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Huellas N.10, Noviembre 2015

VIDA DE CL

Como los Hechos de los Apóstoles

Davide Perillo

Fang-Cong ha descubierto qué es la Resurrección, Bo-Yue que es posible perdonar. Helga, Ning, Walker… Viaje a TAIWÁN, en el «continente que no conoce a Cristo». Pero donde suceden los mismos hechos de hace dos mil años

Llegó una tarde, con retraso. La puerta estaba cerrada, detrás estaban desmontando los últimos puestos del mercado. Pero el letrero debajo de la cruz llamó su atención: “Sala del Señor del Cielo”, el nombre que Matteo Ricci halló, hace siglos, para decir “iglesia”. A Fang-Cong le habían bautizado de niño, quién sabe cómo, pero no recordaba nada de Jesús. Y tenía una pregunta acuciante: su hermano había muerto hacía unos días y nadie sabía decirle si realmente todo está destinado a desaparecer en la nada. «Llamó, entró y empezamos a hablar». Media hora, no más, recuerda Emanuele Angiola: «Pero por primera vez oyó hablar de Resurrección y de vida eterna». Desde aquella noche, «vuelve todos los días e intercambiamos un par de palabras».
Ahora está ahí, sentado en la larga mesa de una sala en la parroquia de San Francisco Javier. Con camisa de cuadros blancos y negros, y una veintena de rostros a su alrededor. Su dedo avanza por una fotocopia, siguiendo los ideogramas de Huellas de experiencia cristiana, el capítulo sobre «El encuentro con Cristo». «Me sentí acogido», cuenta Fang. También Helga llegó a esa mesa después de un camino de dos años, «desde las religiones orientales, a las que no quería traicionar porque son las mías, pero que no me bastaban; luego me encontré con ciertas personas…». Giacomo cuenta que vio a un cristiano por primera vez en el instituto «y allí descubrí la Biblia y un camino para buscar respuestas a mi ansia de significado». Bo-Yue conoció el cristianismo estudiando historia: «Lo primero que pedí fue confesarme, al descubrir que existía el perdón».
Bienvenidos a los Hechos de los Apóstoles, versión actualizada. No es Jerusalén ni Corinto, sino Taiwán, la gran isla en la órbita de China: 23,4 millones de habitantes y más de siete aquí, en Taipei, la capital. Al verla desde la cima del Taipei 101, el rascacielos que corta la línea del horizonte con sus 449 metros de altura, es como un mar sin fin de casas y cemento. Por abajo, un flujo igualmente infinito de vidas y tráfico, puestos de venta y letreros colocados por todas partes, como recordándote que estás en otro sitio. Otra lengua, otro mundo. Otros credos. Jesús es un desconocido, o casi. Claro que hay cristianos: menos de un millón, un tercio de ellos católicos (el 1,3% de la población). Pero la inmensa mayoría ni siquiera ha oído su nombre. Verlo actuar aquí es como trasladarse a la Palestina de hace dos mil años.

Las escaleras de Montale. CL tiene ya en estos lares una historia propia. Un par de familias vinieron por motivos de trabajo a finales de los años noventa. Luego llegaron los sacerdotes de la Fraternidad San Carlos. Querían estar presentes «en el continente que aún no conoce a Cristo». Así lo llama Paolo Costa, que desembarcó en Taipei en 2002. «También era la ocasión de ampliar el horizonte de toda la Fraternidad». Primero mucha formación para estudiar el idioma, luego la primera parroquia (San Francisco Javier, en Tai Shan). En 2008 la segunda, San Pablo. Hoy son tres sacerdotes: con Costa y Angiola está Donato Contuzzi. Los dos primeros son párrocos, el tercero es responsable del movimiento. Todos dan clase en la Universidad Fu Jen.
Es la Universidad Católica de Taipei, con 26.000 estudiantes. En el campus, entre banquetes que invitan a una fiesta y grupos de chavales que pasean ordenadamente, una cruz de piedra y cuatro ideogramas: «Verdad, bondad, belleza y santidad», traduce Paolo: «El desafío es llevarles hasta aquí, a descubrir estas cosas». Él da clase de italiano. «No lo estudian muchos y normalmente llegan porque no tienen notas lo suficientemente altas como para poder elegir otras asignaturas». Casualidad, más o menos. Pero muchos han encontrado a Cristo así.
Hoy en clase hay una docena de chicos. Llega alguno más con cuentagotas, con el bocadillo en la mano. Todo muy informal. Empiezan a charlar: dos estudiantes presentan un trabajo sobre volcanes, dialogan, aprenden vocabulario y gramática. «De vez en cuando hablo de la Biblia, les enseño cuadros, escuchamos música. Nosotros estamos acostumbrados a ver obras de Caravaggio o Miguel Ángel: aquí no». Aquí, el día que Paolo leyó a Montale, «del brazo tuyo he bajado, por lo menos, un millón de escaleras», y habló de la ausencia, «una chica se echó a llorar. Hasta yo me conmoví». Se le empañan otra vez los ojos mientras lo cuenta.
Gran parte de la vida del movimiento en Taiwán nació en estas aulas. Algún estudiante con curiosidad por estos extraños shén fù, sacerdotes. Alguna cena, las reuniones. Hasta aquella vez, hace cinco años, cuando un grupito se sumó a los parroquianos que iban de viaje a Italia, y al Meeting. «Muchos de ellos descubrieron la fe allí», cuenta Donato: «Alguno pidió el Bautismo, otros ahora pertenecen a la Fraternidad de CL».
Por ejemplo Emilia, que no fue a aquel viaje pero en cierto modo se lo debe todo. Ella también estudiaba italiano en la Fu Jen. «Entro en Facebook y me encuentro las fotos de varios compañeros de excursión por Italia. Con una gran sonrisa. Me dije: tengo que entender por qué. Y les busqué». Primero conoció a un sacerdote, Lele Silanos, luego a los demás. Fue siguiendo las preguntas que le iban surgiendo, poco a poco: «¿Pero estos quiénes son? ¿Por qué están aquí? Aquí dentro hay algo». Así llegó hasta Cristo. Y a decir, con una sonrisa brillante delante de la tarta de su cumpleaños: «Aquí al apagar las velas pides un deseo. Yo quiero que todos mis amigos encuentren el camino hacia Dios».
Un contagio. Siempre es así, hace dos mil años igual que hoy. En una pausa, algunos chavales se reúnen en una sala de la universidad para la Escuela de comunidad de los estudiantes. Están algo alborotados porque dentro de unos días es la “Semana italiana” y, aparte del vino, el arte y las ciudades de ese hermoso país, están pensando en cómo dar a conocer los libros de Giussani. Esos otros un poco más mayores, los “jóvenes trabajadores”, quedan por la noche una vez por semana en la universidad estatal. Es el lugar de trabajo de Ning, protestante. Conoció CL en Dublín, la vimos el 7 de marzo en la audiencia con el Papa. Ahora está aquí, cortando pizza para sus amigos; los que vienen desde hace un tiempo, como Violeta y Maria Goretti (muchos se ponen un nombre occidental nada más entrar en contacto con el italiano, «y yo he elegido a una santa»), y los que llegan por primera vez como Cinzia, que trabaja en un banco y está aquí porque «he conocido a Giacomo, que vino a pedir una consultoría financiera: me llamó la atención, nos hicimos amigos, me habló de este lugar…». También hay quien se conecta vía Skype: Hilaria vive en Taichung, a 180 kilómetros, con su marido y tres niños pequeños, y es un torrente de relaciones, amistades, encuentros. También allí, ahora, hay quien se reúne todas las semanas para leer El sentido religioso.
Se canta Yin Xing De Chi Bang, “alas invisibles”, una canción popular («también en estos momentos de soledad y tristeza / sé que tengo alas invisibles que me dan esperanza…). Para nosotros, estas alas son la compañía», dice Donato. Se habla de Dante, de anarquía y deseo. Pero sobre todo, se vive una amistad.

Rosario en el balcón. Idéntico a lo que veremos al día siguiente, en otro encuentro. Basta oír Alecrim en chino para conmoverse. Les escuchas hablar de esperanza, juicio, razón. De lo que hace falta para «no seguir a un enjambre de abejas», que es la versión china de nuestro rebaño de ovejas. Oyes a A-Long, que se da cuenta de que «en nuestro corazón hay algo innato que reconoce la belleza: nadie te dice que una flor es hermosa, lo descubres por ti mismo». En resumen, ves a don Giussani –y con él el cristianismo– abriéndose paso en este otro mundo, entre citas del Don Juan de Mozart y un aplauso cuando A-Mei suelta que «en mi vida ha habido un gran cambio: cuando vengo aquí veo una auténtica liberación y una auténtica comunión». «Lele decía siempre que con el tiempo aprenderíamos la belleza de la amistad», recuerda Emilia. «Ahora comprobamos que es verdad».
«Una vida sencilla, pero plena», había dicho Donato la primera noche. Tenía razón. Los tres sacerdotes te enseñan las parroquias («el lunes por la noche hay un grupo que lee la Biblia, el miércoles está la Legión de María…»), cuentan los nuevos encuentros que han tenido («el año pasado se bautizaron unas veinte personas, casi todos adultos»). Te acompañan a la oración con las familias, que esta tarde es en casa de A-Long. Cuarta planta, se sube a pie y se dejan los zapatos fuera, en la puerta. Dos habitaciones y la cocina, ventiladores en marcha, una pared entera ocupada por un acuario con peces a la venta para completar los ingresos familiares. Y una veintena de personas, tal vez más, rezando el rosario en el balcón. Después se toma algo juntos. Se comparte la vida. Conoces a Wen-Meng, es DJ que ahora trabaja como taxista. A Kin-Li, el camionero que la noche que Donato llegó a Taiwán, «sin saber una palabra de chino y solo, porque los demás sacerdotes no estaban», fue a verle solo para invitarle a cenar y a participar en los gestos de la parroquia. Te sientes en casa a diez mil kilómetros de distancia.

Acertar con el lance. Se acrecienta la impresión de lo visto la mañana anterior, cuando me llevaron al templo de Longshan y salí con el alma en un puño. Llegaba gente dispersa, cada uno con su bolsa de la compra llena de fruta, pan, paquetes de biscotes. Las ofrendas para dejar en el largo banco ante la capilla principal donde se venera a Guan-yin, diosa budista de la misericordia. A la entrada, un cartel recuerda las instrucciones para la oración. Todos las siguen, de rodillas ante el altar: tiran al suelo dos trozos de madera roja con forma de luna, y esperan. Si aciertas y caen en la posición correcta, significa que el dios acepta escucharte. Si no, hay que volver a intentarlo. Y luego otra vez. Y otra. Hasta que el segundo tiro también sea bueno, y entonces sabes que la divinidad responderá a tu petición. Entonces te levantas, te acercas a un cesto lleno de trozos de madera, largos y finos, eliges uno al azar, lees el número escrito arriba y vas a la pared del fondo, llena de cajetines numerados. El que lleva tu número tiene dentro un papel con la respuesta que esperas. Alrededor, incienso y velas, estatuas y pequeños templos, cada uno dedicado a una divinidad budista o taoísta: la que puede ayudarte si tienes problemas de trabajo, la de los estudios, la que protegerá a tu familia… Y mucha gente, por todas partes. Otro mundo. Pero el mismo corazón, el mismo deseo de que el Misterio sea amigo del hombre.
Y el mismo sobresalto que cuando esto acontece y uno descubre que la vida puede ser rica y plena, amistosa. Aquí la beneficencia no es una desconocida. La familia importa, los clanes –en una cultura impregnada de Confucio– son fundamentales. Se ayudan entre parientes y a veces se echa una mano al vecino que tiene necesidad. Pero que la caridad sea «la ley de la vida», como dice don Giussani, supone una novedad total. «Desde el principio propusimos el gesto de la caritativa», explica Donato. «Antes ayudábamos a los niños a hacer los deberes en la parroquia». Una ayuda al estudio, tipo Portofranco a la oriental. Una cosa nunca vista en un lugar donde quien puede envía a sus hijos a academias privadas de apoyo escolar, porque si no eres lo bastante bueno para superar las pruebas de acceso a los mejores colegios, te quedas excluido de raíz. «Ayudar a los niños me recordaba mi infancia», dice Renato. «Me devolvía a la inocencia que pierdes al crecer. Ahora supone algo mucho más profundo».
«Ahora» es el pasado sábado por la tarde en una residencia. Desde la iglesia, está a un cuarto de hora a pie entre el tráfico y el caos: se gira al pasar un pequeño templo taoísta situado en la acera y desemboca en un callejón más tranquilo. Casas y escaparates. La que parece una tienda de droguería es el albergue. Dentro habrá una treintena de ancianos, repartidos en dos plantas. Muchos en silla de ruedas, otros en cama.
En el espacio de la entrada están una docena de ellos. Esperan a Donato y sus chicos. Es una tarde de fiesta, sencilla: guitarra, cantos, compañía. Hilaria, que viene a Taipei todos los fines de semana, baila con la pequeña Teresa en brazos, ante un anciano que sonríe sin dientes. «¿Qué me llevo a casa? El otro día, al salir del trabajo, vi a un padre que acompañaba a su hijo a comprar un helado», cuenta Walker. «Era una chaval grande, pero se veía que tenía algún problema. El padre le ayudaba a comer. Bastaba mirarle para entender que lo amaba sin límites. Sin condiciones. Me conmovió, porque yo quiero amar así. A esto me ayuda la caritativa».

Preguntas y carbonara. La última noche, cena en casa de los sacerdotes. Ya llevaba el corazón y el cuaderno repletos de historias que no podría contar todas aunque la web amplíe ilimitadamente los espacios. Pero alrededor de la mesa está una Fraternidad. También ha venido Ning, por primera vez: «Quería saber qué es». Es sencillo: está A-Mei, está Julie, está Kun-Li que me presenta a su esposa, Mu-Dan. Están las preguntas de Vincenzo sobre el trabajo y la carbonara de Donato, las bromas de Emanuele y las historias familiares de Hilaria… Una vida dentro de la vida. Como dice Emilia, «es el cristianismo».


LAS CIFRAS
23,4 millones de habitantes en Taiwán
93% budistas o taoístas
900.000 cristianos
300.000 católicos

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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