obispo de Digne, que lo acoge en su casa. Valjean le roba la plata y huye. Capturado, vuelve delante del obispo. Y aquí sucede algo absolutamente inimaginable. Myriel le reprocha haberse dejado lo más valioso, los dos candelabros de plata, que volverán a aparecer al final de la novela. Valjean en efecto nunca se privará de ellos. Y no lo hará porque en ellos se custodia el misterio del evento que hizo de un miserable un rey.

El rescate. Para comprender este pasaje es preciso fijarse en la finura de la correspondencia: hay un paralelismo oculto entre la escena de Valjean a la salida de la cárcel y la del obispo después del robo. Ambos han sufrido “un robo”. Pero el obispo no se enfurece. Cumple un acto que tiene el poder de otorgar un nuevo significado a lo sucedido, aun sin negar la injusticia: dona libremente a Valjean lo que este le había robado fraudulentamente. Aún más, le añade un don mayor. De esta manera transforma la prueba de la culpabilidad de Valjean en prueba de un amor más poderoso que esa misma culpa. Es realmente Cristo mismo el que irrumpe en la vida del antiguo galeote. La misma alquimia que Jesucristo realizó con su sangre, el obispo la realiza con su plata. Porque si Jesucristo se entregó a la muerte en perfecta libertad, aquella sangre que el golpe de lanza hizo manar de su costado (cfr. Jn 19,34) fluye como un don gratuito, signo de la potencia inagotable del Amor, que vence el pecado en el mismo momento en que se comete. De alguna manera, el obispo Myriel realiza el mismo gesto del Redentor y así conquista el corazón del que era cautivo del odio.
He aquí el misterio de la Misericordia: el perdón de Cristo no es un “cerrar los ojos” barato; es el poder de Dios, del Amor que libera al hombre, lo rescata del mal pagando con Su propia sangre.

El don. Pero hay más. El obispo no se limita a cambiar la plata robada en un don gratuito. Añade los dos candelabros, que solos valen más que todo lo que Valjean se había llevado.
Parece un detalle, pero no lo es. Valjean no se ve simplemente liberado de su culpa, sino que recibe el don de descubrir su libertad. Una libertad mucho más grande que la absolución, una libertad realmente sin límites. Una libertad que es gratuidad. Una libertad hasta tal punto soberana que consigue convertir la injusticia sufrida en una posibilidad para afirmarse por encima de todo. Y de esta manera se secan las fuentes del rencor que le tenían atado. Valjean se queda libre, libre como aquel que puede entregarse sin medida porque se reconoce amado sin medida.
Entendemos ahora por qué los dos candelabros se convierten para él en lo más querido: porque materializan, por así decir, el bien excedente que Valjean ha recibido de Myriel, el poder de corresponder al amor recibido con la gratitud. El hombre redimido no es simplemente el hombre perdonado. Recibe por añadidura un poder que no tenía antes, el poder de participar de la gratuidad misma de Dios. «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5,20): es el don del Espíritu Santo. Myriel no se limita a perdonar a Jean. Le confía una tarea, una misión: «No olvidéis nunca que me habéis prometido emplear este dinero en haceros hombre honrado. Por el testimonio de los mártires, por Su pasión y Su sangre, Dios te ha librado de las tinieblas y ha salvado tu alma».
También en esto el obispo Myriel hace presente a Cristo. Lo mismo, en efecto, hizo Jesús con Pedro: «Simón, ¿me amas? Apacienta mis corderos». El obispo no trata a Valjean como un pobre infeliz. No lo acaricia como se hace con un caballo cojo, que da lástima. No. Cree en el poder soberano de la gracia que levanta del polvo al miserable y lo pone en el trono. Por tanto apuesta por él, como si no hubiera caído nunca. Como si todo empezara en ese momento, por primera vez. He aquí otra imagen de la Misericordia: «Lo viejo ha pasado. He aquí que hago una cosa nueva…».
Todo el séquito de la novela, al igual que la película, muestra cómo arraiga la semilla que el obispo ha plantado en su corazón, cómo se desarrolla y crece. Y el fruto maduro es una vida llena de gratuidad que lleva a Valjean a comportarse según una lógica distinta de la del mundo que le rodea. Una lógica que nos conmueve. Una lógica que corresponde a la verdadera medida secreta del corazón humano.
Lo cual no significa que todo el resto de la vida del protagonista discurra como un canto rodado. Al contrario, su libertad se encuentra continuamente expuesta al riesgo. Un desconocido es acusado de ser el preso 24601 y condenado en su lugar. Valjean podría deshacerse definitivamente del espectro de la reclusión. Pero, ¿puede traicionar así su nueva “libertad”? Tras una noche atormentada, se presenta en el aula del tribunal y asume, esta vez libremente, ese nombre y ese número rabiosamente odiados: «Soy yo Jean Vajean. ¡Yo soy 24601!».
Cuando se entera de que el joven revolucionario Marius ama a su Cosette, podría huir de París, como ya había decidido. En cambio, arriesga su vida para salvar la vida del hombre que podría arrebatarle el único afecto que le queda.
Y, al final, cuando Javert, su implacable persecutor, cae repentinamente en sus manos, se ve puesto frente a la disyuntiva entre elegir la libertad del mundo que mide culpas y méritos, o elegir la libertad de Dios, la gratuidad, un amor al bien del otro hasta el sacrificio de sí mismo. Y otra vez elige la gratuidad.
Quizás ninguna escena capta mejor la transformación de Valjean que el “rescate” del pobre Fauchelavant, aplastado bajo el peso de un carro que lo sepulta. Expuesto ante la mirada de Javert, Valjean sabe muy bien que su intervención confirmará las sospechas del verdugo: muy pocos, aparte de Jean, tendrían la fuerza necesaria para levantar semejante peso… Pero Jean no duda, no calcula. No es casual que en la película la música que acompaña esta escena sea la misma que al comienzo enfatizaba la hercúlea exhibición de fuerza de Valjean, interpretado por Hugh Jackman. La fuerza de la ira de entonces es ahora la fuerza aún mayor del amor que se entrega sin cálculos.

El culmen. Para acabar es de ley abordar el desenlace entre los antiguos enemigos. Uno de los mayores logros del musical, a pesar de los límites inevitables con respecto a la novela, es tender puentes entre distintas escenas mediante las melodías, consintiendo al espectador que establezca nexos que no resultarían inmediatos. Les Mis, como lo llaman los americanos, es todo un entrelazarse de estos puentes. El aria que interpreta el tormento de Javert antes del suicidio es casi idéntica al solo de Valjean que, cuando se queda a solas con Dios, lucha consigo mismo para rendirse ante el amor recibido.
Comprendemos así otro aspecto decisivo: la fuerza de la Misericordia no anula el drama de la libertad del hombre delante de Dios. Al contrario, lo hace emerger en toda su radicalidad. Solo delante de la Misericordia el drama del hombre se plantea puro y duro: aceptar que dependemos de la gratuidad de Otro, en efecto, es menos fácil de lo que parece.
En El atractivo de Jesucristo, don Giussani explica que, en cierto sentido, el culmen del amor es aceptar ser perdonados. ¿Por qué? Porque resulta difícil. Resulta difícil porque es como aceptar «un bofetón a nuestro orgullo, a nuestra presunción; porque me gustaría ser amado porque valgo, porque –un poco– me lo merezco», continúa don Giussani, «pero si quieres ser amado porque vales, porque te lo mereces, entonces no amas de verdad al otro, te amas solo a ti mismo».
¿Acaso no es este, en extremada síntesis, el problema del hombre moderno? El rechazo de la dependencia. En el fondo la diferencia entre Javert y Jean Valjean es esta: ambos se enfrentan a la misma Gratuidad, pero uno se rinde ante ella, con humildad, mientras que el otro se resiste, no deja que la misericordia quiebre su orgullo. Javert va en contra de su corazón que no puede dejar de admitir la justicia “más grande” de su enemigo de siempre. Cuando lo encuentra de nuevo por la noche mientras Valjean se lleva a Marius a salvo, Javert sabe perfectamente qué tendría que hacer. Sin embargo, por primera vez en su vida, duda. Algo como una mano invisible lo retiene. Valjean se aleja llevando al chico a hombros y Javert le deja ir. Pero no consigue perdonarse a sí mismo por haberlo hecho. Una brecha se ha abierto in the heart of Stone, como canta el musical, en su corazón de piedra. Y Javert se derrumba, no aguanta ver que “su mundo” se hace añicos y se queda en nada…

«Mi corazón es de piedra,
pero ahora tiembla.
Mi mundo de ayer es una sombra.
¿Este hombre viene del paraíso
o del infierno?
¿Y él sabe ya que,
al perdonar mi vida hoy,
me ha condenado a muerte?
Yo tiendo mis brazos, pero caigo.
Las estrellas son oscuras y frías,
mientras miro el vacío de mi mundo que se acaba.
Huyo del mundo, ¡del mundo
de Jean Valjean!».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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