Después de doce años de kirchnerismo, el cambio. El nuevo presidente es MAURICIO MACRI. ¿Qué o quién ha permitido que el populismo no se convirtiera en un régimen? Y ¿qué necesita el país hoy?
Un fatigoso camino electoral escalonado –comicios primarios, generales y balotaje– llevó finalmente al triunfo de la oposición, poniendo fin al extenso ciclo kirchnerista de doce años en el poder. Más de una década de gobierno populista, con aciertos y errores claramente identificables por etapas, que deja como saldo cultural una sociedad fracturada.
Es que el 51,40% del presidente electo Mauricio Macri y el 48,60% del derrotado candidato oficialista Daniel Scioli significan mucho más que un resultado electoral ajustado: son los números de dos modelos de país en pugna, polarización abonada de forma cotidiana por el gobierno saliente, cuya filosofía política es la confrontación permanente y la ocupación de los espacios de poder a cualquier costo y por cualquier medio.
El gobierno kirchnerista –un mandato presidencial de Néstor Kirchner más dos continuados de su esposa Cristina Fernández de Kirchner– acertó en sus primeros años con una serie de medidas económicas que, junto a condiciones globales favorables y al tesón incansable de quienes no abandonaron la senda del trabajo y del esfuerzo, permitieron a la Argentina escapar del default y de la grave crisis institucional de 2001, cuando el país quedó sumido en la pobreza, la suspensión de pagos y el estallido social.
Superada la crisis, y gracias a un cuantioso aumento de las cuentas públicas y de los recursos del Estado, el poder “K” se dedicó de forma casi exclusiva a construir un sólido bloque hegemónico que demonizó a los opositores, persiguió a la prensa independiente y sometió a los más pobres mediante el reparto de planes de ayuda social, excluyéndolos para siempre del mercado de trabajo. Hoy, con una población de algo más de 40 millones de habitantes, existen 18.245.000 planes de ayuda otorgados por el gobierno. Eso significa que casi el 25% de los hogares argentinos recibe algún tipo de ayuda social y que más de la mitad de los que debieran integrar la PEA (población económicamente activa) no trabajan, sino que viven (o sobreviven) del Estado. El reparto de los planes no es gratuito: una capilar red de “punteros”, informales pero reconocibles jefes zonales, se encarga de convertir la ayuda estatal en clientelismo político.
El rol de la sociedad civil. ¿Qué impidió en todos estos años que el populismo kirchnerista no se convierta en un régimen como el chavista venezolano o el castrista cubano? El protagonismo de la sociedad civil, por momentos casi anárquico y amorfo, pero lo suficientemente altisonante como para erigirse en una eficaz barrera ante el embate autoritario desplegado desde el Estado bajo la explícita consigna del “vamos por todo”. Superando claramente a la actuación de los políticos opositores, la sociedad “de a pie” se hizo sentir con fuerza mediante la protesta espontánea en cada oportunidad en que las garantías cívicas y los derechos más elementales de la comunidad se vieron amenazados: en las ya lejanas pero multitudinarias marchas contra la inseguridad en 2004 cuando el secuestro y asesinato de Axel Blumberg, durante el conflicto con el campo por el pretendido aumento de las retenciones a la producción y la explotación agrícola en 2008, con ocasión de la sanción de la Ley Federal de Medios en 2010, ante el intento de reforma del Poder Judicial en 2013 y a comienzos de este 2015 con motivo de la muerte violenta del fiscal Alberto Nisman, aún no esclarecida. Finalmente, la resistencia de la sociedad civil a la violencia y ceguera ideológica kirchnerista logró encontrar una expresión política consistente, inicialmente repartida entre tres o cuatro opciones electorales y luego como única alternativa en la coalición que lleva –al fin– a un político opositor a la Casa Rosada.
Armonía de autor. El arribo pacífico a este traspaso de poder es un dato que no puede pasar inadvertido para quien conoce la historia reciente de la Argentina, y tiene una explicación o, mejor aún, un responsable. Estos “fines de ciclo” solían culminar con saqueos, violencia callejera y muerte, casi como si se tratara de una suerte de destino fatal “a la argentina”. En diciembre de 2013, luego de que el gobierno fuera derrotado en las elecciones legislativas celebradas en octubre de ese año, un conflicto local que motivó el autoacuartelamiento de la Policía de Córdoba encendió la mecha, y todo parecía indicar que el reguero de pólvora alcanzaría a todos los principales centros urbanos del país para reeditar los luctuosos episodios del final del gobierno de Alfonsín en 1989 o del ocaso de De la Rúa en 2001. Sin embargo, el estallido social fue sofocado, y aun con todos sus evidentes problemas socio-económicos e institucionales, el país llegó en un clima de relativa paz a las elecciones presidenciales que acaban de concluir. Es información compartida que el Papa Francisco ha jugado en ello un rol fundamental. El Pontífice ha dedicado mucho de su valioso tiempo a recibir permanentemente en Santa Marta a dirigentes políticos, sindicales, sociales y empresariales argentinos, instando a todos a pensar en el bien común y a ceder en los enfrentamientos y conflictos de intereses. Lo ha hecho con toda discreción, como es su estilo, y así como un día cualquiera Cuba y EEUU anunciaron al mundo que empezaban a hacer las paces agradeciendo a Francisco su mediación, del mismo modo si hoy la Argentina está en condiciones de una transición democrática es gracias a la decidida acción del Sucesor de Pedro.
Las urgencias. El nuevo gobierno afrontará urgencias de todo tipo. La economía se encuentra estancada hace cuatro años de forma consecutiva y ya no crea los puestos de trabajo necesarios para incorporar a los más jóvenes o para dar segundas y terceras oportunidades a los adultos que pierden el empleo. Las reservas del Banco Central están agotadas, al límite de lo imaginable, y son insuficientes para atender las obligaciones en moneda extranjera con el exterior y con los agentes importadores. Es necesario reconstruir la cultura del diálogo, luego de una década de ejercicio intensivo de la descalificación de quien piensa distinto, y superar las barreras ideológicas que impiden el encuentro y el entendimiento. Hace falta recuperar la independencia de los poderes del Estado, regla básica de toda democracia republicana, hasta hoy violada sistemáticamente por el kirchnerismo. Es necesario el acceso al crédito y a la vivienda, el mejoramiento del sistema educativo y de salud, así como disminuir la presión fiscal sobre el trabajo personal, los nuevos emprendimientos y las pequeñas y medianas empresas. Y fundamentalmente, hace falta que la democracia argentina se reconcilie con la verdad, abandonando definitivamente el doble discurso institucional, la manipulación de índices estadísticos que falsean los datos económicos y sociales, el encubrimiento oficial de delitos impunes, la negación sistemática de fenómenos tales como la inseguridad urbana, la inflación y el avance del narcotráfico, la construcción de “relato” para falsear la historia y el presente.
El futuro es, por definición, incierto. Sin desconocer los obstáculos con los que se encontrará el gobierno de Macri, no contar con mayoría parlamentaria es el más significativo de todos, el panorama político y las probadas reservas morales del pueblo argentino permiten dar crédito a un tiempo esperanzador. El peronismo, principal fuerza política histórica argentina, queda una vez más en deuda con la sociedad y afronta su enésima reorganización. Puede resultar un mero reacomodamiento de dirigentes, o la ocasión para cuestionarse por qué es el ámbito propicio para la usurpación ideológica, por la que le nacen cíclicamente hijos defectuosos, como el neoliberalismo de Menem o el neoprogresismo de los Kirchner.
El discurso del presidente electo es el más pragmático de todos sus antecesores: su “utopía” apenas llega al propósito de convertir a la Argentina en un país normal. De hecho, los intelectuales y la prensa militante “K” acusan a Macri de ser un “antipolítico”. El tiempo y la realidad nos dirán si resulta un descalificativo o un elogio. Entre tanto, es posible imaginar un nuevo marco de libertad para pensar y para hacer, para expresar y para construir.
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