El P. Christian de Chergé, prior del monasterio de Notre-Dame d’Atlas en Thibirine (Argelia), escribió las siguientes palabras cuando decidió permanecer allí sabiendo el peligro de muerte que corría, como trágicamente sucedió después: “Si un día sucediera –y podría ser hoy– que yo me convirtiera en víctima del terrorismo que actualmente parece querer alcanzar a todos los extranjeros que viven en Argelia, quisiera que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia, recordaran que mi vida ha sido donada a Dios y a este país… Evidentemente, mi muerte parecerá darles la razón a quienes me han tratado, sin reflexionar, como ingenuo o idealista. Pero estas personas deben saber que, por fin, quedará satisfecha la curiosidad que más me atormenta. Si Dios quiere, podré sumergir mi mirada en la del Padre para contemplar junto con Él a sus hijos del Islam, así como Él los ve, iluminados todos por la gloria de Cristo, fruto de su Pasión, colmados por el don del Espíritu, cuyo gozo secreto será siempre el de establecer la comunión y restablecer la semejanza, jugando con las diferencias”.
El propósito del prior era tan formidable que sentía la necesidad de explicar de antemano el sentido de su acción. No porque fuera un gesto que se pudiera confundir con una iniciativa humanitaria o meramente altruista. Más bien, al contrario, sus palabras eran necesarias porque su gesto se asemejaba de manera exorbitante al comportamiento mismo de Jesús. Frente a posibles consideraciones penúltimas de otros, que podrían parecer incluso más sensatas o piadosas, De Chergé buscaba una posición “última”. Quería situarse nada menos que en el lugar de Dios Padre. No se conformaba con nada que no fuera participar de la mirada amorosa de Dios Padre sobre los hombres, buenos o malos, cristianos o no, incluyendo a sus futuros asesinos.
El impacto que ha producido la película De dioses y hombres ha extendido la imagen y la fama de estos monjes por occidente. Así nos resultará más fácil también a nosotros comprender por qué el martirio es el caso supremo de testimonio cristiano. Nos ayuda a ello este bellísimo pasaje de Juan Pablo II: “El mártir es el testigo más auténtico de la verdad sobre la existencia. Él sabe que ha hallado en el encuentro con Jesucristo la verdad sobre su vida y nada ni nadie podrá arrebatarle jamás esta certeza. Ni el sufrimiento ni la muerte violenta lo harán apartar de la adhesión a la verdad que ha descubierto en su encuentro con Cristo. Por eso el testimonio de los mártires atrae, es aceptado, escuchado y seguido hasta en nuestros días. Ésta es la razón por la cual nos fiamos de su palabra: se percibe en ellos la evidencia de un amor que no tiene necesidad de largas argumentaciones para convencer, desde el momento en que habla a cada uno de lo que él ya percibe en su interior como verdadero y buscado desde tanto tiempo. En definitiva, el mártir suscita en nosotros una gran confianza, porque dice lo que nosotros ya sentimos y hace evidente lo que también quisiéramos tener la fuerza de expresar (Fides et Ratio 32)”.
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