«I am don Giussani», dice un chavalito de Kampala. ¿Por qué? Primera etapa de un viaje por las comunidades de África, que acaban de recibir la visita del Papa Francisco. La experiencia del movimiento en uno de los países más jóvenes del mundo, donde se despierta un pueblo
En Uganda, cada mujer tiene una media de seis hijos. Se trata de uno de los países más jóvenes del mundo. El 78% de la población está por debajo de los 30 años y la edad media es de 15,5 (en España 43,24). Pero no basta con nacer para vivir, dice Michelle con los ojos más que con las palabras. Veintidós años, los rasgos finos, vive cerca de Kireka, un barrio de chabolas y barro de la capital. Está sentada con orgullo detrás de su escritorio en la planta baja de la Primary School “Luigi Giussani”, de la que es secretaria. «Aquí es donde quiero estar, en la buena o en la mala suerte, quiero estar aquí». Aquí es la compañía del movimiento. Estos son los apuntes de tres días vividos en la comunidad de CL en Kampala, un pequeño pueblo que se reúne como el agua que hierve en la cacerola, donde uno despierta al otro, y este a otro, y otro a quien tiene a su lado.
Una mañana Michelle estaba sentada aquí donde está ahora, amargada y aburrida, pensando que no era capaz de vivir de verdad. Entra en su despacho una maestra, ella mecánicamente toma las llaves del aula y se las entrega. «No, no quiero las llaves». «Ah, ¿qué quieres, pues?». «Quiero ser como tú. Llévame contigo». Le está preguntando por «esa reunión» a la que Michelle acude cada semana, la Escuela de comunidad. Entonces, Michelle entiende: «En ese momento Jesús me estaba eligiendo, sin que mi aburrimiento y mi miseria le importaran». Lo mismo que en su primer encuentro con CL: «Fue la mayor sorpresa de mi vida. Había alguien que describía lo que es mi corazón, para que yo pudiera ser feliz. Desde entonces, empecé a vivir, otra vida entró en mí».
Tiene razón Rose que, cuando escucha a Michelle y a los demás chicos que han empezado a pertenecer al movimiento, se pregunta quién les susurra desde dentro ciertas cosas. «Los escucho, los miro, y comprendo que Cristo existe». Rose Busingye es la madre de todos, adultos y jóvenes, porque vive como una hija: «Sigo el Misterio de Dios que va aconteciendo». Memor Domini, 47 años, enfermera, en 1992 dio vida al Meeting Point International, dedicado a las mujeres enfermas de sida, a los niños y los chicos pobres y huérfanos.
El origen de su encuentro con CL está en la semilla plantada en Kitgum, en el norte del país, por algunos médicos de CL y el misionero comboniano Pietro Tiboni, a comienzos de los años setenta. Cuando Rose conoció al padre Tiboni, le preguntó: «Pero si Dios se hizo carne, ¿tiene que ver también con mi propia carne?». Le pareció absolutamente asombroso. Hoy, al cabo de muchos años, sigue viviendo del mismo asombro. «Quiero participar del mismo acontecimiento que devuelve la vida a estas mujeres del Meeting Point y a estos chicos. Ellos han descubierto que su vida tiene valor, que ellos tienen un valor cuyo nombre es Jesús, y que Él los mira con amor, siempre. Yo también quiero vivir bajo Su mirada».
No hay esquemas en esta comunidad. Y esto no por un desorden o por ser inconformistas, sino porque es una realidad viva y la vida es orgánica. En ella van de la mano la gratitud de las mujeres que bailan por una alegría más grande que su dolor, y la frescura de sus hijos, por los que han surgido los colegios “Luigi Giussani” (Primary y High School). Aquí resulta evidente que el movimiento es un modo en el que Cristo te abraza. Y este abrazo tiene un dinamismo circular: de las madres a los hijos y de los hijos vuelve a las madres, que siguen a estos chicos, que se enamoran de la vida y de Jesús, que estudian y se apasionan, que les leen Huellas puesto que muchas no saben leer, que participan del movimiento y les comunican todo lo que aprenden.
Françoise, la madre de Michelle, pertenecía a una secta. Empezó a prestar atención a lo que estaba viviendo su hija y hoy es «la última “recién nacida” del Meeting Point International». Tenía graves problemas de salud y no salía de su casa; ahora elegante y tímida se deja llevaral ritmo de los tambores y de los sonajeros en los tobillos. «He empezado incluso a jugar al fútbol», dice riéndose: «Porque he conocido la bondad y la belleza de Dios».
Los chelines y las pintadas. Aquí no hay nada planeado de antemano. Pero las mujeres ya hacen la caritativa. Acogen en sus casas (y sus casas son míseras chabolas) a los niños que les envía la Policía, cuando no hay sitio para ellos en la Welcoming House de Rose, donde viven niños abandonados y seropositivos. Ya tienen muchos hijos y problemas, pero «donde caben cinco, caben seis o siete», dicen. Y se ríen, y cuando acaban de reírse cantan, y cantar y bailar para ellas es lo mismo. Un día llegó una señora con la mente alterada, quemada por haber fumado gasolina. «Yo estaba muy preocupada», cuenta Rose, «mientras ellas ya le habían preparado un sitio y, por turnos, la atendían». Es el gesto de la caritativa que nace de su origen, la gratitud que se desborda en gratuidad.
«Cada día me veo superado por todas partes». Alberto Repossi vive en Kampala desde hace un año y trabaja para AVSI en el Meeting Point. Antes de llegar aquí, había colocado en su esquema a “las mujeres de Rose”: «Están enfermas pero contentas, viven del carisma de CL, ¡buena gente!». Punto. «Sin embargo, Carrón seguía invitándonos a seguirlas. Quizás, entonces, había algo que descubrir... Ahora lo comprendo: viven tan conmovidas que me arrastran a mí también en esa dirección». Rose lleva en la mano una hoja con los nombres de las mujeres; al lado de cada nombre, una cifra en chelines. Arriba: Contribution for prastanity. «Prastanity?», le pregunta a Ketty cuando le entregan el listado. Y enseguida lo entiende: es el Fondo común para la Fraternity. Las mujeres escucharon el aviso en los Ejercicios espirituales y, prontamente, empezaron a recoger la cuota. Ese día Rose se quedó mirándolas mientras se iban hacia sus casas. Nada de boda-boda, las moto-taxis de cuatro plazas, nada de matatu, los pequeños autobuses donde se apretujan como sardinas: se fueron andando, pues no les quedaba ni un chelín.
«No puedes dar lo que no tienes», dicen aquí. «Si no estás conmovido, no puedes comunicar nada», comenta Mateo Severgnini, para todos Seve, coordinador didáctico de ambos colegios, que lleva tres años de misión. «Al comienzo pasé de la ilusión a la rabia». En un primer momento, el frenesí por intentar solucionar los problemas, luego la desilusión porque parece que no cambia nada. «Un día Rose me dijo: “No hace falta una persona que gestione el colegio, sino alguien que viva su vocación”. Durante tres meses, estuve callado». En lugar de hablar, empezó a mirar. «Si te quedas mirando y escuchas, comprendes mucho más». Una noche ensuciaron el colegio con pintadas. Normalmente, se hacía una asamblea para acusar al culpable. En cambio, Seve preguntó el porqué de su gesto al chico que lo había hecho, le propuso que juntos repararan el daño ocasionado y lo nombró responsable de los “limpiadores”. «Supuso un cambio radical. En primer lugar, para mí. Los compañeros de trabajo me preguntaron por qué lo hice y yo también me interrogué. Desde ese momento, cambió nuestra manera de trabajar juntos, a partir de un interés real y no de ideas que defender».
La tiza de Michael. Cuando se inauguró la nueva High School, Arnold, 17 años, tomó la palabra delante de los estudiantes, los padres, las autoridades civiles y diplomáticas: «I am don Giussani». La gente se quedó de piedra. Él prosiguió decidido: «Giussani ha culminado su camino humano y me dice: “Arnold, si quieres ser feliz, tienes que pasar por donde pasé yo. Tienes que caminar conmigo”». A raíz del encuentro con CL en el colegio, Arnold y su inseparable amigo, Marvine, han empezado a interesarse por el estudio, a tocar y a cantar (la comunidad cuenta con un coro maravilloso), a componer canciones, casi todas de amor, en un lugar donde los chicos oyen hablar solo de sexo y la afectividad verdadera es un tabú. Se estila el talking compound, el ambiente hablante, por lo que los colegios están tapizados de frases intimidatorias: «¡Comportaos bien!», «Si te quedas embarazada, te expulsamos», «El sida mata».
«El movimiento me ha permitido ver», continúa Arnold: «Antes miraba las cosas, pero no las veía. Por ejemplo, la belleza de este colegio totalmente distinto de los demás. Decía: sí, es bonito, ¿y qué? No alcanzaba a entender que esta belleza fuera para mí». Un edificio naranja, muy moderno, en la colina en la Kireka Road, con 560 estudiantes: muchos tienen que andar dos horas de camino para llegar a clase y se quedan hasta la noche para aprovechar la luz eléctrica que no tienen en sus casas. Lo primero que te dicen es: «Aquí no te pegan los profesores».
En el tráfico salvaje y polvoriento de la capital, son muchísimos los letreros de colegios, pintados con barniz y medio oxidados. Las políticas internacionales abogan por la instrucción y el Gobierno favorece mucho el sector privado. Pero hay un dicho: spare the rod and spoil the child (te ahorras la vara y malcrías al niño). Y la palabra clave es: inculcar. «Durante el primer coloquio, me dijeron que aquí no se pegaba a nadie y yo me eché a reír», cuenta Michael Kawuki, que hoy es el director del centro: «Para mí la vara era imprescindible para educar. Aquí estoy aprendiendo todo de mis compañeros y de los chicos». Es algo inimaginable para un lugar donde educar coincide con establecer una relación anónima, donde la distancia entre estudiantes y profesores es absoluta, y no solo debido a los números (algunas clases alcanzan los 150 alumnos), sino porque el chico se considera alguien inferior y plantear preguntas es sinónimo de insubordinación. Michael mira a los chicos que en el gran prado delante del colegio se desatan en la clase de cultural dance: «No sabía que cada cosa, incluso la más pequeña, tiene un valor. Una tiza caía al suelo y yo la pisaba caminando por encima». Cuando vio que Seve la recogía, se le abrió un mundo distinto. Dice muy serio: «Yo no sabía que tenía un valor».
Arnold, Marvine y los demás estudiantes quedan los lunes para la Escuela de comunidad. Grace tiene 20 años: «Mi vida tiene sentido desde 2013». Conmueve cómo canta nuestras canciones que aprendió enseguida. Está segura y es transparente: «No daba ninguna importancia a las cosas. Luego, un día, me dijeron: “Llevas en el corazón algo grande”». Hace poco murió su padre: «En ese momento, entendí que Cristo quería que yo aprendiera a depender de él. Cada mañana me levanto para cruzarme con su mirada». Manuel es un hombrecito con corbata, impecable con su uniforme del colegio. Es seropositivo. Durante una visita en el hospital, miraba al médico que le estaba haciendo los análisis y pensaba: «Puedes saber todo de mi salud, pero no puedes ver lo que significa ser amado». Solange, en cambio, se sentía siempre fuera de lugar. «¿Siempre?», le preguntó un día Seve. «No, excepto cuando por la noche miro el cielo». Desde entonces descubrió que tenía el mismo corazón de un hombre muy famoso (Leopardi): «De no encontrar esta amistad y el significado de mi vida, seguramente me hubiera muerto».
Lo políticamente correcto de la cooperación internacional es que la necesidad del hombre es el family and empowerment. En cambio, es algo más: «Es ser amados. Lo descubres en tu propia piel, porque quieres cambiar el mundo y empiezas a cambiar tú», dice Marco Trévisan, encargado del programa de AVSI para las adopciones a distancia (4.180 son los niños que gozan de este programa). Ingeniero técnico, lleva 28 años en África. «¡Parece que fue ayer! Aquí la vida corre veloz y pide tu presencia continua. En estos años he descubierto que si pronuncias tu sí, ves de ti mismo cosas que antes ni siquiera podías imaginar».
A orillas del Nilo. Anochece. En el exterior de las casas hay sofás de piel gastada, la gente se sienta, mirando los atascos, los transeúntes, los carros que pasan, en lugar de la televisión. En la esquina, oscura porque no hay farolas, un predicador se desgañita con una Biblia en la mano. Detrás de la rejilla antimosquitos de la ventana, Francesco y Sara ponen la mesa: llevan 8 años en Uganda, tienen dos niños. Él es ingeniero y está construyendo un santuario en Paimol, dedicado a dos mártires de este pueblo del norte. En 1918, Daudi y Gildo tenían 15 y 17 años, como los chicos de la High School. Les enviaron a empezar un catecumenado y fueron asesinados. «Para un constructor, levantar un santuario es el máximo», cuenta. «Pero no quiero dar nada por descontado. Había caído en la trampa de concebirme en función de lo que hago. La compañía del movimiento me enseña que mi valor es el de ser Francesco, el de ser querido por el Señor». Su mujer dice que su estancia aquí ha sido un caer y levantarse continuo. «Vives en un túnel, los días pasan rápidos, luego sucede algo que te despierta». Como «un acto al que me invitaron en el colegio». En esa ocasión «recobré el aliento. Pero no sucede en abstracto, tienes que implicarte en una vida». En la cena está también Manolita, que lleva 15 años en Uganda con su marido, Stefano, y cinco hijos. «La comunidad y las obras eran cosas preciosas pero no tenían que ver con mi vida». Es de CL desde siempre, creía que todo seguiría como siempre. Luego le invitaron a trabajar en el Meeting Point y floreció una amistad nueva: «Para mí ha sido “un encuentro dentro del encuentro” con Cristo. La experiencia de un cuidado del Señor para conmigo».
La misma razón por la que “las mujeres de Rose” se divierten con gusto incluso cuando, el último día, un violento temporal las mantiene dos horas retenidas en un autobús destartalado en medio de la sabana. Los caminos interminables de tierra roja, las cascadas del Nilo, las colinas esmeraldas que hacen de Uganda la perla de África y ellas, hermosas y fuertes como esta naturaleza. «Ya lo tenemos todo», dice Agnes: «Solo necesitamos ser educadas».
Contemplando este panorama. Aquí donde educar ni siquiera se considera un trabajo, el método propio del carisma de CL llega cada vez a más personas. Delante de las cárceles de la capital, está el Permanent center for education “Luigi Giussani”, que el Gobierno ha reconocido oficialmente como instituto superior de educación. Con un training basado en El riesgo de educar, en diez años se han formado más de veinte mil maestros: católicos, musulmanes, desde África hasta Myanmar... «También ofrecemos formación para agricultores, padres, asistentes sociales, trabajadores de ongs», explica el responsable, Mauro Giacomazzi, aquí desde 2007: «Las personas necesitan, en primer lugar, descubrir el valor que tienen».
En un follow up, una maestra fue a darles las gracias: «Habéis salvado mi matrimonio. Quería dejar a mi marido, pero vosotros decís siempre que un problema es ante todo una oportunidad, entonces volví a mi casa y empecé a hablar con él, cosa que no hacía desde hace tiempo». Mauro es memor Domini y vive con Marco, Alberto y Seve. «Esta es una realidad muy fatigosa», dice: «Necesito un lugar donde mi corazón pueda descansar y reconocer qué anhela». Por trabajo, viaja a menudo fuera de Uganda: «Los amigos de la comunidad, los chicos, las mujeres... los veo poco. Pero me alimento de la experiencia de quienes están con ellos y de su cambio».
Es pronto por la mañana. El jeep de Rose baja despacio desde la colina en donde reside junto con Lina Bonetti, que trabaja para AVSI. De frente, a lo lejos, el lago Victoria, grande casi como Andalucía entera, y la extensión inmensa de la ciudad con sus barrios de chabolas, un mar infinito de necesidades. «Contemplando este panorama, Giussani me dijo: “Rose, salvar al mundo significa llevar a todos el testimonio de Cristo. Significa pronunciar tu sí, porque su destino se realiza como Dios quiere. Al igual que realiza el tuyo”».
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón