En la audiencia y después. El relato de tres compañeros de viaje que han llegado a Roma por caminos muy distintos
¿Qué me pide ese hombre?
En San Pedro estuvo también el ex Primado de la Iglesia anglicana, ROWAN WILLIAMS. Porque ahora «es el momento del encuentro»
Luca Fiore
¿Cómo se dirige uno al antiguo arzobispo de Canterbury? En el caso de Rowan Williams, que es barón de Oystermouth, director del Magdalene College en Cambridge y se sienta en la Cámara de los Lores, el tratamiento adecuado sería Sir. Pero quien lo conoce sabe que no le agradaría menos el tratamiento menos formal de father. Un pequeño detalle muy elocuente. Teólogo, poeta, experto en literatura inglesa y rusa, durante diez años Primado de la Iglesia anglicana, está considerado como una de las inteligencias más destacadas del mundo anglosajón. Barba blanca y voz profunda, encarna el tipo del gran sabio.
Lo vimos sentado al lado de Julián Carrón durante la audiencia del 7 de marzo. El aspecto más extraordinario de su encuentro con unos estudiantes de CL es que ha sido algo muy sencillo. Una pregunta al finalizar una conferencia, la amistad común con John Milbank que se presentó en una cena con él sin previo aviso, algún encuentro a las cinco para tomar un té... De tal manera que, cuando le propusieron que fuera a Roma, él, primer sucesor de Agustín de Canterbury en participar en el funeral de un Papa desde los tiempos de Enrique VIII, liberó su agenda y contestó: «De acuerdo. Voy».
Padre, ¿por qué aceptó esta invitación?
En primer lugar, para escuchar al Papa Francisco en primera persona. No lo había hecho nunca. Deseaba ver en vivo su humanidad y entender qué nos pide como maestro. Y luego por la amistad con las personas del movimiento que me han invitado. La relación con ellos me enriquece mucho y me estimula. Me llama la atención la alegría, la generosidad y la certeza de la fe de estos chicos, una certeza sin ninguna arrogancia.
¿Qué impresión le ha causado el Papa?
Me ha parecido un hombre, como decimos en inglés, at home with himself, a gusto consigo mismo. Tiene un estilo espontáneo y natural. Habla de su propio «centro», que como dijo claramente es Jesucristo. Y a ese centro nos dirige a todos.
¿Y la plaza?
Me llamó la atención ver a tantos jóvenes y la capacidad de aunar muchas culturas, estilos muy distintos de vivir la fe y de participar en la vida de la Iglesia. Me ha parecido interesante, por ejemplo, la música, tanto tradicional como moderna. Una mezcla armónica de lo antiguo y lo nuevo. Me llevé de vuelta la impresión de un profundo arraigo en la tradición que no era un simple mirar al pasado.
¿Le ha suscitado ciertas preguntas lo que escuchó?
Estoy reflexionando sobre ello. Quizás la pregunta sobre cómo se puede expresar en las opciones que tomamos esta visión de Cristo como el centro, en un mundo que está cambiando tan rápidamente. En breve, en Inglaterra tendremos elecciones. El Papa nos devuelve a nuestro encuentro con Cristo, nos pide que volvamos a su luz y recibamos su juicio y su misericordia. Por lo tanto, no me inquieto por el hecho de que no existan cómodas listas de cosas que hacer o que evitar, sino solo la invitación a redescubrir los fundamentos de la fe.
¿Le sorprendió algo de manera especial en el discurso de Francisco?
Que hablara del san Mateo de Caravaggio de modo tan vivo e inmediato. Eficaz también la imagen de la botella de agua destilada; si alguien está enraizado profundamente en la tradición, no necesita recurrir a ella. Tanto el Papa como la atmósfera general me han hecho pensar en que hay una diferencia radical entre ser tradicionalistas y vivir en el cauce de una tradición.
¿Qué significa para usted mantenerse fiel a la tradición?
En primer lugar, como dice la Biblia, mantenerse fieles a los Apóstoles en los Sacramentos, la lectura de la Escritura, en la oración con los hermanos cristianos. Pero también la voluntad de escuchar a fondo la hondura espiritual de todos los que me han precedido. La tradición no se atiene a un comportamiento exterior, es algo que afecta a la interioridad: escuchar y recibir lo que los hermanos y hermanas en el cuerpo de Cristo han descubierto a través de los siglos. No es un peso; muy al contrario, es un don y una oportunidad. Pero el corazón de la tradición es la vida sacramental.
Francisco dijo que todo empieza con el encuentro con el carpintero de Nazaret. ¿Cómo le encontró usted?
Crecí en un ambiente en donde la lectura de la Biblia era un gesto familiar. Hubo algunos episodios en mi adolescencia, pero diría que la intimidad con Cristo se clarificó en mi vida sobre todo en la Eucaristía. Luego, la lectura del evangelio de san Juan. Las palabras a Nicodemo, a la Samaritana, a Lázaro, las percibo dirigidas a mí. También las que dice a María Magdalena, cuando pronuncia su nombre. Si pienso en el encuentro con Jesús, vuelvo a esos episodios que describe san Juan. Es allí donde me habla. En el evangelio de san Juan, más que en los demás, Jesús habla a las personas. Su voz pronuncia nombres precisos: «Lázaro», «María», «Simón, ¿me amas?».
El Papa dijo que «el lugar privilegiado del encuentro con Cristo es mi pecado». ¿Qué significa esto, existencialmente, para usted?
Pienso en el episodio de la mujer adúltera, siempre en el evangelio de Juan. Cuando los que la acusaban se van, la mujer se queda allí mirando el rostro de Jesús. Y se comprende que es una pecadora y, al mismo tiempo, que es amada. El encuentro con Jesús nos muestra lo que somos de manera completamente verdadera. Es una verdad tremenda, pero inseparable del amor. Descubrimos quiénes somos nosotros, pero a la vez quién es él. Por ello, “juicio” y “misericordia” van juntos. En ese encuentro sé que si Él es lo que es, yo soy un pecador. Pero también sé que si Él es lo que es, yo estoy perdonado.
¿Hay algo que le ayuda de manera especial a poner en el centro a Cristo?
Sobre todo el rezo cotidiano de la “Oración de Jesús”, de la tradición ortodoxa. Por la mañana, durante 30 ó 40 minutos, repito: «Señor Jesucristo, hijo de Dios, ten piedad de mí». Durante el día, mientras camino o cuando no hago nada en particular, vuelvo a esas palabras para volver a aquello que es mi ancla. También me ayuda tener una imagen de Jesús en el bolsillo o una cruz de madera.
¿Qué le ha supuesto estar en la audiencia en la plaza de San Pedro como anglicano?
No sé decir si fui verdaderamente consciente de estar allí como anglicano. Estuve allí con personas que comparten conmigo el Bautismo y que pertenecen, al igual que yo, al cuerpo de Cristo. En la Escritura se dice que Cristo «es el deseo de todos los pueblos». Y no debería sorprendernos que el corazón de todos los pueblos se dirija a él. Por otra parte, como anglicano, estaba simplemente agradecido del testimonio, de la oración, de la amistad y de la fiesta. Luego rezo para que un día caigan las barreras históricas para dar paso a un modo de estar juntos de verdad en la Eucaristía. No sé cuándo ni cómo, pero ciertamente rezo para que un día esto sea posible.
¿Qué ha descubierto de Giussani y de CL en esta ocasión?
Que para Giussani cualquier momento es el momento del encuentro. Para él, Cristo no se toma vacaciones. Jesús está allí y nos espera en cada instante. Cualquier circunstancia conlleva una invitación por su parte. Cuando me enfrento a un problema práctico, a una relación difícil, a un momento de frustración o de tentación, es señal de que Cristo me está invitando a una amistad con él más profunda. Este aspecto fue muy fuerte en todo lo que escuché, tanto en el momento de la audiencia como en las conversaciones mantenidas en esas horas.
Bálsamo para las heridas
Ortodoxo de Kiev, ha venido a ver al Papa con sus amigos ucranianos y rusos. CONSTANTIN SIGOV cuenta la «paradoja» de esa jornada
Constantin Sigov
El día anterior a la audiencia me encontraba con mi familia en Varigotti, para participar en un seminario dedicado al metropolita Antonio de Surozh, teólogo y pastor ortodoxo del siglo XX, fundador de la iglesia ortodoxa en Inglaterra (ndr). Mi mujer, Irina, mirando desde la ventana, me hizo notar que el mar estaba revuelto y había remolinos por el viento. Para nosotros, ucranianos, el Mediterráneo está ligado a una imagen de placidez y no pensábamos que pudieran soplar vientos tan fuertes. En el desayuno, el profesor Adriano dell’Asta me dijo que ese día el viento había causado víctimas. Luego, viajando hacia Roma, atravesamos las regiones afectadas.
Pocos minutos antes de que el Papa Francisco llegara a la plaza, el viento hizo caer la silla sobre la que se tenía que sentar. Era muy grande y creaba «un efecto vela». En esto no había ningún tipo de “mal presagio”; de hecho, poco antes, había caído también una pantalla y, con toda tranquilidad, se habían puesto en su sitio tanto la pantalla como la silla. Y, sin embargo, cuando el Papa saludó a la gente de la plaza me dio la impresión de que su cuerpo delante de la silla rompiese el viento haciendo que esta no cayera de nuevo.
Mientras veía todo esto, pensé que el sentido de las acciones de este hombre, en apariencia frágil como cualquier otro hombre, pero con un corazón fuerte, es precisamente desplazar la atención de las fuerzas exteriores a la fuerza del Espíritu.
Esta impresión se confirmó después al escuchar sus palabras, cuando citó a Benedicto XVI diciendo que Comunión y Liberación no nació gracias a una organización jerárquica, sino por iniciativa del Espíritu Santo. Y el Papa dijo dos veces cuál es la señal maravillosa de la iniciativa del Espíritu Santo: la flor del almendro, que florece antes que todas las demás plantas, anunciando la llegada de la primavera. Lo que florece primero responde a nuestro deseo.
Leitmotiv. Escuchar sus palabras fue muy importante para quien venía de Ucrania y de Rusia ya que, para nosotros, esta primavera, la primavera de la humanidad, es ciertamente la liberación de la idolatría soviética que es adoración del culto de la fuerza. En este sentido, me llamaron mucho la atención las preguntas del Papa: ¿qué quiere decir amar la tradición? ¿Adorar cenizas o arder? ¿Qué es lo que permite que la llama no se apague?
Solo el Espíritu aviva el fuego. Es Él quien nos libera del estar centrados en nosotros mismos. Y yo, esa mañana en la plaza de San Pedro, sentí precisamente el soplo de este Espíritu. Lo recordó también Julián Carrón: el simple hecho de despertarse cada mañana tiene un significado espiritual, puede ser realmente el inicio de una vida espiritual. Por eso, creo que ninguno de los que estábamos allí olvidaremos nunca esa mañana.
De vuelta a Kiev y a Járkov, tenemos la certeza de que nada tiene que ver con la autorreferencialidad lo que hemos conocido de la Fraternidad de CL. En ella encontramos amigos que nos dan el mismo testimonio que el apóstol Pablo: «Vivo, no yo, es Cristo quien vive en mí». La lección más importante que se pueda recibir en este tiempo de crisis profunda que atraviesa Europa es que la moral cristiana no consiste en un esfuerzo titánico, ni mucho menos en la imposición de un tirano, sino en reconocer que somos objeto de una misericordia infinita. Una misericordia que se derrama sobre cualquier hombre postsoviético, herido, para que deje de sentirse humillado y ofendido. En el encuentro con Cristo experimentamos esta misericordia como un bálsamo sobre nuestras heridas, como una liberación del miedo hacia los desconocidos, los que son distintos de nosotros, los poderosos. Un encuentro concreto y personal que, gracias a la acción del Espíritu, genera una profunda pacificación con las personas que se consideraban enemigas. Por esto esa mañana en Roma suscitó en mí una gran esperanza, a pesar de la sombra de pesimismo que se cierne sobre Europa.
Releyendo las palabras del Papa me queda una pregunta sobre el tema de la periferia. Es el leitmotiv de un Papa que viene de Buenos Aires, pero ahora, tal vez inesperadamente para el mismo Francisco, se refiere también a otra periferia extremadamente dramática: la Europa del Este. Nuestra esperanza es que el Papa Francisco pueda aceptar la invitación, que nuestro presidente le dirigió hace unos días, de visitar Kiev. Decenas de millones de ucranianos esperan su visita. Su mirada sobre nuestra “periferia en llamas” es decisiva para toda Europa y los demás continentes.
El vino de Caná. No se trata solo de una invitación de carácter político. Es una llamada que tiene que ver con esa lucha espiritual que san Juan Pablo II testimonió a lo largo de su pontificado. Cuando vino a Kiev en 2001, el Papa Wojtyla demostró que veía de modo más profundo que cualquier otro líder el drama del hombre postcomunista. El comunismo era una religión secularizada, sobre todo para la URSS y China. Este drama reviste un significado decisivo para Europa entera. Es necesario, por tanto, el discernimiento del Espíritu. Y es un don que no podemos pedir a los políticos. Creo que cuando Ángela Merkel se encontró con el Papa le pidió precisamente que llenara esta laguna. Es decir, que hiciera lo que ningún líder político puede hacer. El Papa Francisco goza de un vínculo estrecho con el pueblo, sin ninguna comparación con otros personajes públicos. Lo pudimos ver con nuestros ojos en la plaza de San Pedro.
Fue una sorpresa para mí, ortodoxo, conocer en esa ocasión a dos autores excepcionales, algunas de cuyas obras he tenido el honor de publicar en mi editorial Duch i Litera: el filósofo Charles Taylor y el primado emérito anglicano Rowan Williams. Es un detalle que dice mucho de la paradoja que viví ese día: por una parte el encuentro con amigos ya familiares y por otra la apertura hacia un encuentro universal. Un signo de que nosotros, los cristianos, tenemos hoy la posibilidad de avanzar hacia la unidad, hacia un futuro postconfesional. Estas grandes personalidades comparten con el Papa Francisco un interés auténtico por la vida espiritual, libres del apego a un “sillón”, a un poder o a dinámicas jerárquicas.
Lo cual dice qué clase de comunión les une. Es lo que distingue el vino mejor de Caná de Galilea de cualquier otra bebida nacional.
(Texto recogido por Luca Fiore)
Nos ha devuelto al corazón del carisma
El Abad General de los cistercienses, padre MAURO LEPORI, comparte con Huellas sus consideraciones en pos de las palabras del Papa. Un corazón se petrifica «cuando deja de seguir a Cristo y pierde la paz»
Luca Fiore
En el nº 19 de la calle Gambach, en la bonita casa de Jugendstil, a dos pasos de la Universidad de Friburgo, que Eugenio Corecco compartía con un grupo de estudiantes, lo llamaban “Palestina”. El porqué lo explica el mismo: «Por mi tacañería, punta del iceberg de mi temor a dar la vida entera, un temor que minaba en mí la alegría de vivir». Encontró CL en 1976 y al año siguiente intuyó la vocación a la vida consagrada. Han pasado ya 40 años y padre Mauro Giuseppe Lepori es hoy Abad General de los cistercienses y se sienta sobre el solio que, en cierta manera, fue de los santos Roberto, Alberico y Esteban, los “tres monjes rebeldes”. Hace un par de años, en el Meeting de Rímini, habló de ese ser sobre el que hoy puede posar una mirada reconciliada «no tanto porque ese monstruito haya muerto del todo, ¡faltaría más!, sino porque es justamente él lo que me permite medir y entender la caridad que alcanzó mi vida a través de monseñor Corecco” y, con él, el movimiento de CL.
También usted estuvo en la Plaza de San Pedro el pasado 7 de marzo. ¿Qué le queda de ese día?
El Papa nos ha planteado preguntas, nos ha provocado. Hablando de la misericordia, dijo que Cristo es el que me quiere, me estima, me abraza, me llama de nuevo, me espera, espera mi respuesta. Estas afirmaciones nos tienen que ayudar a entender la postura del Papa hacia nosotros, hacia el movimiento. Con sus palabras también Francisco estima, abraza, llama de nuevo.
¿Le ha provocado alguna pregunta el encuentro con el Papa?
La afirmación de que es necesario “descentrar el carisma” es la más sorprendente y la que nos plantea más preguntas. Me ha traído a la memoria los distintos momentos de la vida del movimiento en mis años universitarios en el CLU: «No tenemos nada más querido que Cristo», «Dar la vida por la obra de Otro», «Hombres sin patria». Se trataba de una invitación continua a poner a Cristo en el centro. Entonces pensé: en el fondo, el Papa reclamándonos a centrarnos en Cristo nos devuelve al corazón del carisma. No sé si esta sería su intención, pero a mí es lo que me ha provocado.
Los cistercienses tienen un pasado glorioso. ¿Qué significa para usted la frase de Mahler: «Fidelidad a la tradición significa mantener vivo el fuego y no adorar las cenizas»?
Si en el carisma de san Benito decae la referencia a Cristo como el centro de todo, es cierto que nos convertimos en guías de museo. La herencia formal pierde toda su savia, su vitalidad. Monasterios, doctrina, liturgia: todo lo que esta gran tradición nos transmite termina en cenizas si falta el fuego de una vitalidad fruto de la relación personal con Cristo. Don Giussani y san Benito comparten la conciencia de que la vida es una continua conversión; nunca podemos quedarnos parados, tranquilos, satisfechos. Me gustó que el lema del encuentro con el Papa fuera: “En camino”.
¿Cómo se da cuenta si el carisma se está “petrificando”?
Me doy cuenta porque no soy feliz. Pierdo la paz. Petrificarse quiere decir que lo que yo soy o lo que hago, lo que es la comunidad o lo que hace, se vuelve más importante que Aquel que nos llama. Uno se repliega sobre sí mismo, quizás orgulloso de lo que hace o de lo que es y deja de seguir a Cristo, de avanzar por este camino de conversión que siempre es nuevo. Seguir a Cristo es justamente seguir a uno que es el Misterio mismo. Perderlo de vista petrifica a la persona. Tomar conciencia de esto ya es un reclamo a adherirse a Cristo. Un reclamo de la misericordia como el del Papa, porque uno es regenerado por ese amor. San Benito habla de la humildad de reconocerse pecadores y de retomar el camino tras los pasos de la misericordia de Cristo.
¿Qué le ayuda a recobrar esa humildad?
La vida misma: el no encerrarme en mis pensamientos o sentimientos, sino permanecer abierto a los encuentros, a lo que me pide la realidad. No quedarme nunca satisfecho de mi amor propio. Un padre de la Iglesia dice que es necesario fundar en el amor de Dios toda búsqueda del verdadero amor propio. Al “descentrarse” de sí mismo, uno puede reencontrarse plenamente a sí mismo si se sumerge en el amor de Dios.
«Mantened vivo el fuego del primer encuentro y sed libres». Este «sed libres» lo ha pronunciado el Papa con particular fuerza.
En el mundo monástico, toda falta de libertad proviene del hecho de que se pide seguir ciertas formas sin educar en el seguimiento de Cristo. Con frecuencia provoco a las comunidades que visito preguntando: ¿estamos en el monasterio por Cristo o por otra razón? Porque en el fondo es solo Cristo quien salva la libertad. Seguirlo y obedecerlo es la vía de mayor libertad. Pero Cristo debe ser propuesto de nuevo no como una forma, como un mensaje, como una moral, sino como una persona, como el Misterio de una presencia que nadie puede poseer. Que se da antes, que nos ama él primero, como dice el Papa.
Francisco pide que seamos una Iglesia «en salida». ¿También un monje puede sentirse interpelado por esta afirmación?
El Papa mismo nos lo ha dicho, a los superiores generales de las órdenes religiosas: las periferias están definidas por la vocación de cada uno. Si pensamos en Teresa de Lisieux, para ella, las periferias eran el universo del corazón humano. Las periferias son el hombre que Cristo busca incesantemente, el corazón humano que el amor de Cristo mendiga porque quiere alcanzar a todos los hombres. Si uno no tiene la conciencia de hasta qué punto Cristo desea salvar incluso al último hombre de la historia, no puede ser verdadero padre o madre. La fecundidad es participar de la caridad de Dios que nos alcanza. Si uno va hasta el fondo de la caridad por la que y desde la que ha sido llamado, seguramente irá a las periferias: es misionero. Si uno no es consciente de que sin Cristo no puede hacer nada, permanece estéril aunque corra de un lado a otro y participe en mil obras. Pero si uno tiene esta conciencia seguramente será fecundo aun cuando, aparentemente, no pueda hacer nada.
Recientemente, ha dicho usted que seguir al Papa es seguir su relación personal con Cristo.
Me hizo un gran bien meditar para esa conferencia. Es la primera vez que me he dado cuenta de cómo el final del Evangelio de Juan describe a Juan que sigue a Pedro y los dos siguen juntos a Jesús. Nunca antes me había dado cuenta de que Juan, que comprendía todo mejor que Pedro, quien estaba unido a Cristo, quizás más que Pedro, entendió que tenía que seguir a ambos, después de que los dos se intercambiaron públicamente aquel «¿Me amas?», «Tú sabes que te quiero», «Apacienta mis ovejas». Darme cuenta de esto me ha llevado con una actitud adecuada a la audiencia con el Papa. Y no me refiero solo a su discurso, sino a todo el acto: la belleza de este pueblo inmenso que estaba ahí, la familiaridad que se percibía… Por ello ahora es como si esa jornada se insertara dentro de una claridad dada de antemano. Focalizar la mirada sobre la relación objetiva de Jesús con el Papa desprende una luz que disipa cierta niebla a la hora de interpretar al Papa. Yo no quiero perder esta claridad, porque quiero a mis amigos y quiero la verdad de mí mismo. Juan que sigue a Pedro que sigue al Resucitado, para no perder las huellas del Resucitado… La última escena del Evangelio es una experiencia que inició entonces y que ya no termina.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón