Ha estado en la cárcel bajo el régimen, ahora asiste a sus antiguos verdugos y guía a los cristianos de Etiopía. El recién nombrado cardenal BERHANEYESUS SOURAPHIEL habla de sí mismo y de un pueblo que lleva a sus espaldas dos mil años de fe y que tiene mucho que enseñarnos hoy
«No sabéis ni el día ni la hora». La hora de monseñor Berhaneyesus Souraphiel, C.M. (Congregación misionera, ndr.), sesenta y cinco años, arzobispo de Addis Abeba, llega el domingo 4 de enero a las dos del mediodía. Estaba durmiendo la siesta. Llaman a la puerta: «Monseñor, el Papa le ha creado cardenal…». Lo cuenta con sencillez y no oculta la sorpresa, a pesar de que Addis Abeba fue durante mucho tiempo sede cardenalicia. Es una persona estimada en todo el país, tanto por su pasado como prisionero político como por el papel que jugó en el intento de reconciliación posterior a los años del régimen de Menghistu.
Fue él, por ejemplo, quien instituyó las capellanías en las prisiones donde hoy están recluidos los que en su día fueron sus carceleros. También a los antiguos verdugos se les ofrece asistencia espiritual, dice él, se les concede la posibilidad de volver a formar parte de la sociedad. La simpatía por los pobres está inscrita en el ADN de su vocación: padre paúl, seguidor de la pasión del fundador, san Vicente de Paúl, por los últimos.
En la segunda “hornada” de nuevos cardenales, el Papa Francisco confirma mediante los hechos su predilección por las periferias, no solo existenciales. A los ojos del europeo, Etiopía está en los confines de un imperio desconocido, sin embargo, es una tierra con dos mil años de historia cristiana a sus espaldas y un futuro como líder del continente africano. Monseñor Souraphiel nos recibe en una sala del Colegio Pontificio etíope, construido sobre una pendiente a espaldas de la cúpula de San Pedro. Tiene muchas cosas que contar de sí mismo y de la Iglesia de Etiopía.
¿Quién es el nuevo cardenal de Addis Abeba? ¿Cuál es su historia?
Mi familia pertenece a la etnia amhara, católica ya en tiempos del cardenal Guglielmo Massaia (1808-1889, ndr.), bajo el emperador Menelik II. Posteriormente los católicos fueron perseguidos por el Estado y por la Iglesia ortodoxa que querían una única religión en la zona, de modo que mis abuelos tuvieron que escapar al pueblecito de Cheleleqa, cerca de Harar, donde nací yo. Primero estudié en las escuelas de los Hermanos cristianos de La Salle, después en el seminario de los paúles de Addis Abeba. Los estudios de Teología los hice en el King College y en la Gregoriana. Fui ordenado sacerdote en 1976.
También usted fue perseguido…
Sí, bajo el régimen de Menghistu. Fue a finales de los años setenta cuando tomó el poder el régimen comunista. El Gobierno detuvo a los misioneros y fueron nacionalizadas sus propiedades. Yo solía visitar las parroquias rurales pero no tenía sitio donde quedarme, así que dormía en las sacristías. No tenía qué comer, los parroquianos me traían comida a escondidas porque estaba prohibido. Llegó un momento en que me metieron en la cárcel y durante un mes me mantuvieron aislado. En la celda había una única ventana muy pequeña. Veía a los pájaros volar fuera y me daba envidia. Más tarde me trasladaron junto al resto de prisioneros políticos. Éramos ciento veinte de diversas religiones. Rezábamos de noche, a escondidas. Después de siete meses fui liberado con la promesa de abandonar la región. Era el periodo del “terror rojo”, si no me hubiese marchado me habrían matado.
¿Qué significa su nombramiento para la Iglesia etíope?
Es un gran reconocimiento por parte del Santo Padre de lo que es la Iglesia católica en Etiopía. Somos una comunidad muy pequeña: el uno por ciento de la población. Pero estamos bien vistos por todos. Si eres pequeño te respetan, como se hace con los niños, a los que nadie considera un peligro. Trabajamos con los pobres, los refugiados. No hacemos proselitismo, trabajamos por atracción. Creo que esto es lo que le gusta al Papa Francisco.
¿Qué fue lo que le atrajo a usted? ¿Por qué quiso ser sacerdote?
Los hermanos de san Vicente de Paúl han anunciado siempre el Evangelio allí donde nadie quería ir. Algunos de nosotros llegaban a las aldeas después de ocho horas de camino a pie. Vivían sin agua potable y sin electricidad. Iban a lugares insignificantes y, a pesar de todo, abrían una pequeña escuela. Estos sacerdotes y monjas mostraban a la gente un amor que no podía venir de los hombres. Era el amor de Dios. A mí me impresionó el gran respeto que tenían por las personas. Me atrajo su sacrificio por nosotros.
¿Y del carisma de san Vicente qué es lo que le conquistó?
Su dedicación a los pobres es muy profunda y está fundada en el respeto de la dignidad humana. No importa que uno sea rico o pobre. Lo que me atrajo de su modo de acercarse a los demás fue que él no condenaba. No condenaba al rico, diciendo que se aprovecha del pobre, o al pobre diciendo: eres pobre porque eres vago. Aceptaba a los unos y a los otros. Es el mismo modo de obrar del Papa Francisco.
¿En qué sentido?
Pensemos cuando fue a Lampedusa, o cuando en el Parlamento de Estrasburgo dijo que no es justo que los inmigrantes pierdan la vida tratando de atravesar el Mediterráneo, porque son seres humanos en busca de un mundo mejor. Francisco habla a las conciencias y espero que esto favorezca que se aprueben leyes mejores. Pero nosotros también tenemos que hacer algo: tenemos el deber de cambiar la situación allí donde estamos, sin obligar a la gente a huir para salir de la pobreza.
¿Cómo se puede vencer la pobreza?
La educación es muy importante. La Iglesia Católica tiene las mejores escuelas del país, y estamos poniendo en marcha una universidad católica. Pensamos que la educación conforma la mentalidad y esto puede contribuir a crear un nuevo liderazgo político y económico.
El Papa dice que la pobreza no es una categoría sociológica sino teológica. ¿Qué significa esto para usted que vive en uno de los países más pobres del mundo?
En nuestra tierra la gente del campo está siempre contenta de acoger a quien viene de fuera, aunque tenga poco para vivir. Y dice: «Quiero ser como Abrahán, en la encina de Mambré, cuando hospedó a la Trinidad en la forma de tres ángeles». En cada ser humano está Dios. En cada pobre, en quien sufre, está Cristo. Creo que esta es la Teología de la que habla el Papa Francisco. No se trata de pensar que aquél es pobre porque otro es rico y se aprovecha de él; no sirven análisis de este tipo. No. El pobre es un ser humano y como tal, sea quien sea, ha sido creado a imagen de Dios. Por este motivo, nuestras escuelas y nuestros hospitales están abiertos a todos, no solo a los católicos.
Habla de escuelas y hospitales promovidos por la Iglesia. ¿Qué quiere decir para usted que la Iglesia no debe ser una ONG?
Es un tema sobre el que estamos reflexionando con otros obispos etíopes. El Gobierno dice que es necesario distinguir la actividad espiritual de las iniciativas sociales: tenéis el derecho a existir, pero lo que hagáis en la Iglesia es asunto privado vuestro. No se comprende que no se puede dividir en dos a la persona, que tiene cuerpo y alma. El hombre debe ser ayudado, así como es, todo entero. Si contribuyes solo a nivel material y te olvidas de la dimensión espiritual, construyes para destruir. La educación, por ejemplo, implica la evangelización. Algunos nos tratan como si fuésemos una ONG pero, a menudo, estas organizaciones llegan, realizan un proyecto y después se marchan. Nosotros no. También nosotros trabajamos para que la gente sea autosuficiente, pero permanecemos allí, porque el acompañamiento espiritual debe continuar.
Ustedes han abierto una nueva universidad católica. ¿Es cierto que fue el Gobierno quien les pidió hacerlo?
Sí, es verdad, pero también nosotros lo queríamos. Desde antaño existe una tradición: después de la Segunda guerra mundial, el emperador pidió a los jesuitas canadienses que crearan la universidad estatal de Addis Abeba. Lo mismo sucedió en Asmara, en Eritrea. Nuestro ex primer ministro lo pidió directamente a Juan Pablo II. Él quería una universidad de calidad y vinculada a otras universidades del este de África. Hoy mantenemos contacto con Kenia, sur de Sudán y, muy pronto, con el norte de Sudán, Eritrea, Gibuti, y Somalia. Estas relaciones son importantes, porque cuando los jóvenes estudian juntos se hacen hermanos y hermanas. El proyecto va adelante y crecerá. Y por esto, debemos agradecer la ayuda de la CEI, de monseñor Silvano Tomasi, nuncio en Etiopía y, actualmente, en la ONU, en Ginebra y de algunos amigos de CL.
¿Qué desea para su país y para la Iglesia?
Me gustaría ver a Etiopía recorrer su camino hacia el desarrollo. El país está creciendo mucho, también en número de habitantes: estamos a punto de convertirnos en el segundo país africano después de Nigeria. Ahora Addis Abeba es la sede de la Unión africana y todo el continente nos mira. Hoy pienso en lo que Benedicto XVI dijo en su visita a África: no cambiéis a precio de saldo vuestros valores tradicionales por otros. Desde este punto de vista los cristianos de mi país pueden contribuir mucho al resto del mundo, sobre todo en lo que se refiere al respeto a la vida. En nuestras familias los hijos siguen siendo un don de Dios. También los ancianos siguen siendo importantes y a nadie se le ocurre desentenderse de ellos como si fueran un estorbo. Deseo poder ver a Etiopía cambiar a mejor y convertirse en un signo de esperanza para otros pueblos.
¿Qué le dijo al Papa cuando se encontró con él?
Le invité a Etiopía. ¿Sabe que fuimos evangelizados en el año 34 d.C., un año después de la resurrección de Cristo y todavía ningún Papa ha venido a visitarnos?
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