Diario del viaje del Papa. De la intervención en Naciones Unidas a la visita en una pequeña escuela de Harlem, días de gestos profundos y reclamos humildes. La fuerza desarmada del Evangelio ha desbaratado las apuestas y las categorías de juicio. Y al final esa oración: «Custodia a todos los que me han mirado»
«Cuando el avión despega después de una visita, me vuelve a la mente la mirada de toda esa gente, y me surge el deseo de rezar por ellos y decirle al Señor: “Yo vine para hacer algo, para hacer el bien; quizás haya hecho algo malo, perdóname. Pero custodia a toda esa gente que me ha mirado, que ha reflexionado sobre lo que he dicho, que ha escuchado, también a los que me han criticado, a todos”». En la respuesta más íntima y personal, acompañada por la afirmación «esto no se puede decir en los periódicos», que Francisco dijo hablando con los periodistas durante el viaje de vuelta de Filadelfia a Roma, está la clave para comprender también este largo viaje que le ha llevado a Cuba y a los EEUU.
Un viaje que ha desplazado a todos los que el Papa ha venido a ver, a conocer, a abrazar. Su testimonio, hecho de palabras y gestos, ha calado hondo en el corazón de la gente. Y ha desmontado las armas de los que pretendían encasillarle en esquemas y prejuicios, esgrimiendo supuestas dificultades que el Papa latinoamericano iba a encontrar en EEUU.
La entrada a los EEUU. Francisco hubiera querido entrar en EEUU llegando desde la frontera con México, la misma que intentan franquear tantos migrantes. No fue posible, puesto que el Papa no puede pasar por México sin visitar a la Señora de Guadalupe, en la capital. Así, gracias al deshielo propiciado por la diplomacia vaticana, la puerta de acceso elegida fue la isla caribeña gobernada por el castrismo.
En Cuba, Francisco ha seguido la senda trazada por Juan Pablo II y Benedicto XVI, con el fin de favorecer el trabajo lento y fatigoso de la Iglesia allí. Nada más aterrizar en La Habana, delante de Raúl Castro, haciendo referencia al deshielo con EEUU, Francisco habló de «un acontecimiento que nos llena de esperanza», de «un signo de la victoria de la cultura del encuentro, del diálogo», un «ejemplo de reconciliación para el mundo entero». Y pidió «que la Iglesia pueda seguir acompañando y alentando al pueblo cubano en sus esperanzas y en sus preocupaciones, con la libertad, los medios y los espacios necesarios para llevar el anuncio del Reino hasta las periferias existenciales de la sociedad».
El resto del viaje tuvo una impronta pastoral. Celebrando la misa en la Plaza de la Revolución en La Habana, bajo la mirada de la efigie del Che, el Papa recordaba que «el servicio nunca es ideológico, no se sirve a las ideas sino a las personas». También invitó a los cubanos a no dejarse atraer por «proyectos que se presentan como seductores, pero que se desinteresan de los que tienen al lado». Para llegar a ser grandes debemos hacernos pequeños y aprender «a cuidar de la fragilidad». Una propuesta sencilla y concreta: mirar «siempre el rostro del hermano» que sufre, tocar «su carne», sentir «su proximidad e incluso, en algunos casos, “sufrirla”», buscando «su promoción humana». Porque «quien no vive para servir, no sirve para vivir».
Después de la visita de Wojtyla, Fidel Castro restableció la Navidad como fiesta civil; después de la visita de Benedicto XVI, Raúl Castro hizo lo mismo con el Viernes Santo. Esta vez la Iglesia cubana espera que el paso de Francisco por la isla le permita tener más espacios y medios de comunicación.
Mateo y la mirada de Jesús. Entre los momentos más conmovedores de la etapa cubana, está ciertamente la misa en Holguín del 21 de septiembre, fiesta de San Mateo. Es el día en que la vida de Jorge Mario Bergoglio cambió, al sentirse mirado como el recaudador de impuestos de los evangelios. Bajo un sol de justicia, con un calor sofocante, en primera fila, Raúl Castro con un sobrero de paja, de ala ancha. La mitad de la ciudad esperaba a Francisco durante horas.
El Papa en la homilía recuerda «el juego de miradas» que transforma la vida de Mateo, el recaudador odiado por el pueblo, el pecador, que «solo bajo esa mirada levanta la cabeza, sale de sí mismo y sigue a Jesús». Dios nos precede siempre, subraya Francisco. «Aunque nosotros no nos atrevemos a levantar la mirada, Él nos mira primero», va más allá de «las apariencias, del pecado, del fracaso, de nuestra indignidad» o de las categorías sociales. Porque no ha venido a buscar a los justos sino a los pecadores, a todos los que se sienten indignos.
Hijo de emigrantes. En EEUU, donde la vida política y también la eclesial sufren por el virus de la polarización simplificadora entre demócrata o republicano, liberal o conservador, Francisco entra de puntillas, con la fuerza desarmada y desarmante del Evangelio. Pronuncia sus primeras palabras en público en el South Lown de la Casa Blanca, teniendo al lado a Barack Obama: «Como hijo de una familia de inmigrantes, me alegra estar en este país, que ha sido construido en gran parte por tales familias».
No dicta ex cathedra su reclamo a la necesidad de cambiar de actitud ante los migrantes que presionan para entrar desde la frontera con México. Habla de sí y de América, de los valores más verdaderos, remite a los padres fundadores. Lo mismo hace el día siguiente, en el esperado discurso al Congreso, es la primera vez que un Papa interviene en Capitol Hill. Hay apuestas sobre quiénes y a qué aplaudirán durante la intervención papal. Francisco no calcula cómo repartir citas pro life y pro family, y otras en favor de los pobres y los migrantes. En primer lugar porque ayudar a los pobres y a los migrantes significa ser pro life. La vida no es solo la fase embrionaria y la ancianidad bajo riesgo de eutanasia, sino también esos 60, 70 años que están por medio. Y luego porque su talante es el de un reclamo humilde, de un testimonio personal que llega al corazón del interlocutor. «Nosotros, pertenecientes a este continente, no nos asustamos de los extranjeros, porque muchos de nosotros hace tiempo fuimos extranjeros. Les hablo como hijo de inmigrantes, como muchos de ustedes que son descendientes de inmigrantes». Y «cuando el extranjero nos interpela, no podemos cometer los pecados y los errores del pasado», como los que se cometieron en su momento con los nativos americanos.
Francisco pide también la abolición de la pena de muerte. La clave de su discurso está en cuatro figuras de la historia de EEUU: Abraham Lincoln, Martin Luther King, Dorothy Day y Thomas Merton. Defendieron la libertad, los derechos de todos, la justicia social y la causa de los oprimidos, el diálogo. Es como si Bergoglio dijera: «América, ¡acuérdate de quién eres!».
¿Buenos y malos? La parte más innovadora del discurso en el Congreso es una invitación a no caer en la tentación de simplificar, estigma de tanta política e información contemporáneas. La simplificación que divide el mundo con tanta facilidad entre buenos y malos, justos y pecadores. Una simplificación muy útil cuando se pretenden justificar guerras o intervenciones armadas, partiendo de la demonización del adversario.
Francisco no oculta ciertamente la amenaza del fundamentalismo pseudo-religioso y cita sus «atrocidades brutales». Pero explica: el mundo contemporáneo, «con sus heridas, que sangran en tantos hermanos nuestros, nos convoca a afrontar todas las polarizaciones que pretenden dividirlo en dos bandos. Sabemos que en el afán de querer liberarnos del enemigo exterior podemos caer en la tentación de ir alimentando al enemigo interior. Copiar el odio y la violencia del tirano y del asesino es la mejor manera de ocupar su lugar. A eso este pueblo dice: No». También la intervención en la Asamblea general de Naciones Unidas va en esta dirección. Francisco invita a defender «con fuerza» los derechos de los excluidos, junto a los del medio ambiente, pide que se desmantelen los arsenales de armamentos que nos llevaría a ser «Naciones Unidas por el miedo» y exhorta a evitar los conflictos mediante las negociaciones, reformando la ONU y ampliando las presencias en el Consejo de Seguridad.
Una Iglesia de pueblo. Junto a los encuentros multitudinarios y gestos como la visita a una escuela en Harlem o a la cárcel de Filadelfia, la clave de la etapa estadounidense está en los dos discursos a los obispos. Francisco se ha presentado ante los norteamericanos como «un hermano entre los hermanos». Les pide que no utilicen «un lenguaje duro y belicoso» ni que se limiten a «proclamas y anuncios externos». Es preciso «conquistar espacio en el corazón de los hombres» sin convertir nunca la cruz «en bandera de luchas mundanas».
A los obispos provenientes de todo el mundo para participar en el Encuentro Mundial de las Familias, les pide que vayan más allá del lamento y las condenas: «Como pastores, los obispos estamos llamados a aunar fuerzas y relanzar el entusiasmo para que se formen familias que, de acuerdo con su vocación, correspondan más plenamente a la bendición de Dios. Tenemos que emplear nuestras energías, no tanto en explicar una y otra vez los defectos de la época actual y los méritos del cristianismo, sino en invitar con franqueza a los jóvenes a que sean audaces y elijan el matrimonio y la familia». Les invita «a “perder” el tiempo con las familias», estando con ellas y compartiendo sus dificultades, acompañando a aquellos que están «perdidos, abandonados, heridos, devastados, desalentados y privados de su dignidad».
«Si somos capaces de este rigor de los afectos de Dios», concluye el Papa con dos ejemplos evangélicos reconocibles en los hombres de hoy, «cultivando infinita paciencia y sin resentimiento en los surcos a menudo desviados en que debemos sembrar –pues realmente tenemos que sembrar tantas veces en surcos desviados– también una mujer samaritana con cinco “no maridos” será capaz de dar testimonio. Y frente a un joven rico, que siente tristemente que se lo ha de pensar todavía con calma, habrá un publicano maduro que se apurará para bajar del árbol y se desvivirá por los pobres en los que hasta ese momento no había pensado nunca».
En cada etapa de su viaje americano, el Papa Francisco nos ha puesto delante de los ojos un ejemplo vivo de esta «conversión pastoral» que desea para cada uno de nosotros.
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